El mundo está confinado. Permanecemos en nuestras casas, en nuestras cabezas. Hoy nos miramos en el espejo: somos intimidad. Quizás este pánico al aislamiento es simple miedo al olvido: deseamos estar presentes, vivos para el mundo, es decir, vivos para los otros. Claro que el encierro de estos días es en buena medida obligatorio. Pero hay comunidades que viven en confinamiento constante porque desconocen —o se niegan a experimentar— otra manera de vivir.
Mi último viaje, antes de la violenta irrupción del Covid-19, fue a México. Estuve en Bacalar, la «laguna de los siete colores». Yo era una turista más, una de esas turistas que termina dejándose vencer por un muelle al atardecer o por las incontables tonalidades de azul y de verde en ese hermoso sistema lacustre. Una tarde, cerca de la plaza del pueblo, vi a un niño que parecía disfrazado. Lo primero que pensé fue: «No es Halloween». A la noche comenté esta escena a la mujer que me hospedaba y ella, como si nada, dijo: «Es un menonita».
Al día siguiente volví al mismo lugar, a la misma hora: el niño, igualmente vestido, se cruzó conmigo y me ofreció galletas de avena y quesos frescos. Sus brillantes ojos azules me impactaron. Después de comprar, lo seguí varias cuadras hasta que él se reunió con una mujer que parecía ser su madre. La señora estaba sentada en una esquina cualquiera. Intercambiaron dinero por galletas. La vestimenta de la señora terminó por sorprenderme aún más: parecía sacada de una película histórica que recreara el siglo XIX. Esa noche no dormí; la pasé investigando en Internet. A tan solo 20 kilómetros de mi alojamiento había un lugar llamado Ejido Nuevo Salamanca, donde viven unas dos mil personas pertenecientes a la comunidad religiosa menonita.
Desde muy temprano recorrí barrios periféricos de Bacalar y solitarias carreteras de tierra roja. Y pronto entré en la película ambientada en el siglo XIX que había imaginado el día anterior. Una escenografía perfectamente dispuesta; vestuario impecable. Hombres, de diversas edades, vestidos todos igual: overol negro, camisa a cuadros de mangas largas, tirantes y sombrero. Mujeres con el pelo atado, sombreros con cintas de colores, vestidos largos estampados con flores que embelesarían a cualquier director o directora de arte. Y la cereza del pastel: coches de tracción animal.
Abordé a una de las primeras parejas que vi. Oh, sorpresa: hablaban muy poco español. Logré saber que sus lenguas eran alemán u holandés, pero durante nuestra corta conversación ni siquiera me miraron a los ojos. Entendí que mi atuendo no era adecuado. Llevaba una falda muy corta. Por suerte, en mi maleta había metido una pashmina negra lo suficientemente ancha como para improvisar una falda hasta los tobillos. Seguí el camino hasta llegar al ejido. Un enorme depósito de cereales me dio la bienvenida. Había viajado en el tiempo.
Saqué mi cámara y empecé a fotografiar. Ropas colgadas en largos tendederos; hombres trabajando la tierra; parcelas perfectamente definidas. La comunicación siempre estuvo mediada por señas y sonrisas. Una cámara instantánea me permitió acercarme a algunos hogares y concretar una especie de trueque: les entregaba una foto y esto me abría las puertas para sacar otras con la cámara digital.
En pleno siglo XXI aquellas personas se observaban a sí mismas, por primera vez, en fotos instantáneas. Las madres miraban que no llegara nadie más; supongo que sentían que aquello era algo indebido. Los niños se peleaban por verse en las fotografías, y reían descontroladamente. Ya frente a la cámara, se ponían serios, solemnes. Me regalaban miradas profundas e inocentes. Me sentí cómplice de un secreto, y eso me gustó.
En el Ejido Nueva Salamanca, Quintana Roo, México, esta comunidad vive casi sin tecnología moderna. La luz eléctrica solo existe en los espacios dedicados a la industria agropecuaria.
Los colegios tienen dos entradas: por la derecha entran los varones, por la izquierda las hembras, y así mismo es la disposición dentro del salón: en un lado, cuelgan sus sombreros los niños, y en el otro las niñas. Durante el descanso, no se juntan. Los chicos son más extrovertidos e inquietos; las chicas, más tímidas.
En la clase hay un silencio que cualquier maestro envidiaría. El profesor (generalmente una autoridad religiosa) les enseña Teología, Lengua Alemana y Matemáticas. Hasta los 14 años. Después de esa edad todos ayudan en los trabajos agropecuarios.
Muy pocos son quienes tienen celular o algún otro tipo de contacto con el mundo exterior. De la comunidad solo salen aquellos encargados de vender los productos que se producen en el ejido.
Estas fotos retratan ese mundo que permanece confinado, no por pandemias, sino por sus propias convicciones.
Dahian Cifuentes. Bogotá, Colombia, 1987. Fotógrafa para diferentes medios en Argentina, Colombia, Cuba y México. Cofundadora y realizadora audiovisual en Buen Ayre Visual. www.dahiancifuentes.com / @dahiancifuentes
Esta gente son muy trabajadoras y pacifistas. Cuando EE.UU entró a la II Guerra Mundial e inicia el reclutamineto de hombres para combatir, los Menonitas se negaron incorporarse al ejército. El gobierno les ofreció, en lugar de un calabozo, que fungieran de misioneros en territorios estadounidenses necesitados de peritos, especialmente en lo agrícola. En los primeros años de la década del 40 llegó un contigente de esos Menonitas al centro de la Isla de Puerto Rico. Ellos sentaron las bases de lo que más tarde fue una próspera industria de pollos parrilleros y gallinas ponedoras, y del cultivo de plantas ornamentales, este último renglón aun perdura. Además fundaron el Hospital Menonita, que contaba con técnicas de avanzada por el influjo de especialistas del exterior. Saludos.