Antonio Rainy Maceo Silvestre: Ningún romanticismo en Little Havana

    Y yo me pregunto por qué no vivimos siempre en ese estado,

    prestando más atención a las cosas,

    y qué cambio supondría ello en nuestras vidas.

    Stephen Shore

    Uno debe tener al menos una seguridad:

    la de ser dueño de su propia muerte

    y poder elegir el momento y el modo en que haya de producirse.

    Cuando tienes esa seguridad, puedes aguantar mucho.

    Milan Kundera

    Hemos llegado a un punto del que no se regresará. Está funcionando así, está dando resultado, las preguntas dejarán de tener sentido. Preguntas, por ejemplo, como estas, que tuvieron lugar durante una conversación en línea desde una plataforma llamada Zoom donde yo no sabía si los otros eran reales o, peor aún, si yo era irreal. Las preguntas son las siguientes: ¿Por qué es importante para ti contar historias de inmigrantes? ¿Cuál es el problema de inmigración más importante para ti en este momento? Para esas preguntas no hay respuestas. De haberlas, no serían respuestas sino algo parecido al mohín de la boca torciendo los labios hacia abajo. ¿Importa eso realmente?

    Igual pensé responder con una tercera pregunta: ¿qué estoy haciendo aquí? Porque la verdad es que no hay nada que hacer, ni aquí, ni allá, ni acullá. Frente a la inmovilidad no hay nada que hacer. Estoy, por supuesto, enumerando estados que luego se explicarán solos a través de imágenes y palabras. Otra cosa que hubiera respondido sería: yo pienso que se trata, precisamente, de olvidar (cero palabra, cero pensamiento). Lo que uno hace es tratar de olvidarlo todo desde el mismo momento en que empieza a ocurrir. En mi caso, practico una escritura de la adaptación. La adaptación consiste en olvidarlo todo. Después lo recuerdo de otra manera y entonces se me hace digerible. Al resto de los seres humanos que emigran o se trasladan les pasará algo similar.

    Me quedo en el vacío calmada, la mente en blanco, no recuerdo los males de la república ni el meteorito del capital, explotando a mi lado el 15 de enero del año 2015, cuando puse los pies en la rampa del aeropuerto internacional de Miami. Siento una paz absoluta yendo al mercado a comprar platanitos (diminutivo cubano) cinco años después del descenso, para que mi hijo acompañe sus comidas igual que yo acompañaba mis comidas. No recuerdo el año 2015 ni el año 2016. Esos años tienen una cruz de mierda de gato encima, como dicen los mayores. Es entonces que desplazo la yema del dedo hacia abajo (nunca había visto esa palabra en inglés hasta que la fotógrafa Evelyn Sosa me dijo un día: estoy aquí, haciendo scroll) por la pantalla de un dispositivo telefónico sofisticado y tropiezo con… la Caja de Pandora.

    Serie Little Havana / Foto: Rainy Silvestre
    Serie Little Havana / Foto: Rainy Silvestre

    Las fotos de Rainy Silvestre (Matanzas, 1975) me cogieron por el cerebelo y me llevaron de regreso (con movimiento automático) a un pequeño cuchitril mal llamado estudio en la calle Antonio Maceo, entre la 9 y la 10 avenida, paralela al Goodwill de la 8 y la 10. El estudio olía a sicote mezclado con Micocilén, un olor a viejo mortal, a persona vieja moribunda, a nalga con escara, a catarro seco; que no se iba ni con velas de cítricos, ni con aceites de Cool Water, ni con inciensos de pachulí, ni con cloro, ni con el mejor aromatizante del mundo. Yo no podía creer que aquella calle 6 del Southwest se llamara Antonio Maceo. Ponerle un nombre semejante a un punto cardinal semejante demostraba que lo épico se había convertido en dramático y que lo lírico era entropía.

    Iba por ese camino vertiginoso, el de las fotos de Rainy Silvestre, cuando los recuerdos comenzaron a aflorar. Ni sé por qué traigo flores a una oleada de esquirlas y de escombros, a un detrimento de vida en lugar de sobrevida. La habitación cuadrada (es un eufemismo llamarle estudio a aquel cuadrado perfecto que olía a hipotenusa) era la tercera en un pasillo de cuatro habitaciones a ambos lados, como la mía, cuadradas. Este recuerdo podría no ser mío, es un recuerdo robado de hace 20 años cuando los cubanos llegaban a Miami sin que nadie los estuviera esperando. Es un recuerdo de hace dos segundos cuando cualquier ser humano llega a Miami sin que nadie lo esté esperando. Es un recuerdo de Rainy Silvestre, que se tuvo que ir de Cuba sin ver nacer a su primogénito, que dio más vueltas que un trompo en las calles rimbombantes, coloridas, de Little Havana. Que vivió aquí, allá y acullá: la calle 6 de Little Havana se llama Antonio Maceo.

    1998: efficiencies, apartamentos estrechos, un hotel de rentas por semana (en la peor época), el interior apretado de un automóvil (casi, casi), más vueltas que un trompo plástico. Yo nunca he bailado un trompo pero fui un trompo bailando en aquel cuadrado perfecto donde escuché, a través de las paredes, la voz medio vencida de un Antonio Maceo extraño, extranjero, cocinero, cashier, vendedor de flores, perdedor, preguntando: ¿aprendiste a morder el cordobán? Y sí, yo sabía morder el cordobán, pero este cordobán tenía sus propias medidas, su propia inteligencia y su propio lenguaje. Este cordobán me era desconocido y, por tanto, difícil de morder. Dicho mal y pronto, Antonio Maceo fue un hombre del siglo XIX en Cuba que debe haberse preguntado varias veces ¿qué estoy haciendo aquí? pero en una proporción distinta a la que se lo pregunta Rainy Silvestre en sus fotos, aunque ambos, estoy segura, lo disfrutan.

    Serie Little Havana / Foto: Rainy Silvestre
    Serie Little Havana / Foto: Rainy Silvestre

    No conservo ninguna imagen de esa época, las borré todas a propósito, para no acordarme nunca. Conservé a mi gata pequeñita fotografiada con un teléfono que también me robaron. Sin embargo, la gata quedó viva en una nube. Gente buena y gente mala me pasaron por al lado, las buenas se quedaron muy cerca de mí y de mi vida privada, como debe ser. Eliminé las fotos de mi cuenta de Instagram pero eso no me bastó y eliminé también la cuenta. Después de un año volví a abrirla y ahí estaba la página, blanquita como el coco, para empezar de cero. Fue un poco después que apareció Rainy Silvestre para joderlo todo. Para dejarme despierta toda la madrugada pensando que tal vez exageré porque mira qué perfecta se ve Little Havana en las fotos de ese tipo.

    Los fotógrafos, ya se sabe, te cogen la baja enseguida. Te arrastran a sus mundos de ángulos maravillosos, alucinantes, increíbles, sin preocuparse por verte colapsar. Uno colapsa y cae. Uno cede a la belleza, cede al caos. Lo curioso es que Rainy Silvestre no parece manipular nada, el caos es la memoria. No trata de afectarte, parece, se queda a la sombra de un cielo protector (¿falso techo?) y te mira sin maldad como si no supiera que uno está ahí dispuesto a caer redondo. Yo caí redonda y sigo cayendo. El abismo parece infinito con cada nuevo paisaje, constituido siempre por uno o dos o tres elementos. La carga semántica se sostiene sobre fachadas, colores, carritos de compra, una silla vacía, una puerta abierta, una puerta cerrada, un hombre asomado, un perro distraído, un número, una ventana, un tanque de gasolina, una bandera, un mensaje de Antonio Maceo (digo, de Jesucristo), una palabra raimbow, un aire acondicionado de caja, una escalerilla, una drugstore, una escultura religiosa, un anuncio de rebaja, un árbol, la sombra de un árbol, un automóvil tapado, una esquina triste.

    Rainy Silvestre y Antonio Maceo juntos, a la deriva en Little Havana, guapos y fajados como dos roommates de la escuela no-cubana de fotografía. Pienso en la escuela de fotografía de Miami, ¿eso existe? Las direcciones particulares que hay que facilitarle a la oficina de inmigración cuando uno va a sacar la residencia después del año y un día o cuando uno va a sacar la ciudadanía después de cinco años. Antonio Maceo y Rainy Silvestre durmiendo juntos en la misma cama, una cama temporal. Los primeros meses pasan rápido, tú verás que todo pasa: la gente repite eso como cotorras de la Isla de la Juventud, aquella islita perdida en el mapa de una ínsula más grande y más perdida aún. Por dentro uno piensa: pan para la cotorrita.

    Antonio Maceo duerme para la cabeza y Rainy Silvestre duerme para los pies, la cama no sale en las fotos. En la oficina de inmigración, al norte de Little Havana, tomando el autobús en la parada de la 8 y la 17, el oficial le pide a Rainy Silvestre sus datos y se da cuenta de que sus direcciones se circunscriben a Little Havana: la calle 3 y la avenida 11, la avenida 17 y la calle 3, la calle 14 y la avenida 17, el parqueo de un McDonald del que escribí hace poco. Delirante, dice el oficial, pero en inglés. Por eso Little Havana sí y Hialeah no, otra ciudad del condado donde también se asentaron los cubanos y los emigrantes latinos en general, una vez cruzado cualquiera de las fronteras de los Estados Unidos, terrestres, marítimas o aéreas.

    Serie Little Havana / Foto: Rainy Silvestre
    Serie Little Havana / Foto: Rainy Silvestre

    La tradición poética y el canon literario norteamericanos patentaron hace siglos que abril es el mes más cruel, un mes que cría lilas de la tierra muerta, mezclando memoria y deseo, removiendo turbias raíces con lluvia de primavera. También yo, en el año 2016, estuve segura de eso. Nunca había escrito al respecto por no levantar sospechas en mi propia querida mente, no quería despertar ningún recuerdo, aunque uno sabe separar las cosas y escribir de manera tal que lo uno siga separado de lo otro. Pero el año 2016 no hay manera de separarlo. Rainy Silvestre tal vez lo supo, desde el primer mensaje que le envié fascinada, pisoteada, fascinada, pisoteada, desesperada. Estaba desesperada por una foto de él para la portada de mi próximo libro sobre Miami en Rialta Ediciones y esa foto era un paisaje de Little Havana. Ya desapareció el lugar. Lo visité hace poco y la casa no existe. Solo hay un terreno baldío donde supongo construirán algo nuevo. Mi libro de aventuras junto al libro de fotos de Rainy Silvestre (que cuenta con más de una docena de fotografías excepcionales, yo diría resplandores) como dos roommates en la misma cama, una cama personal.

    Las fotos de Rainy Silvestre, a las que su autor añade, no por gusto, fragmentos de libros de Milán Kundera, otro exiliado ¿romántico?, no son postales típicas y tampoco escenas extraídas de la realidad. Poseen el dolor del color brillante mezclado con una pausa en el tiempo, un detenimiento mágico creado por un artista omnisciente. No se mueve ahí ni siquiera lo cinético. No se mueve, pero está vivo. Help me, Antonio Maceo, explícame qué sucede en la mente de tu roommate. La belleza es un dolor. Rainy Silvestre: fantasma.

    No lo menciono con gracia, me siento incluso ofendida. En más de una foto me he visto, cruzando la calle en bicicleta mientras Rainy Silvestre se detiene, lúcido, asintomático (fotografía viral), capturando el momento en que desaparezco y queda solo un automóvil cubierto por una lona en la calle 6 y la avenida 15, delante de una pared azul y de unas banderitas norteamericanas, borrosas, que el viento hace temblequear. Se trata de una experiencia, tanto para Rainy Silvestre como para mí. Una experiencia problemática. El paso de un ser humano por un espacio foráneo al cual, en realidad, pertenece (por decisión propia o por azar). Hay ocho banderas en la foto, Dios mío.

    Serie Little Havana / Foto: Rainy Silvestre
    Serie Little Havana / Foto: Rainy Silvestre

    Mi problema con Rainy Silvestre surge de una obsesión, de una demencia. El equilibrio en sus fotos, las fotos de Little Havana, es tan psicótico y escalofriante como comerse la uña de un dedo (casi, casi) podrido. El dedo se está pudriendo, por causa del detergente y del agua caliente constante, pero uno no deja de halar la cutícula, arrancando la uña al ras, todos los días a las seis de la mañana. La regularidad del asunto, el tiempo cronometrado, el nivel en el rodapiés imaginario de cada foto, permite que mi cerebelo, antes falto de memoria (información), comience a reconocer (con movimiento automático) un campo interlocutor. Puedo hablar con él de tú a tú. La conversación, por supuesto, es una conversación fantasma. Little Havana: coming soon.

    No sé si he notado que su obra fotográfica dista mucho de la tradición cubana. Hay algo en lo tradicional cubano que tal vez no me atrae lo suficiente, algo que ni siquiera veo. He notado un resplandor, un ojo miope-estacionario en el paisaje urbano, una arquitectura bucólica de la ciudad, si es que los contrarios se soportan. Rainy Silvestre está lejos de Cuba, su geografía y su fotografía residen en otra parte. Entre tanto, Little Havana tampoco es Little Havana. Lo que hace que Rainy Silvestre haya captado un paisaje caracterizado por el ruido, la música, la pobreza, la autosegregación, la violencia (además) y la dignidad acérrima, devolviéndolo a la elegancia de una paz de tiempo muerto, es el sentido de extrañeza, la veracidad del punto ciego: un ojo que no pertenece pero que sí pertenece. ¿What?

    Aquella cosa geométrica invariable, de ciencia exacta, aparece en la obra de Rainy Silvestre igual que la calle 6 se llama Antonio Maceo. No podía, a la larga, llamarse de otra forma. Yo no podía, a la larga, encontrar un alquiler que no fuera en esa calle. Help me, Antonio Maceo, explícame por qué insistes en dormir en una cama, ¿aprendiste a morder el cordobán? Un quiebre en la realidad que no la distorsiona sino que la transforma, suavemente, absolutamente. Fotografía fantasma de Miami, demasiado norteamericana para ser romántica y viceversa. Quise decir demasiado postmoderna, demasiado clínica y limpia. Fotografía no-cubana de Miami. Fotografía para dejarme despierta toda la madrugada pensando que sí, que exageré, porque mira qué perfecta se ve Little Havana en las fotos de ese tipo.

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