Jorge Edwards, persona tan grata… 

    Cuando leí por primera vez Persona non grata, en 1985, en la edición que ese año acababa de publicar Plaza & Janés, yo era un estudiante de Filología Hispánica que estaba recibiendo las primeras nociones de literatura hispanoamericana, a la que muchos todavía consideraban, en la poco actualizada academia española de entonces, un apéndice de la peninsular. En aquel momento me interesó nada más que la historieta, la pertinacia represora de una dictadura a la que nadie llamaba así en el entorno y el país en el que me movía, la pericia revolucionaria para elaborar un sistema de espionaje y control tan eficaz como calcado de la Stasi.

    Pasaron 30 años, y en 2015 la Editorial Cátedra publicó la obra de Jorge Edwards con una edición, un prólogo y unas notas de Yannelys Aparicio y del que escribe estas líneas. Mis intereses habían cambiado notablemente. Eran cuatro, y claramente escorados hacia lo humano —uno de ellos—, la política comparada —el segundo, más afín a la historieta inicial— y la literatura y la crítica —los otros dos. Empezaré por estos. Me llamaba la atención, por un lado, que nadie hubiese relacionado, en la época de los cimarrones de Barnet o las Jesusas Palancares de mi querida Poniatowska, la posible inclusión/ilusión/incursión de Edwards en el género testimonial. Por otro, me preguntaba si lo que había leído con fruición en mi juventud era una novela, un reportaje, unas memorias, y si importaba la verdad y qué verdad. Creo que, en Edwards, la fascinación por el estilo puede oscurecer la atención al contenido. Su prosa era ligera, en el mejor sentido de la palabra, ágil, inteligente, erudita, irónica, precisa y muy atractiva. Ese libro dejó una huella honda en mi educación sentimental, cuando nadie hablaba de él de la misma forma que se hacía de Cien años de soledad, Rayuela, Conversación en La Catedral, Tres tristes tigres o Señas de identidad.

    No me cabe duda de que Edwards había escrito un testimonio. La literatura testimonial de los sesenta y setenta nacía ligada a la memoria, con la desnudez del sujeto que denunciaba una situación algo más que incómoda: injusta, intolerable, marginal, periférica. Pero los teóricos del género se reservaban el marbete para los «olvidados del planeta» en general, los desahuciados por el mecanismo de funcionamiento económico del capitalismo. Sin embargo, siguiendo a Todorov, habría que admitir que el testimonio como género no es un discurso histórico, sino complementario de la historia, sin filtros, sin excepciones, por el que el texto recupera el pasado en la medida en que se antoja necesario, y no solo como una pulsión de la melancolía o de la carencia existencial. Lo más importante es el grado de constatación de la mirada desde lo oblicuo o lo no oficial. Y eso no solo ocurre a instancias de la oposición a un poder económico o social clásico, sino que afecta cualquier situación de debilidad estructural con respecto a un engranaje de subordinación o subalternidad. ¿Se podría argumentar, entonces, que lo de Edwards, un sujeto de clase alta, con apellido inglés en América Latina, de familia de diplomáticos y abogados ricos e influyentes, miembro de un gobierno democráticamente constituido, que recién había ganado las elecciones, podría calificarse como testimonio? Para mí es evidente que sí, porque la voz narrativa habla desde la marginalidad, y no solo individual, sino como portavoz de un grupo de personas (eso sí, cultos, intelectuales, escritores) que habitan en la periferia social insular, controlados, silenciados e invisibilizados por un poder que los convierte en los subalternos de los subalternos, es decir, de los que ostentan un poder absoluto y a la vez se sienten y se definen subalternos en relación con el capitalismo hegemónico. Testimonio puro y duro, en vena. Como dijo Cabrera Infante cuando leyó Persona non grata y recuerda Edwards en el prólogo que hizo para nuestra edición, «no hay delirio de persecución ahí donde la persecución es un delirio». Basta releer las paranoias de Padilla saliendo de su lugar de residencia siempre con sus papeles bajo el brazo para evitar complicaciones en los registros domiciliarios, o buscando constantemente los micrófonos en cada lugar donde había una reunión de escritores, o los comentarios de Lezama a «Éguar» cuando le preguntaba si se daba cuenta de que en Cuba la gente se moría de hambre y que los chilenos, puestos a hacer una revolución, deberían ser más prudentes.

    En cuanto a la segunda reflexión teórica, coincido con el autor en que se trata de una «novela sin ficción». Esto lo dijo Edwards diez años después de la primera edición. Estas últimas semanas, cuando se han publicado tantas reseñas elogiosas sobre la vida y la obra del chileno, recién fallecido, me ha alegrado comprobar que la gran mayoría de los artículos han hablado de Persona non grata como de una novela, dando por supuesto algo que hace años era motivo de discusión. No es ni un reportaje ni unas memorias o un ensayo, por mucho que tenga un poco de todo, porque su piel, su contorno y su espíritu son narrativos. A Edwards le gustaba jugar en los límites, como él mismo confesó en 1996, pero su instinto era narrativo, porque sabía enseñar en un todo lo verificable y lo subjetivo. «Novela sin ficción» sería, entonces, un ejercicio de subjetividad basado únicamente en experiencias personales, que se manifiestan en un documento «realista» bajo el tamiz de la subjetividad y bajo un ropaje narrativo que, alimentado por la primera persona, imprime una sensación de ficcionalidad, propia de la trama novelesca. Cualquier texto autobiográfico, aunque trate de hechos que ocurrieron y se puedan verificar, es subjetivo porque es un yo que habla, desde su fuero interno, de lo que sucedió. Cuando unos amigos de Barcelona le dijeron al chileno que no había inventado nada y que simplemente se limitó a mostrar que el rey andaba desnudo, aunque había algunos párrafos subjetivos, contestó al instante: «¡Cómo! ¡Si es un texto autobiográfico! ¡Todo, desde la primera línea hasta la última, es subjetividad pura, deliberada y descarada subjetividad! ¡El libro entero se plantea en ese terreno!».

    Que fuera un texto autobiográfico, que contara cosas que ocurrieron, no niega, sino más bien reafirma la pátina subjetiva. Entonces, ¿de qué verdad o realidad estamos hablando? ¿Podemos leer el libro como un documento por el que se podría condenar a unos y exculpar a otros, creer a unos y sospechar de otros, aplaudir a unos y abuchear a otros? Muchos lo hemos leído como literatura, y nos interesa la verdad de las mentiras, porque la literatura es una sucesión de mentiras que dice mucho de la verdad de nosotros mismos, pero hay que atender también a quienes lo leyeron o lo sancionaron como un documento de vida. De hecho, en nuestras numerosas charlas para llevar a cabo la edición de 2015 se barajaban temas históricos, porque los nombres y apellidos de los personajes de la novela eran los mismos de la vida real. Tan importante fue la ansiedad de lo histórico que esta edición de Cátedra fue la primera en cuarenta y tantos años en señalar quiénes eran aquellos que aparecían en el cuerpo del delito textual solo con las iniciales. Edwards ocultó su identidad en los años setenta (aunque fuera una novela sin ficción) para que en Cuba no pudieran tomar represalias contra los nominados. No es extraño que las cosas escritas en una novela y que, por tanto, son mentira por su traslado al universo de la ficción, puedan tener consecuencias en la vida real. Que se lo digan a Javier Cercas quien, irónicamente, tuvo que soportar una denuncia por parte de una pitonisa gerundense que se vio reflejada en el único personaje de Soldados de Salamina que el autor inventó y que no tenía correlato alguno en la realidad real. En cuanto a Persona non grata, casi medio siglo después, represores y posibles represaliados o estaban muertos o no estaban en el mismo hilo de la vida, por lo que resultó prudente o adecuado alimentar el texto con notas a pie de página. Esta es quizá una de las novedades más sustanciales de nuestra edición.

    En relación con la política comparada, hay pasajes deliciosos en los que el flujo narrativo se remansa y brotan las reflexiones lógicas que ponen a dialogar los dos extremos del subcontinente latinoamericano: Chile y Cuba se parecen en mucho y se diferencian en mucho más. Para empezar, en uno la izquierda-izquierda había llegado al poder por las urnas y en el otro por las armas, y la consecuencia más visible era que en uno había una democracia y en el otro una dictadura. Pero no fue eso lo más relevante para Edwards: tuvo mucho más peso el país que encontró el chileno cuando llegó a Cuba. En las primeras páginas de su libro no puede dejar de llamar la atención acerca de lo que más lo sobrecoge a simple vista: «»Los muros estaban descascarados; tiras de papel engomado sostenían los vidrios rotos de los edificios; casas abandonadas; escombros que a veces cubrían las aceras y llegaban hasta las calzadas, entorpeciendo el paso; esqueletos de automóviles calcinados…»; panorama que se complementa con multitud de observaciones en toda la novela, como aquella en la que reflexiona sobre el criterio que debería haber tenido en cuenta Allende para situar un diplomático en Cuba que restableciera las relaciones entre ambos países, capaz de desenmascarar mejor que él las consecuencias de poner en marcha un régimen de corte totalitario: «¿Por qué no había enviado Allende a un obrero de una mina? Pensé que un obrero chileno del cobre, un obrero de Chuqui o de El Teniente, habría tenido decepciones más graves que las mías al ver el ausentismo, el trabajo voluntario convertido en imposición, en horas extraordinarias sin pago, las caras largas, sombrías, en las colas de La Habana Vieja, entre el pavimento ruinoso de las calles, los muros descascarados, los vidrios de las ventanas rotos. Pero yo no podía ser insultante, aunque Fidel lo fuese; tenía que mantener la discusión en otro terreno». 

    Sin duda alguna, estos tres intereses míos en el siglo XXI —lo testimonial, el género literario y la política comparada— ofrecen una densidad especulativa digna de tener en cuenta, pero ninguno es tan importante como el cuarto, el factor humano. Ahora que ya no está con nosotros, puedo decir sin temor a que lea estas palabras, al menos en este mundo, que Jorge fue un amigo, un amigo entrañable y hospitalario, a pesar de que en su carácter se entreveraban rasgos de lo que fue toda su vida: un «zoon diplomaticós», como lo llamaría probablemente Aristóteles, que sabía combinar de un modo natural la elegancia y la cortesía con la distancia. Nadie mejor que Carlos Franz ha descrito, en estos días de necrológicas, su personalidad: «Jorge Edwards no fue una persona sencilla, ningún artista verdadero lo es. Sabía ser muy sociable y acogedor. Y también podía ser frío. Casi a cualquiera le abría su casa y su bar y su riquísima memoria. Era generoso incluso con sus olvidos: enterraba fácilmente las ofensas recibidas. Pero le costaba expresar sus afectos». La primera vez que acudí a él para entrevistarlo, para un libro que publiqué en 2002, me trató con cortesía, pero con el tiempo ello se fue convirtiendo en complicidad en cierto modo afectiva, sin demostraciones vehementes pero real. Pasé ratos memorables —y larguísimos, casi interminables— en su casa. Pocas veces he visto un conversador tan atractivo, tan lleno de anécdotas contadas con una gracia inteligente y un dato exacto, irrefutable. Cuando le propusimos hace diez años la edición para Cátedra de su novela sin ficción, aceptó de inmediato, y de ese trabajo guardamos veladas memorables, que concluyeron con una gira por España para presentar la edición. Viajábamos de ciudad en ciudad en coche, y en cada intervención había miradas nuevas, historias recién desenterradas. Apenas se repetía, y se ganaba al público a la primera frase.

    No pudimos despedirnos de él. Su memoria, el arma mejor utilizada durante tanto tiempo, ya no era tan prístina al filo de los 90 años. Hablamos por teléfono con él un día cualquiera en torno al mediodía, y quedamos en su casa madrileña de General Castaños a las cuatro de la tarde. Se le olvidó por completo. Había salido y tardó varias horas en regresar. Yo sé que allá donde resida ahora todavía se estará riendo y recordándonos las palabras con las que terminó el prólogo a esa edición de 2015, donde aseguraba que no se arrepentía de haber escrito y publicado Persona non grata «a su debido destiempo», para aplicarlo también a las contingencias de la edad. Irónico, vividor y alegre, persona tan grata.

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