Un viaje cualquiera a Cuba

    Mi madre estuvo enferma y tenía que verla. Como me dedico a cuestionar la gestión del gobierno comunista, temía por mi viaje a Cuba. Hice un grupo de Whatsapp para que mi familia pudiera dar la noticia de la posible detención.

    Salí del aeropuerto ileso. Mi madre esperaba en una puerta y cuando me vio quedó descompensada. No podía soltarme. En un momento sentí que le faltaba el aire. Los gritos y el llanto estrepitoso se robaron el show entre los familiares agrupados en la terminal 3, luego vino un raro silencio de vacío y sofoco. Ella acababa de rebasar su segundo cáncer y yo temía por su estabilidad. Llevaba nueve meses lejos, no sabía con certeza cómo estaba.

    La llegada a Cuba es siempre maleable en la memoria. Puedes recordarlo como una postal familiar o puedes enmarcar el miedo al autoritarismo en la mugre de la humedad tropical que te encharca la piel. Ya en febrero de 2021 había viajado de mula y agarré mucha peste a grajo en el aeropuerto. Sudaba demasiado, llevaba varias mudas de ropa puesta. Dejé para la familia los diez kilogramos de los que disponía. 

    Esta vez, cuando salimos rumbo a Colón, intentamos repostar en una gasolinera de Bacuranao y no pudimos. Solo para turistas. Por eso en sus alrededores no había largas filas de autos. Un hombre muy blanco y con los dedos de los pies muy largos abastecía a un Mercedes-Benz rentado en alguna empresa estatal. 

    Excepto en La Habana, y algunas zonas de la ciudad de Matanzas, no había electricidad en todo el camino. Sin embargo, mi llegada a casa a media noche marcó el regreso de la luz a las afueras de Colón. Ahí empezaron a picarme los mosquitos y algunos desvelados fueron a saludarme. Pasados unos minutos quise bañarme, pero la gente no se iba. En el barrio estaban pasando cosas. 

    El vecino de enfrente llegó a su casa con una escopeta de cartuchos colgada a la espalda. Así pasó toda la noche, dando vueltas en una vieja moto eléctrica para cuidar los cultivos y animales que tenía en su finca. A 200 metros de mi casa había un carro de turismo parqueado que nadie conocía, de ahí partía la alerta. Yacía en un callejón, a la orilla de la carretera que atraviesa dos potreros. Esa madrugada del 15 de octubre cuatro bueyes fueron robados y descuartizados en el barrio. El dueño de los animales era Ricardo Sánchez, un primo mío que tiene una finca a varios kilómetros. 

    Cuando a las cinco de la mañana la noticia corrió, mis tíos y primos fueron para el lugar de la matanza a rastrojear. A ese sitio se le entró por todos los frentes, ellos por tierra y las tiñosas por el aire. Lo que no pudieron llevarse los matarifes en el auto de turismo quedó en las menguadas neveras de mi barrio. Como solo una casa tiene planta eléctrica, quienes resolvieron unas libritas de buey llegaron al hogar iluminado para sortear el descongele de los apagones.

    En la tarde todos comieron buey menos Ricardo, ni a eso tuvo derecho. El olor a carne vacuna inundaba al barrio. «Que la quiten ya, ¡que hoy nos subió la hemoglobina!», gritó un primo mío a las 7:57 PM. En los tres meses anteriores solo un día no se fue la corriente a las ocho de la noche en la zona. Ahí arrancaban las cuatro horas de apagón que como mínimo le tocaba diariamente al circuito 130 de Colón. Casi todo el norte de mi ciudad natal se enmarca en esta área y, como engloba al hospital, era uno de los circuitos que menos apagones sufrían. En otros circuitos a veces solo ponían la luz cuatro horas al día.

    La policía nunca apareció por el barrio para investigar el robo. Otro de mis vecinos, Ricardo Ramos, hace más de un año también perdió sus bueyes de esa forma. Tres días después fue que llegaron los especialistas de criminalística. 

    En julio, a mi padre Marino Herrera le robaron su yunta de bueyes y dos yeguas. La policía fue a Banagüises solo cuando mi familia formó un pequeño escándalo en la estación. Querían ponerle una multa a mi abuelo (el dueño oficial de los animales), por no «cuidarlos». Al final los bueyes y las yeguas aparecieron atados no muy lejos dentro de un marabuzal. Los bandoleros no pudieron matarlos antes del amanecer y de día hubiese sido un suicidio: las tiñosas los delatarían inmediatamente. El resultado de todo aquello fue que mi abuelo, un ex campesino de 87 años, hizo guardia en los corrales hasta hace poco.

    En el campo cubano ahora ya no se debate si te robarán los bueyes, si no cuándo lo harán. Las cuadrillas de rateros andan en autos turísticos y les retiran la chapa cuando salen a «cazar». Utilizan equipos de oxicorte para acabar con cualquier seguridad que se les interponga.

    Al final esa gente no roba un simple animal, roban una fuerza de trabajo (bueyes) o de transporte (caballos). El día que le robaron los bueyes, mi papá lloraba sin consuelo. Casi termina una relación de años. Mi padre pasa más tiempo al día con esos bueyes que con los humanos que conoce. 

    Un campesino cubano invierte meses adiestrando a una yunta. Le pone un nombre a cada uno y ellos se adaptan a su voz. Los bueyes de mi padre se llaman Carbonero y Azabache, ambos son negros. La intensidad y el volumen de las órdenes del bueyero modulan el trabajo de los animales en el surco. Si esa relación buey-guajiro se curte adecuadamente, jamás media el maltrato. 

    ***

    En mi barrio casi todos somos familia. Mi abuela tuvo 12 hijos y siete construyeron sus casas de manera contigua (una de ellas es la mía). También están los hijos de mis tíoabuelos y su decendencia. Somos un feudo, casi literalmente. Los foráneos lo llaman el barrio de los Reyes, porque ese es el apellido que casi todos compartimos.

    Mi barrio queda en el campo, a las afueras de Colón, pequeña ciudad de 70 mil habitantes. Nacer allí te entrega toda la ruralidad cubana posible, pero si andabas menos de un kilómetro y llegabas al pueblo podías sacudírtela un poco. 

    Los Reyes fundadores, mi abuela materna y sus hermanos, construyeron familias sin paredes. Hogares que se conectan permanentemente por la sangre. Ahora la escasez de todo, los apagones y los mosquitos han fundido esos lazos a niveles que nunca había visto. Los que estaban peleados ya se hablan, las pipas de agua se comparten para varias cisternas, los contrabandistas tienen tarifas especiales para los del barrio, y la vecina con planta eléctrica carga teléfonos y lámparas.

    Lo malo es que a los borrachos los vi más borrachos. Mi tío Félix Sánchez tiene 60 años y no los aparenta, al menos no permanentemente. El consumo de alcohol matiza su edad física. Bien temprano en la mañana, cuando único está sobrio, mantiene la piel clara y puede abrir completamente los ojos. A partir del mediodía la cara se le pone roja o amarilla y ralentiza el habla. Hay bebidas a la que ningún alcohólico puede adaptarse. En la bodega del barrio suelen llamar Matarratas al ron que bebe mi tío.

    Uno de los compinches de Félix es Capitán. Así le dicen a Enio Calzadilla Ochoa, un sobrino de Arnaldo Ochoa Sánchez, el general de División fusilado por Fidel Castro en julio de 1989. Pero Capitán ya no circula por el barrio de los Reyes. En febrero lo entrevisté y la Seguridad del Estado lo detuvo más tarde porque la «lengua mata al pescuezo». Eso le dijo un oficial de la policía política antes de llevárselo hacia La Habana unos días para «leerle la cartilla».

    Más allá de los curdas, solo los niños animaban un poco mi barrio. Antes los adolescentes hacíamos media por la noche debajo de los focos, hablando de cualquier cosa, o jugábamos dominó, pero ya quedan pocos jóvenes. Nuestra generación envejeció muy rápido allí. Muchos intentan hacer su casa, trabajan en el campo o, vinculados a él, tienen hijos, abortos o amantes. 

    Pasados los 20 años, no quedan planes amables para el cubano rural si no estudia. Muchos se ven realizados al hacerse cocheros. Prácticamente todo el transporte público de Colón es con carretones tirados por caballos.

    La carretera que atraviesa el barrio deviene en alfombra roja para algunos guajiros jóvenes en sus motos eléctricas. El alarde rebosa las gafas generalmente doradas y el reguetón se les incrusta a la ropa cuando cogen un bache. Esa es una escena morbosa. Los que volaron comienzan una nueva vida en Miami y postean fotos con mucha carne y cervezas. En 2022 diez primos míos llegaron a Estados Unidos. Sus padres sobreviven y envejecen solos. Siempre a la espera de una visita que se dilata como el subdesarrollo que las condicionó.

    Al final nada sustituye a la familia. Nada le trae más confort a mi madre que apretarme y morderme. Nos tiramos varias veces en su cama a ver fotos viejas de cuando yo tenía meses y ella todavía era rubia. Siempre había una que se repetía, ella sosteniéndome de la mano, llevándome en su bicicleta. 

    En la adolescencia, fue mi madre quien me enseñó que el mundo no se acababa en esa presa donde solía bañarme, que había más cosas para hacer cuando grande que andar con caballos. Gracias a ella me convertí en uno de los pocos del barrio que fue a la universidad.

    ***

    El resto de mis tres días en Colón transcurrió jugando mucho dominó, comprando botellas de ron en miles de pesos y fumando Popular rojo. Ese cigarro es de las pocas cosas rojas venerables de Cuba. La hermana menor de mamá, mi tía y madrina Carmen Sánchez, también estaba de visita. Dormíamos juntos en mi cuarto, ese que solo se ocupa cuando viene uno de los Reyes que vive «afuera».

    Mi tía fuma como un tren y siempre lleva unos cigarros que apodé «cómicos». La caja verde-azul de los Newport simbolizaba la gloria cuando ella llegaba y yo aún vivía en la isla. Fue muy raro vivir esas experiencias desde el otro lado. Hablo del encuentro de mi familia con la comida y los objetos que llegaron de Madrid y Lakeland al mismo tiempo. Las tabletas de chocolate Milka y los bombones Lindt encabezaron el pedido de mi madre. A sus 58 años pocas cosas desea más que comer chocolates. También le llevé queso Piladelphia y Gouda, leche condensada y galletas Oreo. De alguna manera me vi en ella. Las tiendas donde mi madre solía comprarme esas cosas cuando era pequeño llevan años vacías.

    Uno de los días que pasé con mis sobrinos también supo agridulce. El del medio, Issac Miguel, tiene casi tres años y le hizo la siguiente pregunta a mi hermano cuando se comía un Snickers:

    —Papá, ¿qué es esto?

    El niño señaló la golosina mientras hablaba y al callar le resbaló por el cuerpo un gran chorro de baba. No estaba exagerando, no se le había olvidado su apariencia o sabor. Mi hermano confirmó que Issac probaba por primera vez el chocolate. 

    Mi sobrino hasta hace poco vivía en una casa sin refrigerador. Le costó adaptarse al agua fría. Mi hermano apenas alcanza para buscar la comida y su mujer para atender a los tres hijos pequeños que tienen. Llevan años cocinando con carbón porque no hay resistencias para la hornilla y a Banagüises no ha llegado el gas licuado.

    Ir al pueblo donde vive casi toda mi familia paterna siempre resulta complicado. Esos días hubo algunas cosas que no me atreví a hacer. Como en febrero, tampoco fui a la finca. El sitio donde ahora mi padre no para de vigilar a sus bueyes. 

    Allí nos criamos todos mis primos por parte de padre. Íbamos los fines de semana a ver a nuestros abuelos. Había gallinas, guineos, guanajos, puercos, conejos, carneros, caballos y vacas. Una casa inmensa y electricidad de contrabando completaban el escenario donde viví los mejores domingos de mi vida. Fue el lugar donde fumé los primeros cigarros, jugué pelota y construí casitas como las de Tarzán.

    A cada rato sueño con esos paisajes, con el azulejo completamente añil que nunca llegué a cazar. Los sueños tienen una banda sonora invariable: el canto del sinsonte. En la finca Marquesita, ya no queda nada de lo que veo en mis sueños. Las tierras están perdidas de hierba y marabú y se robaron las lozas del piso y las puertas de la casa. 

    El hurto, como en la crisis económica de los años 90, ha invadido nuevamente a Cuba. En Colón, un par de semanas antes de mi viaje, se robaron varios cocodrilos del zoológico. Nunca se encontraron restos de los animales, menos a los bandoleros.

    La gente se roba los mangos, los aguacates o las guayabas de los patios. ¿Qué puede ser completamente tuyo en un lugar donde nadie tiene nada?

    ***

    Mi viaje a Cuba terminó como el anterior: llevé a mis padres a un hotel. En el Be Live Experience Varadero (otrora Villa Cuba), no había gel o jabón para lavarse las manos en los baños. No había ningún tipo de whisky o vino. El refresco de cola, a base de sirope y sin gas. Las toallas de las habitaciones estaban tan raídas que no secaban nada. Mi madre reunía los sobres de azúcar que daban con los cafés para hacer una panetela cuando regresara a Colón, y a mi tío Félix le llenó varios envases de ron Havana Club.

    Mientras aquel circo colgaba en varias astas su bandera de cuatro estrellas, una mañana hicieron un matutino para los trabajadores del hotel a la orilla de la piscina. «¡Viva la Revolución! ¡Patria o Muerte!», gritaba una señora que oscilaba los 60 años. El murmullo de respuesta emitido por los convocados no sobrepasó las tumbonas que ocupaban.

    El último día vi a varios amigos en La Habana. A uno le llevé una caja de preservativos para que pudiera singar con tranquilidad, y a otra le dije que investigara bien antes de sacar los pasajes para Dubai. En el aeropuerto tuvimos que quejarnos para que mi tía pudiera llevarse una jaula de varillas de coco como bulto de mano. Mi primo Jorge Ramos Sánchez tiene mi edad y se fue para Lakeland con 11 años. Allí no encuentra ningún sitio mejor para tener sus azulejos.

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