Somos figuritas inmóviles en el paisaje de la pandemia.

Presos en nuestras casas; formando colas separados unos de otros metro y medio para comprar leche, pan y alcohol; sujetos a los respiradores en los boxes de hospital; cadáver tras cadáver sobre el hielo de las morgues improvisadas; y entrando a los crematorios en orden y sin pausa, como en aquella The Wall de Alan Parker en la que Pink Floyd cantaba lo injusto que era todo en la era postindustrial.

En España, esta peste ha matado a 15.238 personas en un mes. No es algo que puedas llamar justo o injusto, porque la enfermedad y la muerte pertenecen al orden natural y no exiges a un pangolín que se ajuste a Kant o le recomiendas a un murciélago que le silbe a Rawls en busca del eco que le ahorre tropezar.

Hoy hace cien días de que China avisara a la Organización Mundial de la Salud del primer caso de contagio de un hombre por el nuevo coronavirus. No recuerdo si ya desde el primer momento se habló de zoonosis, pero lo presumo. A veces recibo en el teléfono alarmas de Reuters cuando el director de ese organismo de las Naciones Unidas ofrece ruedas de prensa y veo unos minutos. El tipo, el primer africano en presidir la OMS, parece cada vez más nervioso, sobre todo desde que el Niño Trump, excrecencia, lo acusó de estar a sueldo de yuanes. Su nerviosismo se me contagia y lo quito enseguida. Un empleado de Naciones Unidas me contó una vez una anécdota que hacen por sus pasillos de Nueva York, Ginebra o Viena y me divirtió mucho. En una entrevista periodística preguntaron al Secretario general, creo recordar que era Boutros-Ghali, cuántos empleados trabajaban en las Naciones Unidas. A lo que este respondió: «Aproximadamente, la mitad». Este Tedros Ghebreyesus, no obstante, parece uno de los de la mitad buena.

Los que estamos asolados por la peste lo miramos a él y miramos atrás, a quienes nos precedieron en la pandemia, para calcular lo que nos espera. La luz al final del túnel la tenemos a la espalda, como la que marca la Salida de emergencia en las salas de cine a las que no entraremos en largo tiempo. En Barcelona miramos a Wuhan, ya liberado, y a Milán, todavía clausurada en espera de su De Gaulle con jeringuilla. Sabemos que la traslación de los datos de cada ciudad o país ganado por la peste a otros no es exacta, porque esta depende de la prontitud de la introducción de las medidas de confinamiento, el aislamiento de los enfermos incluidos los asintomáticos, el testeo masivo, etc., en cada lugar. Pero la esperanza, el desespero, quiere ver a los demás venciendo a la peste para confiar en nuestra propia redención. Entre tanto miedo, el miedo al ridículo nos luce ridículo, precisamente.

Así buscamos el esquema, la progresión, el gráfico, saltando de pueblo en pueblo de Este a Oeste. El camino de la peste ha repetido la Ruta de la Seda. Y miramos desde aquí a América como la próxima frontera alcanzada por la ponzoña y les advertimos a amigos y familiares con voz rota que sólo los salvarán el confinamiento y la suerte. Y eso que llamamos distancia social, la higiene y una forma extrema de la etiqueta que nos acompañarán para bien. Salvo a la gente enferma, no conozco a nadie que le guste estarse dando abrazos y besos con cualquiera con el que uno tropieza en la vida. Bien pensado, de los besos que he dado yo y los apretones de mano que he concedido o aceptado, me podría haber ahorrado, qué sé yo, el 90%. ¡A cuánto mierda le he dado yo la mano, por Dios! ¡Incluso, repetidamente! El coronavirus, cruel rey coronado, me lo pondrá más fácil en lo adelante para discernir y discriminar, si no me mata antes.

La distancia social y la etiqueta serán asuntos que nos ocuparán ya salvados. La pandemia pare polémicas nuevas, dinamiza debates que ya estaban en marcha y, lo que es más curioso, empuja al absurdo otros que nos desasosegaban. Así, por ejemplo, al saber ahora que el alcalde de Sceaux, al sur de París, ha decretado obligatorio el uso de mascarillas para todos los vecinos, reparo en que todavía no habíamos acabado de quitar el hijab a las musulmanas de cara tapada, cuando estamos obligando a cubrirse el rostro a las hijas de Cristo o Voltaire. ¡Es fantástico el reto iconográfico y político que nos plantea la peste!

En la tarde releí un rato a Abilio. Su Tuyo es el Reino. Esa promesa desgajada del Padrenuestro que es su título me llamó cuando pasé la vista por los lomos de los libros buscando qué leer. Dicen que la muerte en las calles ha exacerbado el sentimiento religioso. Que la gente ha estado viendo con fervor las misas de ese Papa que salmodia sus sentencias homeopáticas desde Roma. Es de veras curioso que mientras se proesta contra los bulos que hacen correr idiotas diversos en medio de la pandemia, se dé aliento a la historia de ese Cristo y volumen al micrófono al que habla el heredero de San Pedro. Que se alienten las fake news originales, las primeras de todas, que son el martirio del Cristo y el resto del relato.

Cuando me incorporo para volver a la mesa de trabajo, el crucifijo que cuelga encima de la cabecera de la cama, mexicano como ella, despide su brillo más bonito. Pero no me dejo seducir, porque sé bien que el Reino no es ni del Cristo, ni de la pandemia. ¿Cómo decía aquello? Ah, sí, pero parafraseado es mejor ahora: ¡Quien cuenta vivo, cuenta mejor!