Saratoga: el lujo y el abolengo

    Al caminar por los corredores del hotel Saratoga se incorpora en mí una pretensión, una arrogancia que por lo general poseen las personas adineradas, o las que tienen conocimiento de una verdad. Al entrar a la acera-corredor, a las arcadas grises que brindan protección, empiezo a caminar erguido, orgulloso, con la vista al frente, como si el edificio impusiera en mí su elegancia, su sobriedad. He dicho en más de una ocasión que quiero algunos edificios, algunos monumentos, unos libros, autores, la vida de ciertos artistas, igual o más que a las personas, no siento vergüenza por reconocer esto. Quizás sea porque casi siempre he estado rodeado de ficciones. La magnificencia del hotel no es desbordante, se redimensiona por la zona de la ciudad en la que está emplazado. Por detrás, a un costado, el barrio se vuelve «humilde», más bien marginal.

    No cabe duda: lo he comprobado, cuando me aproximo al hotel, me preparo, estiro mi camisa, mis pasos son más seguros. El edifico es una entidad viva. En más de una ocasión me detuve ante el atril de madera, frente a una de las puertas del restaurante que da a la calle. En el atril, como si fuera una partitura, se mostraba la carta donde se anunciaba las ofertas de desayunos. Si existe alguna invitación que siempre voy a agradecer es la invitación a desayunar, sobre todo muy temprano, si fuera posible a las siete de la mañana, cuando aún la luz es tímida. Se trata de poder alimentarse mientras se ve el avance de la intensidad del sol, su resplandor. Muy pocas personas me han invitado a desayunar.

    En el Saratoga costaba 17 dólares y algo uno de los desayunos, mucho dinero para mí. Pero no es la oferta gastronómica lo que seduce, sino la mesa colocada frente a la pared de vidrio, los cristales perfectamente limpios a pesar del constante polvo de la Habana, esa trasparencia que permitía ver los comensales, la vida laboral que fluye en el interior de los cubículos refrigerados. Las cortinas dobles de un verde aceituna reforzaban la elegancia, parecía pesado el tejido. Una soga hecha de hebras de diferentes tonos de verdes amarraba las telas a los costados de las ventanas.

    Ilustración: Yanier Ha. Palao

    Se imponía el edificio por su característico color verde, un verde terroso, tiza, opaco. Llegué a distinguir a dos de los porteros que por lo general siempre veía custodiando la puerta principal del hotel. El primero era negro, la típica figura, alto, fuerte, los músculos de sus brazos parecían romper la camisa que siempre llevaba abotonada hasta el cuello. Nunca supe cómo podía llevar su camisa así, estando afuera del hotel, con un calor asfixiante. El rostro de ese hombre parecía frío, pero si le mantenía la mirada, me regalaba una ligera sonrisa. Tenía el cuerpo de un atleta de alto rendimiento. Me lo imaginé desnudo en varias ocasiones. El turismo, bien lo sé, es una industria de la simulación, de perversión.

    El otro portero era joven, de unos 35 años, un cuerpo menudo, se podría decir que coqueto con el espectáculo que regala La Habana. Es un hotel que tiene una solo puerta principal, por ella acceden los huéspedes e invitados. La otra puerta es la de servicios, por la calle del Teatro Martí. Mi idea de desayunar en el Saratoga seguía en pie. Más de una vez separé el dinero para darme ese gusto.

    Veía a los turistas sentados con sus espaldas rectas, comían huevo frito con unos cubiertos largos, delgados, que me recordaban los bailarines de ballet. Los cubiertos relucían en las manos de aquellas personas. El huevo frito se catapultaba en esa escena. Detrás, una pared tapizada por un mueble de madera donde colocaban las botellas de vino. Del techo colgaban lámparas en formas de óvalo conformada por varios cuadraditos de cristal de colores.

    Ilustración: Yanier Ha. Palao

    En una ocasión le pedí al portero negro que me dejara pasar al baño. Era solo un pretexto para poder entrar al Saratoga por primera vez. El portero fue gentil, pero lo pensó. Me miró con cara de sospecha, como si tuviera miedo de que yo fuera a dejar algún petardo en el tanque del agua del inodoro. Al llegar a La Habana uno de los primeros lugares que frecuentaba, en los que quedaba para encontrarme con amigos, era La fuente de la India. De esa etapa la única persona que recuerdo es Iván Grizle.

    Nos quedábamos hasta altas horas de la noche, esperando que pasara el primer P-10 a las cinco de la madrugada. Los extranjeros huéspedes del Saratoga salían al balcón a tomar el aire, a fumarse un cigarrillo o a saludarnos. En una ocasión un muchacho alzó su brazo y nos saludó desde el balcón de su habitación. Hizo una señal de que bajaría, pero no le creímos. Todos pensamos en el grupo que el extranjero tendría miedo. Pero no fue así, nos sorprendimos mucho cuando lo vimos salir del hotel, en short y camiseta, con una botella de vino en la mano, uno de esos vinos que había deseado probar cuando pasaba por los corredores de la instalación.

    La botella se esfumó rapidísimo, y nosotros les brindamos el vino que consumíamos, uno artesanal que vendían unas señoras por el Parque de la Fraternidad y los alrededores.

    El hombre, australiano, bombero, dominaba algo el castellano porque vivió un tiempo en España. Sentí miedo por él, no quería que le pasara nada en su primera noche en La Habana. Todos le coqueteamos, pero él solo conversó, tiró unos pasillos al ritmo del reguetón de un bicitaxi cercano y más tarde se fue, casi sin despedirse.

    El Saratoga también fue punto de partida. Frente a su acera-corredor hacíamos señas para tomar una máquina que nos llevara a Playa o al Vedado. Igual, cuando tomábamos un almendrón en 23, el chofer nos decía hasta el Saratoga. El hotel no era solo una lujosa instalación de hospedaje, el hotel se había convertido en un punto de referencia.

    La segunda vez que visité el Saratoga fue cuando el editor encargado de dirigir la revista Habano, del festival de dicho nombre, me pidió que escribiera un texto sobre el tabaco. Apenas me dijo esa frase sonreí, nunca había escrito nada sobre el tabaco, pero tenía que hacerlo, me iban a pagar bien, 80 dólares, y la invitación a la presentación de la revista en la piscina del Saratoga. Cuando me lo dijeron no pude contener mi alegría, seguro me brillaron los ojos.

    El texto que pude escribir fue sobre mi abuelo, el papá de mi papá, el señor no fumaba tabacos, los mascaba, era un hombre de mal carácter, me golpeaba de niño, creo que también golpeaba a mi abuela, tenía los dientes amarillos, negros de tanto mascar tabaco, usaba un vaso importado de la Unión Soviética para escupir la saliva negra de sus mascadas, creo que todos le teníamos asco. En las tardes calurosas se sentaba en las afuera de la casa en un taburete recostado a la pared del portal y allí, sin hablar con nadie, mascaba sus porciones de tabaco. El vaso de origen soviético en el piso, donde caían las escupidas de saliva negra. Las moscas se posaban en el borde de aquel recipiente.

    Mi texto desentonaba con los demás, por lo general eran escritos elogiosos. El editor encargado de la edición tuvo que intervenir para que el director del festival aceptara mi escrito. De la noche de presentación en la piscina del Saratoga recuerdo la vista espectacular de La Habana desde aquel sitio. Los empresarios y la gente de negocio hablando entre ellos, la mirada de muchos puesta sobre mí por lo mal vestido que me encontraba. Mi mirada, de vuelta, mostraba desprecio y displicencia. Conocer la piscina del Saratoga no fue lo que yo creí podría ser. Esa noche me salvó La Habana, su luz vista desde esa azotea, y la algarabía en la Fuente de la India y el Parque de la Fraternidad. Siempre fue más gratificante pasar cerca del hotel, no conocer sus interioridades. Igual sucede con las personas. Demasiada complicidad y exposición puede hacer daño.

    Repasé una y otra vez las noticias del siniestro, la lista de fallecidos en aumento. Tanta elegancia podía hacer daño, un daño así. Una fisura, el gas depositándose en el área de almacenamiento para abastecer la instalación. esos detalles fueron suficiente para la explosión. Los trabajadores habían ido felices al hotel. Algunos amigos y familiares sentían envidia de ellos, de cómo pudieron encontrar un trabajo tan bueno y en un lugar tan bonito.

    Ese día las muchachas de servicio de habitación y limpieza pasaban una y otra vez paños y papel periódico por los cristales para que se mantuvieran relucientes. Las cortinas fueron aspiradas para que el estampado en arabescos de un tono cobrizo se viera con más intensidad. La explosión sucedió a las diez y cincuenta de la mañana, la hora en que solía pasar y mirar con orgullo hacia el interior del Saratoga. En muchas ocasiones entraba a la boutique que quedaba a un costado. No compraba nada, solo estaba allí un rato, mirar la ropa cara, sus precios, los afiches de actores conocidos que se ampliaban en las paredes. Mantenerme cerca de esa otra vida que, por ser tan distante a la tuya, también te pertenece.

    He visto las fotos de los fallecidos, la de los socorristas con sus uniformes, las de los donantes de sangre, la estructura interna de la construcción, las arcadas grises deshechas, el parterre de la entrada, de tejas traslúcidas, con el nombre del edificio Saratoga en el piso, rodeado de escombros. Será eso lo que nos quiere decir la vida: la belleza, la elegancia puede que termine en basura, en escombros, en muerte.

    Cuánto gas se necesitaría para que explote un edificio. Sé que los hoteles en muchas ocasiones han sido lugares relacionados con el crimen, la mafia, relacionados con alguna traición, infidelidad doméstica. Pero esta vez el edificio explotó, al parecer, por un sencillo accidente. Esta vez el criminal fue la negligencia, la precariedad. No puedo dejar de comparar las imágenes de los edificios bombardeados en Ucrania con las fotos de la explosión del Saratoga.

    Un día antes de la explosión hablamos mi padre y yo por video llamada, me envió unas fotos al terminar nuestra conversación. Después de verlas por un rato las borré, no pude seguir mirando. Mi padre moría. Él no lo sabía, estaba demasiado flaco, había dejado de comer, se le veía la estructura interna, el esqueleto, los huesos. En la noche seguí pensando en él. Al despertar, recibí varias fotos del hotel Saratoga en ruinas y vi la estructura al descubierto, el acero que conforman las vigas y columnas internas. El esqueleto del edificio, mi padre, su decisión rotunda de dejar de comer.

    El Día de las Madres, la tarde siguiente, recibí una llamada: «Tu papá murió». Algo me quedaba claro. Si alguna vez restauran el hotel Saratoga, ya no tendré deseos de desayunar en su restaurante, mirando al Parque de La Fraternidad y a la Fuente de la India.

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    Yanier H. Palao
    Yanier H. Palao
    Yanier H. Palao (Cuba, 1981). Escritor y artista plástico. Sus manos han envejecido prematuramente por su antigua labor como restaurador. Sus manos han acariciado más la piedra de cantería, el yeso, las rejas de hierro, que la piel humana. Le interesa lo escondido, recoger fragmentos, desechos, con ellos construye artesanías que después vende. Le hubiera gustado ser arqueólogo. Ha publicado, entre otros, los libros: Sombras del solo (Ed. Holguín, 2005), Peces en bolsas de nylon (Ed. Ávila, 2009), Música de fondo (Ed. La Luz, 2010), A la intemperie (Ed. Holguín, 2011), Vaciados (Ed. Aldabón, 2011), Esteros (Ed. Abril, 2013). Ha recibido numerosos premios entre los que se encuentran el “Premio Calendario” en Poesía, 2012 y la beca de creación literaria que otorga el proyecto “Torre de Letras”, 2016. En el 2018 publicó Óxido por Letras Cubanas. Recientemente ha salido a la luz País excéntrico, publicado por Iliada Ediciones.
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