Nosotros nos mudamos el 31 de agosto de 1952 para el barrio de Santa Felicia, en Marianao. Ya Batista había dado el golpe de Estado. Las tres hijas de Jesús Sosa Blanco vivían con sus tías frente a mi casa. Se llamaban Amelia, Magdalena y Eunice, y las dos mayores eran jimaguas. Sosa iba para donde lo mandasen y siempre andaba de viaje con su esposa; por eso no digo que él vivía ahí, sino que vivían sus hijas. Pero esa era su casa en La Habana.
Físicamente era un hombre corriente, algo trabao y medio calvo. No era demasiado alto. Tampoco se puede decir que era bajito. Cuando llegamos al barrio él era sargento. Luego lo fueron ascendiendo y, al poco tiempo, se compró un carro del año: precioso, pero después lo cambió. Y ese nuevo lo cambió a su vez por otro, y así hasta el punto en que cambiaba de carro todos los años. Una cosa curiosa es que a los focos les decía «los ojos del carro».
Puede que Sosa haya sido un asesino, cierto, pero también fue un padre ejemplar. Muy preocupado por sus «coquitos», como llamaba cariñosamente a sus hijas. Las niñas iban a un colegio privado, y él pagaba más dinero de la cuenta a la encargada para que les dieran un cuidado especial. Te puedo decir, incluso, que lo vi sentarse en el piso y jugar a los yaquis con ellas. También era un esposo adorable. En cada cumpleaños, aniversario de bodas, día de los enamorados o de las madres, y en fin de año, Sosa le regalaba a su mujer los ramos de flores más bellos que se podían encontrar en La Habana, y le componía una décima de amor —porque se le daba bien la décima campesina.
En la casa de al lado vivía otro militar que tenía cuatro hijos: tres varones y una hembra. Uno de los varones era contemporáneo de las jimaguas, y era el noviecito de Amelia. Cuando la pescaban hablando con él, las tías le daban una mano de golpes que aquello era lo más grande de la vida. Ellas le decían a mi mamá que no podían permitir eso, porque, si Sosa llegaba y veía aquello, sacaba el revólver y le pegaba un tiro al muchacho.
En una ocasión, mi abuela, que era una viejita muy tierna, estaba sembrando unas maticas de «Diez del día» en el jardín de la casa, y Sosa vino y le dijo: «Dígame, vieja… ¿sembrando matas?». Mi abuela le respondió con su vocecita: «Sí, imagínese… como no tengo el jardín cercado vienen los muchachos y me las arrancan». Y él contestó: «Eso le pasa a usted porque es boba. Me lo hacen a mí y les meto una bala en la cabeza». Mi abuela entró a la casa temblando de la cabeza a los pies y le dijo a mi mamá: «¡Ay, Esperanza! ¡Lo que me ha dicho ese hombre!». Mi mamá pensaba que eso era de dientes para afuera, pero después supimos todo lo que hizo.
Allá en Oriente dio candela y mató a diestra y siniestra. Una de sus fechorías es muy conocida: quemó un bohío con un joven retrasado mental dentro. Era una bestia. Y por donde pasaba dejaba su famoso letrero:
«QUÉ PASA SI SOSA PASA»
Cuando la cosa se puso mala por allá, vino para La Habana. Según tengo entendido, lo cogieron preso en el Hospital Militar, porque se le había colado un poco de pólvora en un ojo, y lo estaban atendiendo allí. Eso fue justo al triunfar la Revolución. Una vez encarcelado, el Diario de la Marina y el periódico Información intentaron mostrar el lado humano de Sosa con el objetivo de influir en la opinión pública. En varios de sus números aparecieron fotos de Sosa besando a su mujer y a sus «coquitos».
El juicio lo celebraron el 23 de enero en el Palacio de los Deportes y fue transmitido por televisión. Mi abuela y yo nos quedamos viéndolo toda la noche. Recuerdo que llevaron como testigos a los miembros de una familia de apellido Argote, que sufrió las consecuencias de su crueldad. Unas mujeres se le querían echar encima y matarlo con sus propias manos. A nosotros nos dijeron —no sé si es verdad —que las tías sentaron a las niñas a ver el juicio. Según ellas, para que vieran la injusticia que iban a cometer con su papá.
Mi abuela murió el 17 de febrero de 1959 y la velamos esa noche en la San José —antigua funeraria de Marianao—. Ya de madrugada, fui con mi papá a tomar algo y en la cafetería se escuchaba Radio Reloj, que anunciaba el fusilamiento del capitán Jesús Sosa Blanco.
No sé qué fue de sus hijas. Mucho tiempo después, hacia 1999, escuché la noticia de que un grupo de mujeres encabezadas por Magdalena Sosa —una de las jimaguas— pedía que no devolvieran a Cuba al niño balsero Elián González.
*Este es un testimonio de Caridad «Cacha» Martínez González (1944). Directora de programas radiales y profesora del Instituto Superior de Arte de La Habana. Viuda de Alberto Luberta Noy (1931-2017), escritor y director legendario de la radio cubana. Cacha aún vive en su casa de Santa Felicia, Marianao, donde conoció a Jesús Sosa Blanco y familia.
Que horror! Nunca soñamos que este pudiera pasar en nuestra Patria!
¿Por qué El Estornudo no investiga y publica las atrocidades que hizo Sosa Blanco en Oriente? ¿Por qué no localizan a alguien de la familia Argote? Yo vi el juicio y vi el horror de los familiares de las víctimas de ese personaje. Por favor, ustedes no se conviertan en el instrumento para humanizar la figura de semejantes bestias.
Mucho queda por investigar pero, hubo intención propagandista cuando lo celebraron en el Palacio de los Deportes.
porque todo va a estar tergiversado, porque desde 1959 «ellos» son toda bondad y los de batista son todos malos horribles. nunca cuentan cuando una pandilla de gangsters (porque eso es lo que realemente eran) ametrallaron a unos militares junto sus esposas a la salida del cabaret sans souci. eran asesinos y querian que la gente de sosa blanco los trataran con flores.