La semana pasada mostraba El Estornudo la desolación y el absurdo mortal de esta primavera en Nueva York. Cualquiera sabe que esta estación puede ser muy cruel. Ahora el fotógrafo cubano Arien Chang nos envía el reverso de aquellas imágenes: las avenidas han sido tomadas por miles de ciudadanos que protestan y gritan consignas y parecen brotar de la tierra muerta, como las lilas en el poema clásico de Eliot.
Con la primavera llegó también la epidemia del coronavirus, y antes de que se insinuara siquiera el verano ya hemos visto la electricidad del estallido social recorriendo decenas de ciudades, de costa a costa, en los Estados Unidos. Nadie lo vio venir… Nadie vio venir antes la epidemia… Nadie ha visto venir nada últimamente, lo cual solo confirma que seguimos tan ciegos como siempre, y que la incertidumbre es la única certeza en el stock de esta época. Las multitudes enardecidas que recorren las calles norteamericanas para manifestarse contra el racismo inveterado en ese país, se recortan furiosamente, ante nuestras miradas, contra el fondo de casi dos millones de infectados y más de 100 mil muertos por la pandemia.

Arien Chang. Protestas en Nueva York.
Se trata de dos plagas, una después de otra, o bien superpuestas. Dos plagas sin dudas para quienes aceptan la realidad mortífera del coronavirus, pero en los últimos días han preferido fijarse exclusivamente en la cuota de depredación, más o menos irracional o premeditada, que suele acompañar cualquier legítima protesta social de estas proporciones. Para esas sensibilidades ahora todo análisis comienza y acaba cuando se incendia un mall o se rompe una vidriera y luego sale alguien de allá dentro, un negro y otro negro y tal vez también algún blanco…, con un microondas o un televisor en las manos… Do not trespassing!, gritan.
La gesticulación aparatosa, más de custodio que de propietario, que se dispara como un tic nervioso en quienes solo atinan a postear, compulsivamente, imágenes de saqueo y violencia, obviando la realidad apabullante de las manifestaciones pacíficas y la complejidad de la cuestión racial en Estados Unidos, no solo es irritante y patética sino profundamente estúpida. Las protestas van a continuar por algún tiempo y es probable que se hagan cada vez más frecuentes si no cambian las cosas. Los ataques contra la propiedad, desde luego, seguirán apareciendo como daño colateral y, a la larga, sobredimensionarlos, otorgarles un tiempo de pantalla desproporcionado, no conseguirá desvirtuar la expresión de genuino malestar que se traduce en marchas y actos masivos a nivel nacional. Aunque no se admita, ese vandalismo remite —cierto que de manera enferma porque es puro síntoma— al mismo fondo de injusticia que los discursos de Martin Luther King Jr. Los disturbios son lamentables, pero a la vez contienen un potencial disuasivo, pragmático, que pudiera contribuir al cambio social: el capitalismo no pasará por alto, en medio de la crisis global del coronavirus, la conveniencia de aliviar también las tensiones raciales para que los negocios vayan bien.

Arien Chang. Protestas en Nueva York.
Tragicómico resulta ver cómo esos furibundos defensores de la propiedad —tras supuestamente haber sacado la nariz a la superficie para lamentar el «uso excesivo de la fuerza» que llevó a la muerte del afroamericano George Floyd bajo la rodilla del policía Derek Chauvin en Minneapolis—, comienzan a hundirse, pataleando dialécticamente, en las aguas profundas y a menudo trasparentes de ese estado mental, ese modo de estar en el mundo que es el racismo. Ahí están sus tuits y sus timelines.
Para los negacionistas del virus, ilustrados simpatizantes de Donald Trump, ciudadanos de bien que no han podido cortarse el cabello en dos meses o habitantes de un mundo bíblico de apenas seis mil años, esta primavera habrá traído, suponemos, solo esta plaga llamada BlackLivesMatter. Esta gente sí que no se traga ningún hoax, y ahora estará enfocada en lo que de verdad importa: reapertura inmediata y total de la economía, o cortarse el pelo, asuntos terrenales donde los haya. Y por lo demás que Dios, como siempre, administre la gripe. En cuanto al problema con los negros, eso sí, el Presidente que eche una mano (dura) con eso.
La mayoría de los reportes coinciden en que la población afroamericana ha sufrido más el impacto del coronavirus que otros grupos de población en Estados Unidos. De modo que el virus golpea sobre los golpes que determina la raza. Una noción que no tendría sustento biológico, según afirman muchos científicos, pero que sí tiene una evidente sustancia histórica e identitaria que, en el caso de los afroamericanos, va desde la esclavitud, los linchamientos y las leyes de Jim Crow hasta las jam sessions de Charlie Parker, la cultura NBA de Michael Jordan y Lebron James, y la Presidencia de Barack Obama. Ello también supone una onerosa carga social de prejuicios y marginación, desigualdad económica, desventajas educativas, sesgo judicial, y fenómenos como la violencia policial y los crímenes de odio. Para los negros, la plaga sería la misma de siempre; esa que uno presiente cuando lee a Faulkner, digamos.

Arien Chang. Protestas en Nueva York.
Si el racismo es un virus, los blancos son portadores habitualmente asintomáticos: lo padece y lo sufre el otro, y el blanco solo podrá sufrirlo o padecerlo indirectamente: como venganza y resentimiento del otro, como ira incendiaria del otro, como robo que perpetra el otro, como ignorancia a la que en principio se ha condenado al otro, como incomunicación, como miedo o desconfianza, como paranoia, como eco y como rebote de los propios actos, como pecado de soberbia, como límite autoimpuesto. El blanco racista sufre el racismo como enfermedad autoinmune.
De una vez, no habría racismo inverso porque la ingeniería ideológica del racismo convierte al otro en objeto, y ese objeto suele ser más bien un espejo roto que solo estaría refractando los gestos racistas del sujeto en situación de poder. El otro es siempre una persona vibrante y compleja, cuyo sometimiento o cuya rebeldía es a menudo solo un aspecto de su identidad. Pero la mirada racista siempre reduce, simplifica, vacía… hasta terminar encontrándose consigo misma.
Ortega y Gasset sostenía que las ideas se tienen, mientras que en las creencias se está. El racismo —como otras cosas que riman con racismo— funciona entonces como creencia, como (eco)sistema ideológico donde la gente habita. Agua —pecera u océano— en que se está sumergido y se puede nadar incluso sin tener conciencia del agua.

Arien Chang. Protestas en Nueva York.
En Cuba, por ejemplo, el discurso totalitario del nacionalismo, del mestizaje, de la unidad y de los «logros» de la Revolución ha encubierto o ha hecho transparente (invisible) para muchos un racismo estructural que jamás se ha erradicado, y que a lo sumo habrá mutado en los últimos sesenta años. En Estados Unidos, suelen funcionar del mismo modo los alegatos propagandísticos sobre el reino providencial de las libertades y las oportunidades individuales (en teoría, todo afroamericano puede ser Oprah Winfrey o Denzel Washington), sobre la democracia madura y universal, sobre el progreso incesante…
En su famosa conferencia titulada «Esto es agua», en el Kenyon College, David Foster Wallace advertía a los jóvenes graduados sobre esas configuraciones básicas, predeterminadas o adquiridas, que nos permiten ver (y no ver) el mundo de un modo específico. Su charla comenzaba con la siguiente fábula.
«Están dos peces nadando uno junto al otro cuando se topan con un pez más viejo nadando en sentido contrario, quien los saluda y dice: “Buen día, muchachos. ¿Cómo está el agua?” Los dos peces siguen nadando hasta que después de un tiempo uno voltea hacia el otro y pregunta “¿Qué demonios es el agua?”».
Aceptemos que muchos peces, those white guys in America, pueden darse el lujo de no saber qué es el agua. Pero siempre hay a quien el agua no lo deja respirar.
(Fotos autorizadas por Arien Chang Castán).