La situazione

    «¡Que te esperes!», me dice el hombre que agarra al pájaro. Lo tiene en su mano, donde solo se ve la cabeza pelona del ave. «¡Que te esperes!», y se detiene para respirar.

    «Han salido de la embajada…», jadea, «han dicho…», jadea, «la mujer del vestido rojo…», jadea, «han dicho que quizá tu caso…, que va a volver a salir el hombre de la lista». 

    Ya me iba sin esperanza, pero siendo así regreso y me siento al sol frente a la embajada, que es como estar sentada al sol frente a la incertidumbre. La embajada está llena de cristales y rejas y jardines, y tiene un guardia armado que la protege y responde en monosílabos, con esa frialdad, esa desconexión emocional que debe padecer un hombre después de sostener un arma durante mucho tiempo.

    Me volteo y le digo al hombre que aprieta al pájaro que muchas gracias por irme a buscar, que ha sido tan amable. Me cuenta que está haciéndole un trámite a su hermana, que sabe cómo es todo de difícil aquí, que no quería ver a alguien perder un día en vano. El pájaro que aprieta es un sinsonte que habrá roto el cascarón hace apenas un día. Seguro se cayó de su nido, de un pino de los que bordean la 5ta Avenida, y este señor lo recogió para cuidarlo hasta que pueda volar. Hay gente que es así por naturaleza, gente que salva animales, que corre detrás de los desconocidos para ayudarles, jadeando, a cambio de nada. 

    Al final, espero bajo el sol casi una hora hasta que sale el hombre, y yo voy, la mujer del vestido rojo, y le pregunto si hay solución. El hombre me dice que debo darle los nombres de mis familiares y que ya revisa él, que lo espere. Tiene la piel pegada a los huesos como un forro, y cuando le he pedido antes que me ayudara, por favor, me ha dicho brutalmente: «Así hay miles de personas».

    Miles. 

    De personas. 

    Le doy a mis familiares, de vuelta a casa, la mala noticia. Les digo que el hombre salió por segunda vez, que me dijo: «Vuelva dentro de tres meses, ellos deben pedir una cita». Era tan simple. Era poner un sello en un documento. Una aprobación. Un comprobante y listo. Para que mis familiares pudieran trabajar en ese país en el que viven ahora. Y quien dice trabajar dice sobrevivir. 

    Pienso en las miles de personas que están así. En esas esperas. En esas vidas coaguladas hasta que llegue tal papel, tal carta. Pienso en el pájaro apretado por la mano del hombre.

    ***

    La calle novena parece un desierto. El sol y el calor le sacan esa vibración, esa categoría alucinante. Sobre ella no pasa ni la sombra de un carro. En la parada, a diez metros de mí, la gente se aprieta para acurrucarse bajo un rectángulo de zinc que es el techo de la parada, que es, a su vez, cuatro tubos y un banco de concreto. No pasa ni la sombra de un carro. 

    En el Cupet más cercano, el cordón de autos rodea la cuadra, la rodea como una boa de piel multicolor. Viene un señor con una camisa coralina, brillante, viene y me dice: «¡Qué situazione!». Y apunta hacia la calle como se apunta a un muerto, horrorizado. Permanezco inmutable y el señor se aleja un poco, secando su frente con un pañuelito. Y ahí sí viene un carro de doscientos pesos hasta El Vedado y trecientos hasta La Habana, y lo cojo hasta El Vedado, que es para donde voy. Y más adelante lo para el señor de la camisa brillante, el italiano, y lo coge hasta La Habana que es donde lo espera Tere, la novia suya. Lo sé porque al subirse le telefonea:

    —Tere, ya voy llegando en auto. Qué situazione con la gasolina esta, ni un auto, Tere, ni uno, hace una hora. Una hora de la vida…

    Tere le dice algo y él cuelga y me guiña un ojo verde, lleno de lujuria y entusiasmo, y hasta me explica: la novia mía.   

    ***

    Me dice el de los mangos que a 150, uno, y tres por cuatrocientos. 

    Me dice el de las malangas que a 150 la libra. 

    Me dice la mujer de los tomates que si ella pudiera se ponía un motor en cada pierna y se iba por sobre el mar, como Cristo. 

    Me dice el chico de los mosquitos, con su gorra lavadita, que le dé el papel y le diga si tengo tanques y bandejas de refrigerador. 

    Me dice la mujer del pan que este calor le tiene la espalda vuelta un charco. 

    Y dicen esas dos señoras que iban conversando casi conmigo por la calle E del Vedado, como quien sube de Línea hasta 23, que qué bueno que ya se acabó la semana de receso, porque no aguantan a los nietos el día entero, pidiendo algo de comer. Se les aprieta el pecho. ¿Y qué van a darles, a ver?, si son, como mínimo, desayuno, dos comidas y las meriendas… 

    Me dice el botero que no le tire la puerta del carro, porque antes se podía ir a un mecánico, pero ya no.

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    Katherine Perzant
    Katherine Perzant
    Ha sido funambulista y chainsmoker. Como el Paterson de Jarmusch, escribe poemas que nunca publica. Posee una debilidad alarmante por los puentes y las boyas. La toman, tan a menudo por extranjera, que se siente así en todas partes. Quisiera creerle a Issa, que le sobrevive, le sobrevive a todo, la frialdad.
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    1 COMENTARIO

    1. No sabes el efecto que escritos como este tienen en mí, que en nada se compara a lo que padeces diariamente. Mi comentario se ciñe a que muchos aquí, en Puerto Rico, gente del mundo académico y jóvenes seguidores de Calle 13 y Cia., piensan que Cuba es el paraíso de la justicia social, con gente muy instruída porque la educación es gratuíta, y todos muy sanos porque el Estado los cuida desde la cuna hasta la tumba. Questa è la situazione. Saludos

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