El rostro de la República

    El pasado viernes 20 de mayo visité a Bárbara Farrat en su casa. El activista Arian Cruz —Tata Poet en Facebook— me llevó hasta allí. La alegría de Bárbara al verle elevó la estimación que me merecen él y todos los activistas, mujeres y hombres, que han acompañado a los familiares de los presos políticos cubanos. Conocí así a la madre del preso político de diecisiete años Jonathan Farrat.

    Ese día era el 120 aniversario de nuestra independencia y al oírla hablar me surgió el sentimiento de que, si a la República hubiera que ponerle un rostro en su aniversario, el de Bárbara, a sus treinta y tres años, la caracterizaría como pocos.

    El 25 de mayo, cinco días después de mi visita, Jonathan Farrat fue excarcelado y pudo estar en su casa por primera vez desde el 13 de agosto de 2021. A Jonathan Farrat no le han hecho juicio. Su salida de prisión se debió al cambio de medida cautelar, de prisión provisional, a fianza en efectivo.

    El 13 de agosto pasado varios paramilitares fueron a buscarlo a su casa, vestidos de civil y sin orden de arresto, para llevárselo consigo. En aquel momento calmaron a Bárbara, le dijeron que se lo llevaban solo para hacerle unas preguntas acerca de la participación del joven en las protestas nacionales del 11 de julio, que no tenía de qué preocuparse. Para ella y su hijo sería la iniciación en un rasgo del trabajo de la Seguridad del Estado castrista: la mentira.

    Bárbara Farrat / Foto: Facebook

    Además de a Bárbara, el pasado 20 de mayo conocí a su esposo Orlando Ramírez Cutiño, que ha sido como un padre para Jonathan desde que él y Bárbara están juntos. Orlando y Bárbara son enfermos de sida. Conocí también a Daimy Morales Moré, la esposa de Jonathan, de dieciséis años.  El 11 de julio, cuando Jonathan participó de las manifestaciones cubanas por la libertad, Daimy rondaba los seis meses de embarazo, y los siete meses el día que fue detenido. La detención de Jonathan la sumió en una depresión a la que le siguió la negación de ingerir alimentos. Una decisión que le hizo caer su hemoglobina y determinó su ingreso hasta el parto.

    El 27 de octubre de 2021, cuando Jonathan llevaba más de dos meses en prisión, nació su hijo Jonathan Morales Moré. Si los apellidos del bebé son los de su madre, es porque a Jonathan Farrat no le permitieron inscribirlo. También a él, al bebé al que no solo le negaron por tantos meses el derecho a su padre, sino incluso a sus apellidos, lo conocí el día del aniversario de la República. La República que nuestros y nuestras próceres querían con todos y para el bien de todos, y que en su aniversario exhibía, en el rostro de Bárbara Farrat, el más ominoso conjunto de exclusiones.

    La vivienda de Bárbara la compone una habitación con dos camas personales y una cuna, un sillón, un refrigerador y un gavetero sobre el que hay un televisor. El resto es un espacio estrecho entre cada pieza. El techo está construido con vigas de madera sobre las que hay tejas, planchas de madera y piezas de zinc. A lo largo de las vigas cuelga un nailon con la función de canalizar el agua de lluvia que se filtra y corre a todo lo largo de ellas. Según Bárbara, «los nailon son para que la gotera vaya para un solo lado, y más bien para que no me afecten los equipos electrodomésticos porque las goteras aquí son por dondequiera». Por su vivienda, Bárbara es una mujer muy pobre, como la República, que se ha visto obligada a compartir en su última mitad, con el doble de la población, las viviendas que construyó en sus primeros sesenta años.

    Cerca de dos meses atrás, a principios de abril, Bárbara no recuerda con exactitud, fue citada un jueves por la Seguridad del Estado a la estación policial de Aguilera. Entonces las visitas de Jonathan, que en sus últimas semanas de cautiverio fueron los martes, eran los jueves por la mañana. «Yo fui citada», comenta Bárbara, «desde las nueve de la mañana y me vinieron a atender como a las siete de la noche, me soltaron a las diez de la noche. Esa citación fue para impedirme visitar a mi hijo. Ese día fueron a decirle a Jonathan que no me esperara, que su mamá estaba presa, que su mamá no iba a ir a esa visita».

    El 11 de julio de 2021 Jonathan cumplió 17 años.  Ese día la Calzada de Diez de Octubre, en La Habana, de la que es vecina Bárbara, se llenó de personas marchando por la libertad. Una movilización espontánea y esperanzadora que tuvo carácter nacional e ilustró el anhelo ciudadano de vivir en un país más humano. La violencia institucional contra aquella manifestación, que no omitió disparos contra un pueblo desarmado, golpizas brutales, policías y paramilitares lanzando piedras y arremetiendo con palos contra la multitud, ni el secuestro de miles de cubanos, tuvo en el llamado al combate del Presidente Miguel Díaz-Canel su más miserable expresión. Le consagró para sí, en la historia de Cuba, un apodo ominoso que había comenzado a circular en los meses previos: singao.

    Los más de mil presos políticos que desde entonces, o a partir de las jornadas posteriores al 11 de julio, se acumulan en nuestras prisiones, son otro aspecto de la saga de aquel día en que un pueblo famélico, y golpeado brutalmente por la epidemia de COVID-19 —en medio de una campaña estatal de encubrimiento de los muertos—, supo anteponer la trascendencia de la libertad a sus demandas más imperiosas.

    El dolor por el arbitrario arrancamiento de Jonathan, que determinó a su nuera a dejar de alimentarse, llevó a Bárbara a interrumpir su tratamiento del sida. No fue hasta meses más tarde, ayudada por la asistencia especializada que la sociedad civil le procuró, que comenzó a medicarse de nuevo. Conoció entonces que le hace resistencia al medicamento que había estado consumiendo hasta ese momento. Para precisar el nuevo tratamiento, coincidentemente —una coincidencia que Bárbara me comenta sin suspicacia pero que a mí me llena de sospecha—, las citas de los análisis se las ponían los martes, el día de visita de Jonathan durante sus últimas semanas en cautiverio. Para Bárbara, frente a esa «coincidencia», no había nada que determinar entre si ver a su hijo o hacerse los análisis necesarios: su consulta médica se quedó pendiente.  

    El pasado 20 de mayo me contó Bárbara que, siendo muy chiquito, de cuatro o cinco años, Jonathan se enfermó. Desde entonces él tomó el hábito de dormir con su mano agarrada. «Yo pensaba que él iba a perder esa costumbre el día que tuviera novia, pero no fue así, la novia dormía a su izquierda, usando su brazo de almohada, y con su mano derecha él tomaba la mía. Nuestras camas están muy pegadas». Una vez con Jonathan en casa, le pregunté a Bárbara si seguía tomando su mano para dormir. «Esa fue una de las cosas que lograron los cínicos de la dictadura quitarle, aparte de que no habla mucho, hay que sacarle las palabras, perdió la costumbre de dormirse con mi mano tomada», me respondió.

    Tata Poet, Boris González, Bárbara Farrat junto a su esposo y nieto / Foto: Cortesía del autor
    Tata Poet, Boris González, Bárbara Farrat junto a su esposo y nieto / Foto: Cortesía del autor

    No perdió, sin embargo, el hábito de pedirle la bendición a su madre. «Desde chiquitico yo lo acostumbré a eso. Cada mañana le doy un beso en la frente y lo bendigo. El día de su detención, cuando a él lo condujeron a la Unidad policial de Aguilera, él quería que yo me le acercara para besarlo y abrazarlo. Yo le dije que no me iban a dejar y el mismo patrullero me dijo que fuera y le diera un beso y un abrazo. Él me puso su frente como siempre, yo le di un beso y él me dijo: ‘¿Y no me vas a dar la bendición?’ Le di un besito en la frente y le dije: ‘Que Dios te bendiga, te proteja y te dé mucha salud’».

    Todos estos meses, por teléfono y durante las visitas en la prisión, las últimas palabras de Jonathan a Bárbara fueron para pedirle la bendición. «Aunque pasaron diez meses casi, que yo pensé que esa costumbre se iba a perder, el primer día, cuando abrió los ojos y se dio cuenta que estaba en su casa, me pidió la bendición como siempre», me dijo Bárbara, cuando hablamos a propósito de tener a su hijo de vuelta en la casa.

    Bárbara me contó que en los meses que estuvo sin su hijo perdió la calidad del sueño. Eso no lo hablamos el 20 de mayo, sino la última vez que conversamos. Tomó el hábito de despertarse a medianoche y encender el televisor sin sonido y ver lo que estuvieran proyectando leyendo los subtítulos, para no molestar a los que dormían. «La segunda noche de él estar aquí fui a hacer lo mismo, y caí en la cuenta de que lo tenía conmigo. En ese momento empecé a reaccionar y mirándolo, acostada, exploté en llanto, fue como algo que el cuerpo necesitaba. Me quedé acostada en la cama mirándolo y llorando».

    El pasado 20 de mayo, cuando la República cumplía 120 años y yo escuchaba a Bárbara hablar, comunicarme la mayor parte de lo narrado hasta aquí con su propia voz, en su casa, rodeada de sus familiares más allegados menos de su hijo, tuve la sensación que describía al principio de este artículo, que Bárbara encarnaba mejor que nadie a la República en su aniversario. Que no era posible expresar mejor nuestras penas ni nuestra gloria. No fue una sensación simple. En el proceso de escritura he advertido la dificultad para narrar aquella experiencia trascendente, la que me hizo sentir, de una vez, la contundencia de ciento veinte años de historia.

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    2 COMENTARIOS

    1. Solo un señalamiento al artículo: Cuba no es una República pues no responde el sistema político vigente a una sola de las características de la forma republicana de gobierno

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