El motor de papá

    «A que no baja pal llano
    y te cuela en una esquina
    y cambias un bergovina
    por un carro americano.»
    «Hazlo como yo», grupo Changüí de Guantánamo.

    Un gran día de los ochenta llegó a casa el motor de papá. Era más bien pequeño, tenía las dimensiones de una bicicleta, pero pesaba como una moto grande. Han de ser los materiales, nos dijeron los mayores. Después de tanto tiempo, de entrar en contacto con varios grupos lingüísticos distintos que llaman a esta máquina de diferente manera —en Puerto Rico es «la motora»—, en casa se le llamaba «el motor». Deseo respetar esa memoria.

    Era una moto rusa de color rojo, idéntica a la que usaba un personaje de una serie juvenil que pasaban por la televisión, El electrónico. Los niños cubanos nos quedábamos sin entender cómo era eso de que un adolescente en Moscú podía tener el motor de papá.

    La aparición del tranvía matará a la poesía, comentaron a mediados del siglo XIX. El hombre adicto al maquinismo es un neurópata, decía Bernanos. La verdad es que doscientos años de revolución industrial habían hecho su entrada en una casa de madera y techo viejo de zinc, con aljibe con ranas y sin conexión al alcantarillado.

    Admiré mucho más a mi padre a partir de entonces. Porque descubrí en él habilidades que ni me imaginaba podía tener. Mi padre era capaz de desarmarla y volverla a armar. Sabía qué funcionaba mal, extraía la pieza, la componía y la devolvía a su lugar. Todo aquello sigue siendo tan complicado para mí, que cuando cambio el fusible de un carro quedo exhausto y reúno a la familia en plan party para que quede clara la dimensión del genio que soy.

    Desde que entró el motor por un costado de la casa, llegaron también las nuevas palabras: bobina, bujías, tubo de escape, gasolina mezclada con aceite, cloche, acelerador. Los cables se llamaban culebras y debajo del asiento había un depósito para llaves y algunas herramientas muy distintas a las de las bicicletas de casa. Un mundo nuevo, amigos nuevos, otras puertas.

    En el pueblito había ya varias motos como aquella. Todo el que tenía una la usaba para irse al trabajo, con lo que cada mañana el concierto de los ruidos y el olor de los gases transformaron para siempre las primeras horas del día. Las mañanas eran ahora el desfile atronador de las moticos rusas con nombres también muy sonoros: Carpatis y Bergovinas. Era como si nombraran dos pandillas que estuvieran a punto de matarse para obtener la supremacía del cubicaje menos potente, en una jurisdicción trazada en calles de tierra por donde siempre pasaban tractores con pipas de agua, alguna carreta de caña, algún camión ruso, un tren lechero y un Studebaker que se alejaba temblando y envuelto en una nube de polvo.

    Creo que todos sabíamos que no había llegado a nosotros una máquina perfecta, ni una nave que marcaría el gusto de generaciones enteras por las exquisiteces de una locomoción futura cuyos manuales venían en ruso. Apenas nos bastaba con aquella porción de un mundo extraño, frío y racional para sentir que ligábamos nuestra biografía a la existencia de una máquina de dos ruedas. Mi padre, contrario a lo que otros podrían pensar o esperar, no fue un padre distinto porque tuviera una moto. Volvíamos cada tarde noche a la casa de la abuela a beber té negro ruso con limón. Siguió siendo el mismo, solo que ahora con un poco menos de tiempo para los demás y un poco más para el motor.

    El motor al principio dormía dentro de la casa, porque a mi padre le habían avisado de que si la dejaba afuera se la podían robar y aparecer en Holguín o Mayarí hecha piezas. La casa tenía un garaje con un portón metálico, pero no era del todo seguro. A mi madre no le gustó mucho la idea y se reía y le decía que si la iba a meter dentro del cuarto matrimonial o se iba a ir a dormir con ella atado con cadenas y un candado a las ruedas.

    Un día mi padre le prestó el motor a un tipo joven que apenas conocíamos, un típico embaucador de poca monta que lo mismo se las daba de maleante que de agente de la policía, sabiendo además que quien delinquía no tenía mucha escapatoria en pueblo tan minúsculo. Fue el mayor susto en esos años: pasaron tres días y el tipo no regresaba. Ese era el momento en que mi madre estallaba. ¿Cómo puedes prestársela a alguien que ni conocemos? Yo era todavía un niño, recuerdo cierta atmósfera tensa, pero los detalles se me pierden. Sí sé que regresó sana y salva, y nunca volvimos a ver al personaje.

    Como mi padre debía levantarse temprano para irse a trabajar —era de inicio tipógrafo en la imprenta del pueblo y ya había ascendido a administrador sin militar en el Partido Comunista, era católico de ir a misa todos los sábados—, no arrancaba el motor frente a nuestra casa, sino tres o cuatro casas más allá, de manera que el escándalo no perturbaba a su familia, pero sí a las familias de los otros. No es difícil imaginar que todo el barrio acabaría odiándola.

    Mis padres trabajaban en el mismo sitio, por lo que ambos se iban juntos en el motor. Al principio mi padre no tenía todavía la licencia de conducción, por lo que debía dar una vuelta mayor por calles interiores para no ser detectado por la policía. En un pueblo pequeño se imagina uno que era bastante de dominio público que el administrador de la imprenta tenía un motor y andaba sin licencia manejando por la última callejuela del pueblo, pero quién iba a quitarle a uno la ilusión de andar fugado de algo.

    El motor no tenía mucha fuerza de tracción y mi padre le pedía a mamá que se bajara y caminara para poder subir una lomita como la del crucero de las líneas del tren; él la esperaría del otro lado. En una ocasión, mi padre se olvidó, no la esperó y llegó a casa sin mi madre. Ante nuestro desconcierto, se acordó de dónde la había dejado y viró a buscarla. Mi madre venía caminando por la calle de tierra, me imagino que peleándose con el mundo tan cruel que le había tocado en suerte. Creo que no se hablaron en días.

    Desde el momento mismo de su llegada, mi sueño primero era aprender a montar aquel artefacto. Pero ya mi hermano se me había adelantado, como todo en la vida. Llegaba de la ciudad donde estudiaba para ser entrenador de judo y se adueñaba del motor hasta desaparecer por tres días con sus noches. Para colmo logró «modernizarla», le abrió más el manubrio, le cambió las llantas y hasta le recortó el tubo de escape. Aquella ya no era la moto de El Electrónico, sino más bien un remedo ruidoso y menos rural más próximo a los «bicivoladores» que al obsequio que el Estado comunista le había otorgado a un buen trabajador.

    De jóvenes, nuestras manos no saben lo que buscan, sí lo que rechazan, aunque una cosa contenga la otra. Tiré la bicicleta y me propuse domar la bestia. Logré dominar bastante bien aquel artefacto, que no tenía pedal de cambio de velocidad, sino que era manual, de tal forma que cada extremidad tenía una función: mano izquierda, cloche y velocidades; mano derecha, acelerador y freno delantero; pie izquierdo, pedal de encendido, y pie derecho, freno trasero. 

    Pasamos los amigos unas tardes muy divertidas yéndonos a correr motos en las afueras del pueblo, en los caminos de tierra entre campos de caña. No más aceras: ahora éramos dueños de la calle. El hijo del pastor de la iglesia bautista del pueblo tenía un Carpati y se nos sumaba a veces. Todavía debo guardar alguna cicatriz de la vez que un perro se atravesó en mi ruta e hizo que mi barbilla le sacara brillo a la calle.

    No recuerdo nada de cómo aprendí a dominarlo. ¿Me ayudó mi padre? Es curioso que no «vea» a mi padre dándome las lecciones que hacían falta para aprender a manejarlo. Ahora que lo pienso, aquel motor no tuvo ningún impacto en mi vida ni sentimental ni sexual. No recuerdo haber hecho nunca ninguna conquista gracias a él. Quizás porque ninguna chica se iba a someter a la terrible prueba de montarse conmigo o porque no había nada secreto en un viaje que se realizara a bordo de aquel escándalo rodante en un pueblito que a las diez cuadras ya se había acabado. Eran los años de la explosión de la moda de las motos checas (Jagua) y alemanas (MZ), temprano signo de distinción entre unos obreros de la moneda nacional y otros que habían conocido y vivido la Europa oriental.

    Lo que no imaginábamos era que, en 1994, el mecanismo eléctrico del motor le serviría a mi hermano para armar su motor fuera de borda para la balsa en la que se fue del país. Estudió el sistema de generación de chispa del motor, la imanta, y así supo qué era lo que no funcionaba en aquel viejo artefacto que había acabado de comprar. No llegaría muy lejos en el mar si no le insertaba a la balsa al menos dos baterías —«acumulador» les llamaban en Cuba— que suministraran corriente. Para no dejarlos con el pendiente: mi hermano se lanzó con otros cuatro amigos y conocidos, la travesía duró un par de días, los recogió un guardacostas y los llevó a la Base Naval de Guantánamo, donde permaneció un año. El resto es Miami, es Texas y es historia por contar. Jamás ha vuelto a manejar moto alguna.

    Un día mi padre se cansó del motor. Ya no aguantaba un remiendo más. Había perdido fuerza. Era mayor el tiempo que pasaba intentando componerla que el uso real que le daba. Era ya un espectro más entre los tantos de los años noventa. La gasolina y el aceite escaseaban. Decidió venderlo. Pero al no tener traspaso legal, el nuevo dueño debía venir a la casa todos los años a buscar a mi padre para ir a la oficina de registro de vehículos.

    Y he aquí que un día el motor regresó. Mi padre lo compró de vuelta. Pero ya no era el mismo, sino apenas una versión muy remota y cansada y acaso un poco resiliente de aquel que había llegado a casa casi veinte años atrás. Su segunda vida con nosotros no dejó huella, era un libro leído. Yo me había ido a la universidad, lo veía solo los fines de semana. Apenas si recuerdo algo que nos sucediera donde participara.

    Los años finales del motor se me borran, llegan como chispazos entre nubes. Mi hija nació en el 2002 y el motor hizo las veces de ambulancia cuando hubo que llevarla al hospital pediátrico por alguna caída o algún otro imprevisto. Luego también, cuando nació el hijo de un amigo, recuerdo haber atravesado en ella la ciudad de punta a cabo para llevarle un ventilador al hospital. Ya sentía que renqueaba, que no llegaba, que la estaba sometiendo a demasiado castigo.

    No sé con exactitud cuál fue su final. Sucede muchas veces que recordamos un inicio, mas no las páginas postreras de una buena historia. Creo que terminaron intercambiándolo por una bicicleta con motor que jamás funcionó y que quedó tirada en el lavadero de cemento detrás de la casa, adonde iban a parar las cosas menos importantes de nuestras vidas. Uno de esos típicos cambalaches en los que siempre algún miembro de la familia salía perdiendo.

    ¿Cuántos años convivimos con el motor? Yo diría que fueron, con alguna pausa, unos veinte. Y, sin embargo, nunca la pensé como mía, era como parte de la familia, y entre miembros de una familia las posesiones pueden no quedar muy definidas. Podemos usar un posesivo, pero ¿son nuestras realmente? ¿Lo son porque vivimos bajo un mismo techo? ¿Y si se van y no nos vemos apenas, siguen respondiendo al posesivo? Tras más de una década fuera de Cuba, ¿son todavía míos los centenares de libros y revistas que quedaron en mi antigua biblioteca cubana? Creo que más bien son pasto de las termitas.

    He vuelto a pensar en todo aquello sin saber muy bien por qué. ¿Detener el tiempo? La vida es lenta, vivir es vivir lentamente. Pienso que en aquel momento supimos que en el centro del laberinto hay siempre una máquina, la ancestral rueda, quién sabe cuál artefacto. Allí nos habían conducido los días. Allí había descansado el Minotauro. Allí había un texto que no pudo ser descifrado. Había un rey y unos salmos que alababan a ese rey y a sus máquinas. Qué lejos estamos de aquellos días de echarse a caminar, subir la loma, caminar hasta el canal que bajaba de la represa y tumbarse en la hierba. La salida del laberinto conducía al desierto o a la jungla, nuestra única historia, la realidad real, el descenso, la impaciencia, la paradoja, el infinito deseo de viajar, la incompletitud. 

    ¿Qué significó en realidad la llegada de aquel motor? ¿Fue el momento de dejar de ser gente de a pie? ¿Habíamos dejado de parecernos a nosotros mismos? ¿Después del motor llegaría el Lada color verde claro que salía en la contraportada de una revista que vendían en el quiosco de la plaza del pueblo? No podíamos darnos el lujo de pensar en eso. Un carro era otro nivel al que mi padre jamás pensó llegar. 

    Tengo amigos aquí en Estados Unidos que están seguros de haber superado toda traza de vida frugal, de haber dejado atrás las carencias de la vida cubana como a una vieja piel que se desecha. Mi propio hermano ha ganado dinero manejando camiones de dieciocho ruedas en el Texas profundo —en Cuba le decíamos «rastra»; en los libros de Lorenzo García Vega aparece esa palabra y la leo como si encontrara la huella de una antigua vida— y sin embargo vive con cierta austeridad en una casa modesta.

    ¿Qué tiene que ver aquel motor con la elección o la autoimposición de un modo de vida? El problema quizás estuvo en que nunca nos planteamos seriamente superar la epifanía del origen, el momento inicial de la llegada del motor a la casa de madera y techo viejo de zinc, el pistoletazo de arrancada, el impulso inicial jamás completado, el salto que no llegó. 

    Todo aquello ocurrió en los años ochenta y parte de los noventa. El mundo ha cambiado. La memoria no cambia. Quizás aquel era un mundo que estaba, para decirlo con palabras de Piero Calamandrei, inmerso en una atmósfera de fábula por la que caminamos de puntillas.

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    3 COMENTARIOS

    1. Excelente crónica de una realidad incomprensible para mucha gente. No viví tu tiempo, soy mayor y nos fuímos muchísimo antes, pero sí recuerdo inventos y peripecias para remedar y evitar la obsolescencia. Puedo entender el comportamiento espartano de tu hermano; aún después de tantos años, en ocasiones, no puedo evitar un sentimiento de conmiseración. Saludos.

    2. Que vida aquella, yo vivia a dos casas de la tuya, mi padre se compró un carpati,son tiempos que no se olvidan.Muchas veces Neysito y yo fregabamos junto las motos en el patio de tu casa,……

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