Salvas de un antihéroe

    En su famoso tratado Leviatán (1651), Thomas Hobbes, teórico del absolutismo político, declara: “No puedo apartar al soberano de su trono sin que me reprima. No sé si está en su derecho; pero sí en su naturaleza”. Entre los derechos y deberes del ciudadano ante poderes que lo rebasan, el filósofo inglés profetizó lo que su compatriota George Orwell denominaría el nacimiento de la “edad política”.

    Siendo alumno de la Academia de Arte de San Alejandro, Jorge Luis Marrero leyó el Leviatán de Hobbes y subrayó esta máxima que se preocupó en retener como una lección. Al lograr concientizarla, empezó a sentir afinidad por esa ilusión lírica de negociar un entendimiento humano, antes que practicar fundamentalismos de actitudes, difíciles de ser performatizadas como medio y finalidad visual.

    No es lo mismo ser un artista ideólogo del mesianismo teatral, que aprovechar una oportunidad (venga de donde venga) y sacarle provecho. No es igual ser un artista empresario que garantizarle ocio a la intranquilidad del alma, estado de ánimo capaz de brindarnos sosiego productivo. No guarda relación la sed de conocimiento y el remedio del cocimiento para emergencias de ocasión.

    Aunque siguió la ruta de los cautelosos, Marrero gusta acercarse a opciones alternativas válidas para tomar distancia de la Institución-Arte. De ello constan su presencia en Espacio Aglutinador a mitad de los noventa, Cristo Salvador Galería a finales de los años dos mil y en la # OO Bienal (mayo 2018), suceso del cual el mayor número de artistas plásticos reconocidos huyeron como de una pandemia.

    Cómo etiquetar a Jorge Luis Marrero Carbajal (La Habana, 1970). He ahí su virtud y fatalidad, desventaja en terrenos donde los avispados suben como la espuma. He ahí la marca de J.L.M, propensa a reubicarlo entre la soledad y el aislamiento.

    En agosto de 1973, Kristin Enmark vivió un trance revelador. Retenida seis días por dos atracadores en un banco sueco, K.E se vio obligada a cumplir sus órdenes si pretendía salir con vida. Pero ocurrió todo lo contrario. La joven tradujo el pánico en una empatía hacia los captores; tal fue así que los defendió ante los tribunales.

    Luego Kristin le confesó a la BBC de Londres, la afinidad que experimentó ante un hombre violento como Clark Olofsson: “No era confianza, pero sentí que debía respetarlo; tal vez podría hacer algo por nosotros. Me acogió bajo su manto protector. Sentía que le importaba a alguien. Quizás era un tipo de dependencia”.

    Tiempo después, los secuestradores en prisión les asegurarían a la prensa que “no fueron capaces de asesinar a los rehenes porque se habían convertido en sus amigos”. Este caso paradójico dio lugar al síndrome de Estocolmo, reacción psíquica que llegó a transformarse en metáfora pospolítica con incidencia global.

    Ciertos pejes gordos de la cultura son réplicas sin armas largas de los asaltantes al Kreditbank sueco. Entre inocente y sardónico, el artista replicante reencarna como alter ego de aquella muchacha de 23 años, hipnotizada por el criminal Clark Olofsson, un barbudo pelirrojo que la intimidó hasta enamorarla.

    Esos amores ridículos entre artistas e instituciones, condujeron a Marrero idear una serie de acciones a modo de sátira política. Esta trilogía oscilaría entre lo privado y lo público, lo estatal y lo clandestino, hasta pretender lo extraterritorial con la mirada puesta en Norteamérica y sus elecciones presidenciales.

    Marrero se inspiró en el síndrome de Estocolmo, trauma psicológico a imagen y semejanza del contexto donde sobrevive y trabaja. Otro antecedente era la sarcástica broma kunderiana: “El odio te une a tu enemigo en un estrecho abrazo”.

    Sin poder reescribir la historia, el bálsamo de un intelectual orgánico en “Estados de Excepción” se limita a la posibilidad de relacionar las cosas. Lo demás, vegeta en la procesión interior de una disidencia metida en el closet de la doble moral.

    Sobre el cristal de un buró o engavetado, Síndrome de Estocolmo II (Ecúmene) era un proyecto público casi imposible de concretar bajo el auspicio del Consejo Nacional de las Artes Plásticas y sus locales apropiados en el circuito expositivo.

    Trescientos cincuenta y tres nombres de artistas cubanos serían voceados desde azoteas de instituciones culturales por actores en tiempo real con los artefactos disponibles. Un gesto que recontextualizaría el ritual islámico de “El almuédano”, hábito donde un miembro de la mezquita elegido por su registro vocal y prestigio convoca a la oración, amplificándola desde el minarete con ayuda de megáfonos.

    Promiscuidad y desprejuicio sustentaron la intervención que ancló en el VI Salón de Arte Cubano Contemporáneo (Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, 2014). Un día antes, los gobiernos de Cuba y Estados Unidos reanudaron vínculos diplomáticos tras cincuenta y cinco años de interrupción, desafíos, expectativas.

    Síndrome de Estocolmo II (Ecúmene) representó la clarinada de un día después; bastaba el requisito de estar vivo para engrosar una nómina sin orden ni ley, que suprimía a los artistas muertos por considerarlos sujetos pasivos o patrimoniales.

    El ajiaco sonoro cocinado por Marrero juntó a vacas sagradas como Roberto Fabelo, Kcho o Zaida del Río y ochentianos jíbaros como Tomás Esson o Carlos Rodríguez Cárdenas; un fidelista pura sangre como el fotógrafo de su padre Alex Castro y un pintor de domingo como Patricio de la Guardia, sobreviviente de “El Caso Ochoa”; un conceptualista críptico al estilo de Ernesto Leal y una mascota televisiva del souvenir pictórico como José Manuel García Rebustillos.

    Alguien señalaría que el listado desprendía fanatismo, ya que excluyó al escultor-funcionario José Villa Soberón, quien firma encargos gubernamentales sin ensuciarse las manos, o al apátrida radical y cofundador del colectivo ABTV Juan Pablo Ballester. Dichas omisiones serían puras conjeturas a la hora del recuento.

    La maniobra antiheroica de Jorge Luis Marrero simuló tolerancia y armonía de contrarios. Cuántos artistas y pseudoartistas se ignoran o piden la cabeza sin arrancársela. Algo similar al flirteo hipócrita que entablan los productores visuales concentrados en La Habana o dispersos en su periferia con instituciones artísticas gubernamentales, que aparentan cuidarlos para mantenerlos en un puño.

    La fatigosa enumeración sucumbió en el ahogo del casco histórico habanero, ambientado por el reguetón, cuentapropistas arrestados del turismo sexual y policías fermentados buscándose el money quemándose a la intemperie.

    Sin los recursos tecnológicos del artivismo publicitario, nadie se enteró que la obra solo pudo realizarse en cinco de las veinticinco entidades disponibles en teoría. Ni que la Oficina del Historiador de la Ciudad o el Museo Nacional de Bellas Artes alegaran por último la falta de autorización policial para ejecutar sus obligaciones.

    El Ministerio del Interior y el Ministerio de Cultura también comparten el síndrome de Estocolmo. Se retroalimentan. Ello sumó el resorte de la censura y, a la vez, neutralizó el alcance de la pieza, al trocarla en objeto de estudio para maquinar próximos fracasos programados desde la Seguridad del Estado en Villa Marista.

    La contrainteligencia que monitorea a los artistas incómodos del patio tiene su castillo.

    Otro gallo cantaría si los actores Alexis Díaz de Villegas y Carlos Riverón hubieran irrumpido con altoparlantes en la vía pública a cuenta y riesgo, para vocear nombres con el tonillo elegíaco que desplegaron en las grabaciones escuchadas.

    Hay momentos donde un artista necesita obviar las mediaciones hegemónicas, esa fantasmagoría que lo abriga para mitigar el latido de sus inconformidades.

    En 2005 la Sección de Intereses de Estados Unidos en Cuba (SINA), instaló un tablero electrónico en su fachada. La intención consistió en “propiciar una difusión y acceso a la población de noticias censuradas por el régimen de la Isla”. Ello provocó una respuesta rápida gubernamental: la construcción de un “bosque de banderas” blanquinegras, contiguo al parque de la asediada sede diplomática.

    Dicha reafirmación de “nuestra soberanía mediática, agredida una vez más por el imperialismo”, impidió el consumo de lo que se omite en la prensa nacional a una escala visual inaceptable, en términos de discreción política o consenso previo.

    Hay lujos que el nacionalismo patriotero no puede darse bajo ningún maquillaje.

    A partir del conflicto simbólico en una frontera virtual sin repercusión real, Marrero fantaseó con manipular estos letreros. La intervención apropiaba el título del performance que hizo Joseph Beuys durante su visita a Estados Unidos en 1974.

    El radicalismo histriónico del chamán occidental consistió en viajar a Nueva York en una camilla con el rostro tapado, cohabitar tres días en una galería junto al coyote Little John y retornar a Düsseldorf sin contaminarse del american dream.

    I Like America and America likes me (2008) implicaba otro sueño imposible en el límite de una pesadilla histórica. Jorge Luis Marrero tuvo el delirio de sustituir la “propaganda enemiga” de USA instalada en Cuba por su currículum vitae.

    Este capricho infantil o sobredosis de romanticismo, denotó esa inclinación de J.L.M por suplantar la beligerancia por el diálogo; el afán de potenciar una razón íntima en menosprecio de una intuición colectiva.

    No era una contracandela política a favor o en contra de algo o alguien. Marrero añoraba ver su currículum rodando en el tablero; así tendría sus quince minutos de fama. Quería revertir un ademán promocional en la más apolítica de las obras políticas o viceversa. Un manjar para detonar el síndrome de la sospecha. Lázaro Saavedra descollaba entre los referentes de cabecera para el Marrero aprendiz.

    De nada valió el entusiasmo inicial del entonces jefe de la SINA Michael Parnly, ni sus entrevistas con el artista. Una lectura imparcial de la pieza sería otra quimera. Una coyuntura favorable nunca se produciría. I Like America and America likes me terminó siendo un video como simulación de un proyecto frustrado; remiendo que nadie se atrevería a exhibir en una muestra oficial dentro de Cuba.

    Tampoco faltó una palmadita en el hombro, para que el artista inquieto volviera a casa como un Forrest Gump tropical, decidido a recuperar la tranquilidad en familia. Muchos encargados de borrar la memoria de lo inconveniente actúan tras bambalinas sin figurar. Salvar el pellejo exige dominar un repertorio de ardides.

    ¿Para qué demonios sirve la guerra en tiempo de paz? Matar elefantes no es lo tuyo, mi brother”, le recordaría a Marrero un cómplice sincero, cuando la tensión momentánea era el ocaso de una ansiedad.

    La antimilitancia de J.L.M dificulta la conversión en un mercenario ejemplar, Sus malabarismos artificiales solo evaden a la causa hogareña. Eso lo aparta de las orillas que viven del litigio. Fuera de los extremos locales, está fuera del juego.

    La falla de origen de J.L.M se localiza en un proverbio alemán como saldo de la atracción entre fascismo y comunismo: “Si no estás con nosotros, voy a aplastar tu cráneo”.

    Nadie duda que la Bienal de La Habana continua siendo el acontecimiento que los artistas cubanos (apocalípticos e integrados al entramado oficial) esperan. No existe otra cobertura legal para hacerse visible, probar fuerza, socializar con el turismo artístico y, por supuesto, tentar un espejismo gremial: vender.

    La Bienal de La Habana equivale a volar por los aires sin montarse en un avión. Procurar un lugarcito en la escena genera el placer de respirar nadando en tierra.

    La Bienal de La Habana promueve una secuencia de lobbys; disturbio organizado donde hasta las víctimas de los tiburones muerden anzuelos glamurosos.

    Hacia 2015, Jorge Luis Marrero les propuso a los comisarios de la Bienal de La Habana incluirse excluyéndose. Su intención para esta duodécima versión radicó en potenciar un hecho cultural. Al desestimar esta feria de vanidades, J.L.M optó por un gesto escapista: permanecer fuera del país todo el mes de su realización.

    Nadie me vio partir se limitó a la carta de invitación remitida desde México impresa, enmarcada y traducida al inglés. Eran dos cuadros en blanco y negro, montados a la entrada de las oficinas del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam. Esta “presencia” del “artista invisible” generó una controversia, donde prevalecieron los cojones suaves de miembros activos del Comité Organizador.

    Nadie me vio partir era una mueca de salón; eso que los custodios de la Institución Arte admiten mientras controlan. También era un verso de un poema de un libro del poeta y editor Luis Marré, padre del artista, fallecido en 2013. Más allá del pretexto sensiblero o mañoso, la fuga colegiada era un homenaje a la ausencia.

    A quién le importaría que la obra se exhibiera paralela a la bienal habanera en La Tallera de Cuernavaca donde el autor aguardaba deslocalizado, gracias al patrocinio de la Sala de Arte Público Siqueiros en Ciudad de México donde también se mostró. A quién se le ocurriría abandonar el pueblo cuando empieza la fiesta.

    El pornoarte hecho por nosotros está hecho para otros: la complacencia foránea.

    La desaparición como figuración simbólica se estigmatiza como una reacción absurda; desatino que ocupa un no-lugar en el acting del vedetismo irracional.

    Ya lo admitió un observador participante del manicomio difuso: “Ya el arte no está en el arte”.

    Un antihéroe es un redentor que dispara salvas a destiempo. Jorge Luis Marrero personificaría uno de ellos.

    ¿Será el peor relacionista público de su generación? ¿Existirá una virtud contemporánea más nociva para un buen artista? ¿La nomenclatura obviará el Sí que le dio a la injustamente reprimida # OO Bienal? ¿Le costará la aventura de “estar sin estar” (su propuesta de intervención figuró únicamente en la promoción de la # 00 Bienal) donde casi nadie quiso estar?

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