¿Quién invitó a Miami? Un discurso miamense sobre las reglas de división racial en Los Ángeles

    Abel me habla desde la funesta ciudad de Nueva York con mucha simpatía. Él quiere que traduzca un texto mío del inglés al español para la revista. Le digo que sí, aunque no veo la posibilidad de traducirlo tal cual. Ya sé que me faltará una palabra imprescindible: Brown. En español, la palabra se fragmenta: mulato, mestizo, trigueño, moreno, jabao —aquí agrego un etcétera que se multiplicaría por los grados de cada país, idioma y siglo. En cambio, lo que yo necesito es una sola palabra fluida —a veces referencial, basada en la piel; a veces simbólica, basada en prácticas— que recoja todos esos fragmentos. Y no la hay.

    No importa. Acepto el reto en calidad de repentista: los músicos arrancan y empiezo a caminar de un lado para otro en mi cuarto alquilado de Los Ángeles, haciéndome preguntas terminológicas y multiplicándolas por investigaciones en línea. La respuesta que se me ocurre es la inversa: no voy a traducir la palabra, sino al lector, a mi amigo Abel. Voy a cruzarle para este lado donde, forzado a respirar bajo el agua, entenderá el contexto y le nacerán la palabra y su significado.

    Ya casi es momento de soltar el primer verso y no me queda más remedio que entrar en el tema.

    ***

    En plena fiesta les presento a Abel —recién llegado de Cuba— a mis amigos angelinos. Entre chistes y quejas la conversación se menea hacia lo sociológico, y noto la sorpresa de Abel. Sus preguntas y comentarios revelan que hay cosas que no le están cuadrando, referentes que han desaparecido o se han disfrazado.

    Ya nos hemos tomado cuatro o cinco cervezas cada uno cuando entramos en la pregunta de cómo me afecta a mí la raza en Los Ángeles.

    Antes de responder, miro a Abel. No lo sabe todavía, pero en pocos días, como efecto secundario de su venida, dejará de ser blanco. A pesar del color de su piel, algo —el acento, el color del carnet, la anchura de la nariz— lo marcará. En solo unos días—lo suficiente para empezar a entender cómo lo pueden interpretar en este país— será un tipo Brown más, sentado conmigo en un café, o dando una vuelta en un parque de Boyle Heights donde no pasan ni blancos ni negros —protagonistas del conflicto. Como nosotros estará flotando: un espectro del espectro.

    Empezará a ver que la cuestión de la raza, la pregunta que me acaban de hacer en inglés americano, es algo intraducible, algo que no se puede extraer de su contorno. Verá que el asunto es una cuerda de alta tensión entre los blancos, herederos de los amos, y los negros, herederos de los esclavos: así de tirante, así de histórica, así de actual, así de simplista. Todavía es muy temprano, pero con el tiempo pasará de contemplarlo a experimentarlo: le pasarán cosas y verá otras —enfrentamientos de intensión variable con una estructura repetitiva—que le provocarán de nuevo la pregunta de cómo afecta la raza a todo el mundo aquí.

    Arien Chang. Protestas en Nueva York.
    Arien Chang. Protestas en Nueva York.

    Y entonces entenderá que la pregunta que me están haciendo sobre cómo me afecta la raza —es decir, la diaria interpretación de mi raza y el trato consecuente— es, realmente, si gozo de los privilegios del heredero del amo o si sufro como los herederos de los esclavos. Si me tratan como blanco o como negro. Y, en última instancia, están preguntando cómo me tratan los blancos.

    Pero a mí no me interesan los blancos tal cual; y no les voy a dar una respuesta tan fácil a mis amigos, porque no la hay.

    ***

    Les advierto a mis amigos angelinos que voy a responder a la pregunta en miamense. Que lo que voy a decir les parecerá extraño. Pero que mi intención no es confundir, sino contestar y enseñarles cómo formó mi respuesta el lugar donde me hicieron. Quiero describir lo peculiar de ese lugar. Quiero comunicarles que existe otro lugar —otro planeta, casi, de reglas maleables— donde la percepción de la raza funciona de otra manera.

    Les recuerdo que soy miamense: que me llamo Yoán —que en mi ciudad las actas de nacimiento están en inglés, pero no los nombres— y que, como pueden ver, tengo un tatuaje a lo largo del dedo índice que dice «305», código telefónico del lugar donde nací y crecí.

    Alguien que no conozco me interrumpe —tiene afán de colocarme en mi sitio sin dejarme ni empezar— y le digo que no, que no soy de la playa. El tipo quiere que le responda como carnicero, que trocee la ciudad para darle el pernil de mi casa a fin de ver si la carne está buena o no. Sin haberla probado. Hago precisamente lo contrario y le entrego todo el animal vivo: soy de Miami, de toda Miami.

    No tiene sentido nombrar los barrios en los que he vivido, aislándolos, porque hay una realidad que los trama siempre con los demás: en Miami tienes que hablar español. En el trabajo, en la escuela, en casa o en la calle, tendrás que hablarlo. Una vez, les cuento a mis amigos, se me acercó un turista solitario, mapa en mano, y su primera pregunta fue que si yo hablaba inglés. A lo mejor me confundió con la mayoría de los residentes, quienes nacieron fuera del país: esos tejedores que imponen la necesidad de saber español en Miami.

    Pero no, yo sí soy miamense, de los que se hacen en casa. Y nosotros —aunque algunos no sepan articularlo— conocemos la fluidez: aunque a ojos del turista parezcamos ser una cosa, en realidad somos muchas, y estamos preparados para responder de cualquier forma. Es tan fácil como cambiar de canal.

    Fíjate que Miami no es como Los Ángeles, donde puede que necesites el español. La gente piensa que Miami y Los Ángeles son iguales —ambas ciudades grandes y variopintas de Estados Unidos, pautadas por palmas y discotecas. Pero claro que no lo son. En Miami, nuestra gente —millones de encarnaciones de lo Brown— vienen del mar; nuestros árboles son más cortos y más gruesos; más anárquicas son nuestras discotecas. No son lo mismo. En Miami, tienes que saber hablar español o terminarás en un callejón sin salida, como aquel turista.

    Sobre todo, cuando miras bien los detalles (por debajo de la superficie de unas vacaciones), te darás cuenta de que Miami no se parece a Los Ángeles en nada. Miami es donde yo estudié con «chinos» que hablaban el inglés con acento jamaiquino. Es donde tuve un amigo de piel blanca que es argentino y cubano, aunque nació en México y se crio en Miami. En el resto del país —por ejemplo, aquí— lo antedicho es demasiado complicado; ni la gente ni los formularios lo conciben.

    Una amiga interrumpe para preguntarme si ese amigo mío pasa por blanco —una pregunta que quiere colocar a mi amigo en algún sitio a pesar de lo que acabo de decir: el tipo no tiene sitio. El tipo es muchas cosas que salieron de muchas partes. Para que no piense que le estoy esquivando, le digo a la inquisidora que sí: en Los Ángeles, pasaría por blanco. Por lo menos hasta que sepan su nombre.

    Pero su pregunta no tiene sentido para alguien de Miami, donde no hay verdaderos blancos por los cuales pasar… Los verdaderos blancos son, en el mundo que habita la pregunta original, los herederos de los amos. «Los que no están marcados», le aclaro a Abel. Eso no existe en Miami. De hecho, lo más cercano a esos blancos serían aquellos turistas perdidos. Imposible confundirnos con ellos.

    Puede parecer mentira, pero en mi planeta casi no hay blancos.

    Les cuento, por ejemplo, sobre la Señora Ruiz, mi profesora de inglés en el grado 11. El primer día de clases, la maestra «blanca» —ya llevaba suficiente tiempo en Miami para saber que debía y que podía articular su situación— nos explicó que, a pesar del apellido, no hablaba bien el español porque era de la isla de Trinidad. Se había casado con un boricua. A nadie en aquella clase de inglés le pareció raro que ella calificara su nivel de español. A mí tampoco me pareció raro que ella fuera trinitense y que estuviera casada con un boricua, porque mis vecinos de en frente eran por entonces un matrimonio boricua-bahameño. Y la supuestamente «blanca» Señora Ruiz nos hizo leer Native Son y Cien años de soledad. Imposible que ella fuera blanca —ni en el currículo lo era. A lo mejor sus antepasados sí lo habían sido, pero empezaron a dejar de serlo cuando llegaron a Trinidad.

    Así que no, mi amigo de piel blanca no es blanco. Ni pasa por blanco tampoco. Es argentino como su madre, y su padre es cubano, pero él nació en México. Y se crio en el 305. La respuesta no es tan sencilla allá en Miami. Tampoco la forzamos.

    Entiéndanme, les digo a mis amigos: «Tu pregunta me sorprende porque mi punto no tiene nada que ver con los blancos, que no pueden ser el eje, el núcleo, la base, o el grupo de control de cada conversación que trate de la raza».

    Estoy señalando cierta fluidez. En Miami, una cara asiática puede ser jamaiquina (que en otros lugares siempre es sinónimo de negro); una cara blanca puede ser indocumentada (que en otros lugares siempre es sinónimo de Brown). Miami es un planeta donde una mujer de piel blanca puede decir «it’s makin’ hot» —frase trinitense— para describir el calor.

    Entonces, fíjense, la pregunta original sobre cómo me afecta la raza es menos pesada de lo que parece, porque en mi ciudad la forma en que me van a percibir no se da por sentado, ni tampoco la forma en que yo les percibiré. Cuando nos visitan personas más curiosas y terminan al lado de nosotros en lugares que no están en los mapas, se sorprenden sobre todo por el trato familiar —abrazos y besos, uso común de pipas— entre razas. Criados en este país y conscientes de la tensión, les resulta imposible lo que están viendo. Si exagero al decir que en Miami se celebra el matiz, no lo hago al decir que es tan legible como discutido. Los que allí nacen se sienten en casa con mezclas, con matices de cualquier tipo. Para nosotros todo está mezclado.

    Y esto complica, verdadera y correctamente, los estereotipos raciales. Los hace inútiles. No, ella no es blanca. No, ellos no son chinos. ¿Por qué estás tan seguro sin haberte acercado? Proceder de esa forma te hace ver desinformado, inculto, ciego a los matices. Significa que no sabes ni dónde estás parado, y eso da pena.

    ¿En qué otro lugar de Estados Unidos pasa algo así? No sentí esta fluidez en Nueva York, donde pasé tres años. Y parece que se me esconde en Los Ángeles, donde llevo cuatro hasta la fecha. Miami es tan in-americana —mejor dicho, tan in-estadounidense— y tan caribeña, en el sentido de estar racial, social, lingüística y culturalmente mezclada, que los estereotipos raciales ahí se vuelven dudosos, inútiles. No digo que lo sean en teoría. Digo que en la vida cotidiana fallan, y demuestran su inutilidad.

    Ahora, tampoco estoy diciendo que Miami es un paraíso postracial. Incluso allí el racismo asoma la cara. Cuando yo tenía 19 años —yo que no soy ni blanco ni negro— un policía me detuvo a las dos de la mañana. En los 15 minutos que duró la detención, el policía —claramente un sureño blanco, no miamense— me amenazó con golpearme en la calle hasta que sangrara. Así, razonaba él, yo aprendería la diferencia entre los colores amarillo y rojo, ya que la sangre —rojo como la luz— significaría «para». Se reía mucho él.

    En otra ocasión, pasó algo con un snowbird —blancos del norte que se jubilan en Miami. Estaba visitando el Vizcaya Museum and Gardens cuando empecé a hablar con el tipo, que trabajaba ahí. Al saber que yo había nacido y crecido en la ciudad de Miami —una rareza, según él— me dijo que yo mismo debía estar en una de las vitrinas. Se rio mucho él también.

    Sería ingenuo decir que no hay racismo en mi esquina del país. Pero me consuela saber que cuando escucho este tipo de cosas, raramente viene de la boca de alguien nacido y criado en Miami. Típicamente es alguien que no fue a la escuela y jugó en las calles de un mundo heterogéneo: cambiando acentos, cambiando dialectos, cambiando idiomas. Siempre estábamos aprendiendo palabras distintas para la misma cosa, o dándonos cuenta de que la misma palabra significaba cosas distintas. La comunicación entonces consistía en desarrollar una conciencia de cómo hablaban tus amigos —una conciencia de quiénes eran— para que te hicieras entender. Éramos intérpretes todos. ¿Sorprende que ahora tengamos la mente abierta, que no nos pese tanto la pregunta?

    Intento por última vez ilustrar el ambiente de mezcla y fluidez para mis compañeros de fiesta. La última vez que estuve en casa fui con mi padre a Chef Creole, un restaurante haitiano en un barrio haitiano. Era Navidad y hacía calor. Una mesera negra nos atendió en español a pesar de que mi padre y yo charlábamos en inglés. Miami: dos hombres latinos (de colores distintos) hablando inglés son atendidos en español por una mujer negra que les ofrece platos haitianos. «Yes, absolutely: dame el pesca’o, por favor, y una cervecita también. Gracias».

    William Riera. Altares Urbanos en Miami.
    William Riera. Altares urbanos en Miami.

    A mis amigos esto les parece extraordinario, pero no lo es. ¿Por qué debía de hablarnos en inglés y no español o kreyòl? Si no hubiera funcionado, simplemente habría cambiado de idioma. O lo habríamos hecho nosotros. Y, en primer lugar, ¿por qué tendría que ser haitiana? Quizá fuera de Senegal. Sin embargo, una cara negra en un contexto haitiano habló español. ¿Cuál es el problema?

    ***

    El problema, escrito en sus caras, es que todo esto frustra las reglas de Los Ángeles. Mis amigos, apartados de la mesa ya, tirados en el sofá y en el piso, sospechan de aquella fluidez. «Jamás en Los Ángeles», protestan. «Eso nunca pasaría aquí».

    ¿Les puedo culpar? Me refiero a los angelinos de toda la vida, los que nacieron y crecieron aquí: forzados a hablar inglés en la escuela, continuamente denigrados, desalojados, y hasta borrados por gente que piensa que el centro geográfico de Los Ángeles es Hollywood. Por gente que piensa que el verdadero «centro» es el límite oriental de la ciudad. Esto último les hace reír tanto como les enfurece: «Si ahí termina Los Ángeles, ¿dónde chingados crecí yo?»

    No los culpo por su incredulidad —me la esperaba— porque ya escuché muchas veces sus cuentos; cuentos de su mundo inflexible entre incendio y mar. Y les recuerdo que no es mi intención minimizar sus historias. Solo les digo que hay algo más… —si no, ¿para qué me preguntan?

    Lo que pasa es que mis amigos angelinos son eso mismo: angelinos. Esta ciudad los hizo. Luego, no están acostumbrados a pasar el día reinterpretando las reglas de la percepción racial. Para ellos la superficie es suficiente: un grupo de blancos en el barrio chino solo es lo que parece ser —nada más, nada menos. Es lo que parece ser: algo muy cómodamente fuera de su lugar.

    Me explican, con rigidez ensayada, la misma disección aérea que llevo años escuchando. Los Ángeles funciona así: el Westside es blanco; South Central es negro y Brown; East L.A. es mexicano, y el Valle de San Fernando es una mezcla, pero ellos no cuentan (por vivir al otro lado de la montaña). Y, como miamense, no quiero hacerles caso, pero no tengo alternativa. Ellos también tienen un sinfín de ejemplos fehacientes de cómo funciona su ciudad. Mientras escucho, asiento con la cabeza.

    Acepto que Culver City es hella —o sea, supremamente— blanco, y que, por otra parte, no se ve ni un blanco en el barrio de Florence; que El Mercadito bien pudiera ser México, y que, si lo pienso bien, tendría que confesar que nunca voy hasta el Valle. Siguen compartiendo historias, haciéndose más convincentes. La fórmula que describen —eso que subyace en la susodicha disección y en cada anécdota— funciona como una profecía autorrealizada, pero una que ellos no escribieron y que tampoco piensan que valga la pena editar, mucho menos a diario.

    Así que los entiendo: Los Ángeles es rígido y segregado. Hay reglas. ¿Qué clase de angelino viaja de Reseda a West Hollywood, luego hacia Inglewood y Huntington Park o Boyle Heights? Un angelino va para donde está su gente —cuento acabado.

    Aun cuando consideramos la elección y el tiempo libre, Los Ángeles sigue igual de rígida: es una ciudad en que se evade al otro (por la inquietud que esto implica) y se busca a los nuestros (por la tranquilidad que esto implica). Todo esto está en las reglas, y los angelinos saben seguirlas al pie de la letra.

    Por eso, mi novia Sonya —una chicana Brown— sabe que le mirarán de reojo en un supermercado de Marina del Rey; por eso, prefiere hacer fila para comprar bolillos y conchas en la Cuatro y Soto; por eso, le molesta ver a los blancos caminando por Highland Park y los demás barrios latinos de los cuales ha sido desplazada. «Qué cómico que no sean parte de Los Ángeles hasta que lleguen ellos», me dice.

    Tengo que asentir: Los Ángeles es un lugar rígido. Pero —se me escapa lo miamense— creo que se puede doblar, que se pueden doblar sus reglas, que no tiene que ser así.

    Mis amigos piensan que me paso de optimismo.

    «Güey, ¿fluidez? ¿Quieres que seamos abiertos? ¿Lo son con nosotros cuando nos miran así? No puedo salir de mi barrio sin correr el riesgo de ser juzgado a pesar de que —por alguna razón— ellos sí pueden entrar en el mío como si estuvieran invitados. Como si pertenecieran aquí. Como si hubieran estado aquí siempre. Y ahora me pides que salga, que platique con ellos. ¿Eso quieres?»

    La respuesta es sí, pero me callo porque entiendo que están enfrentándose a gente que ni siquiera les ve —gente que piensa que los barrios del Westside son toda la ciudad de Los Ángeles, hasta que «descubren» algo fuera de ese perímetro, donde vive el resto de Los Ángeles. Por ejemplo, el cruce de Crenshaw y Slauson, tras el asesinato de Nipsey Hussle.

    Bebiendo con mis amigos y mi novia —todos pobres, colmando un estudio esta noche— y considerando sus argumentos, no lo puedo negar del todo: ¿cómo voy a saber yo, en realidad, lo que significa haber crecido y haber sido formado en medio de tanta rigidez?

    ***

    Me parece difícil pero no incognoscible. De hecho, cuatro años son suficientes para que empieces a sentir los efectos de esa rigidez. Para que una colega en Westchester suponga que vives en East L.A. porque eres latino, o te llame por el nombre del único otro latino. Para que la gente empiece a suponer cualquier cosa en voz alta y a la cara. Todo en orden.

    Durante unos meses toqué en rumbas detrás de Leimert Park. Pero —no pueden imaginar cambio más drástico— un día la rumba fue en Venice. Nos encontramos en el Rose Avenue Pier: ocho tipos Brown o negros cantando y tocando instrumentos de madera y cuero. Pronto una mujer salió de la muchedumbre de turistas con cámaras para declarar su amor por la música «brasileña».

    Al escucharle todos caímos de cierto nivel de transcendencia musical —lo que también es una especie de fluidez— y pusimos los ojos en blanco. He ahí las reglas funcionando. Algunos sacudimos la cabeza, sonriéndonos por la combinación de su orgullo y su equivocación. ¿Por qué estaría tan segura —tenía un tono muy seguro— de que tocábamos música brasileña? Si ella hubiera tenido un mínimo de información sobre los ritmos, o reconocido los idiomas de las canciones, habría sabido con certeza que no era música brasileña.

    ¿Qué le hizo pensar eso? ¿La gente Brown tocando tambores? ¿Habría visto algo similar en un viaje a Brasil, o en la televisión? Aunque así fuera, ¿por qué concluir algo tan precipitadamente? ¿Por qué no preguntar, o saludar…? Era una rumba, no una presentación.

    Cuando me pasan cosas así —empezaron a pasarme en Nueva York— siento que mi conexión con Miami se está apagando. Siento, en cierto modo, que me estoy convirtiendo en un estadounidense y que necesito resistirme a ese cambio.

    Rainy Silvestre-Pérez. Pequeña Habana, Miami.

    Mis amigos siguen hablando, pero dejo de asentir.

    ¿No han reparado en los puntos de fluidez, incluso dentro de esas creencias cementadas, y a pesar de esa masa de experiencias que los contrarían? Los puntos de fluidez que ni siquiera las autopistas que segregan la ciudad han podido contener.

    Tal vez equivocadamente convencido por el alcohol y mi ADN alienígena, me atrevo a decirles que Los Ángeles puede sorprender. Puede sorprender hasta a los angelinos de toda la vida. Las reglas —esas interpretaciones de quiénes van dónde y qué tipo de gente han de ser— son maleables. Yo sé que lo son porque siempre se están doblando en Miami. Lo sé porque me la paso doblándolas dondequiera que vaya.

    Pues sí, el Westside es blanco, pero ¿conoces el restaurante negro-jamaiquino —fíjate, estos términos no son sinónimos— en Venice y Robertson? Sí, South Central es sin lugar a dudas negro y Brown, pero justo ayer vimos a un muchacho blanco corriendo descalzo por Crenshaw. Y sé que East L.A. es mexicano, pero ¿no hay guatemaltecos en esta misma fiesta? Tu amigo, ahí, ¿no es mezclado? Y a lo mejor el Valle es aburrido, o está lejos, o como quieras, pero te puedo llevar a una tienda de tacos en Magnolia que se parece a las de Alameda, Lincoln, César Chávez y Manchester.

    Sacuden las cabezas: «Esas son las excepciones; no la regla», me dicen. No quiero discutir con ellos, pero ya perdí la calma con tanta regulación: «Solo por ser excepciones no son menos reales».

    Todo lo que viola las reglas raciales en Los Ángeles, como en cualquier otro lugar, es real. Y no debes caer en la trampa de minimizar solo porque son excepciones, ni de simplificar para cumplir con las reglas. Jamás vas a conocer los lugares y la gente que encarnan estas excepciones si los descartas como irregularidades o, peor, los redefines con conceptos que destruyen su multiplicidad: por ejemplo, diciendo que uno «pasa por blanco» —o incluso que uno es un «coco»; el otro, un «oreo», y la otra, una «banana», es decir, blancos por dentro. Todos estos términos se basan en lo blanco, y empujan a la gente hacia lo blanco —lado que nunca les aceptará porque están marcados.

    Vale la pena y el tiempo conocer estas excepciones no solo porque son reales —sino porque son la realidad. Esto no es una película. No hay ningún espécimen puro que es definido por —y que a la vez define— unas reglas inflexibles. Las reglas tienen que ser flexibles porque la realidad está completamente doblada, torcida, chueca.

    ¿Cómo me afecta la raza? Te estoy diciendo cómo no me afecta. No me detiene antes de comenzar. No me impide conocer ningún lugar. No me impide saludar ni hacer preguntas. No me impide entrar en un callejón que me entregará a una conmoción polirrítmica de tambores que puede terminar Dios sabe dónde. ¿Cuánto durará la canción? ¿Quién más vendrá? ¿Me cobrarán la cerveza que me dieron? ¿Quién pasará lentamente en un carro? No sé. Veremos.

    Pero —Dios mío—, inmediatamente, me quieren complicar mis compañeros de fiesta. Sí, me dicen, eso está bien, pero tú solo entras en ese callejón porque eres cubano. Con esto, Abel se ve plenamente confundido. Estará pensando que acaban de robarle la identidad para ponérmela a mí, sin que ninguno de los dos lo pidiera. Ya está sintiendo el peso y los efectos del contexto en que lo traduje.

    «Güey, tú oyes los tambores y conoces el ambiente. Lógico que te metas».

    Ahí está. El proceso angelino, instintivo e inevitable, de la clasificación. La verdad, me sorprenden con esa respuesta. Pensaba haber avanzado en el discurso. Por un momento reconozco que a lo mejor estoy equivocado. A lo mejor solo busco lo familiar, que es exactamente lo que estoy criticando en mis amigos.

    Pero no. No estoy mal, porque hubo una primera vez para mí también. Una primera vez en que no conocía a nadie. Una primera vez en el callejón. Me tocó acercarme a unos desconocidos y preguntar si estaba bien quedarme entre ellos. Felizmente, aprendo y me adapto rápido. Pero eso no es más que la ciudad flexible que llevo adentro; una ciudad que me enseñó a improvisar.

    Serie Little Havana / Foto: Rainy Silvestre
    Rainy Silvestre. Little Havana.

    Al fin y al cabo, con el sol entrando por las ventanas —mi hermano, otro miamense, no tiene cortinas—, solo puedo dar las gracias a mis amigos. Pues, aunque sigo en desacuerdo con ellos en términos de cómo la raza podría afectar nuestras vidas, no tendría nada que decir, ni nadie a quien dirigir la palabra, sin ellos. No tendría la vista de pájaro ni las historias callejeras de Los Ángeles. No conocería el mapa, ni las reglas, ni siquiera sabría cómo hablar de esta ciudad de una manera inteligible, sin ellos. Toda persona que he conocido aquí me ha revelado su perspectiva en cuanto a las reglas —reglas que yo no puedo descartar porque aquí vivo también. Sin embargo, espero que algo de lo que he dicho les haga pensar.

    Hay que estar dispuesto a ir a lugares desconocidos e interactuar con su gente para aprender de las excepciones. O, simplemente, examinar con el oído y la lengua las profundidades de aquellos sitios que son menos excepcionales. Lo tienes que hacer. Mientras esperamos una eternidad para que los tipos que dibujan las líneas aprendan a hacerlas curvas, nos vendría bien desobedecerlos a ellos tanto como a sus esquemas. Tenemos que abrirnos a nuestras ciudades y entrar en ellas por aquí, por allá, por cualquier lado… —pase lo que pase.

    Autor: Yoán Moreno

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