Tengo un mensaje por la mañana en el teléfono. La letra acompaña una imagen. Lo veo antes de levantarme de la cama:
«Estamos llevando a procesión virtual el crucifijo que detuvo la peste en Roma espero colabores, compartiendo a tus amistades».
He conservado la letra del original. Su puntuación. Lo que me cuesta conservar ante el leve agramatismo de la invitación es la paciencia. «Procesión virtual», escriben. ¿Se ha olvidado la gente de lo que «virtual» significa, acaso?
Es día de lluvia y Siri dice que habrá más. Me doy una ducha y tomo un desayuno frugal. Un número de hoy: me subo a la báscula y son 77.8 kg de carne, huesos y tedio. Ni cobrándolos a 20 euros el kilo daría para un entierro digno con la inflación que la pandemia ha traído al sector funerario.
Trabajo penosamente en el horario de la mañana. Los días se acumulan y faltan todas las vitaminas, también las del ánimo. Tropiezo en el texto con escollos que en otras circunstancias habría sorteado con destreza.
Me acuerdo de la dichosa «procesión virtual», que me hace rabiar. Y sé que no es la superstición del Cristo la única que planea estos días sobre el dolor y el miedo. Lo hace también la superstición del mundo nuevo que vendrá después de la peste. El mundo después de este mundo, como el que anuncian las religiones con libro y administración. Y también esa que es la mayor de todas las supersticiones: la de la revolución.
En lo que va desde el año 2000, que ya, por cierto, comenzó con la decepción de aquel Y2K Problem o Error del Milenio, cuando se esperaba que el mundo colapsara por un fallo informático general que no se produjo, ha habido dos momentos antes de este en los que agoreros, activistas, suegras y charlatanes varios han señalado que nada volvería a ser como antes. Y han clamado que la humanidad se encontraba ante frontera, Rubicón, límite. Que un mundo nuevo venía.
La primera fue cuando se estrellaron los aviones contra las Torres gemelas y el Pentágono en 2001. Nada volverá a ser igual, se decía. El mundo ha cambiado para siempre, titulaban los periódicos. Y algo cambió, en efecto. Hubo guerras en la periferia de Occidente… Y la vigilancia y el control abrieron el debate entre la libertad y la seguridad. Veinte años después vivimos rodeados de cámaras y los Estados y las grandes empresas saben más de nosotros que lo que somos capaces de recordar nosotros mismos. Pero creer que eso se lo debemos a Osama Bin Laden y a los instructores de un par de escuelas de vuelo en la Florida es erróneo.
Años más tarde se produjo el segundo momento del que nos dijeron que sepultaba un mundo y asistiríamos al parto de otro. Fue con la declaración de bancarrota de Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2008 y el subsiguiente colapso del sistema bancario. Recuerdo ir en bicicleta unos meses después por Key Largo, en el sur de la Florida, y ver una tras otra las casas con los sellos que las marcaban con el peso de los juicios hipotecarios, las forclosures. Y recuerdo sobre todo que yo pedaleaba y recordaba aquella frase espléndida del Manifiesto comunista: «Todo lo sólido se desvanece en el aire». Porque lo que mostró aquella crisis fue la fugacidad de todo aquello, las patas de garza de un mundo alimentado por la codicia. Un mundo de mentiritas, tan falso como la sonrisa de las azafatas de Delta Airlines cuando ofrecían snacks a las familias de Detroit que volaban a Fort Lauderdale a embarcar en un crucero lleno de pianos blancos y bufés libres doblados por el peso de piñas y naranjas. ¿Cambió de veras el mundo la crisis de las subprimes en 2008 y más? Llamé ahora a J., mi amiga en Wall Street, que estas semanas trabaja desde casa con las pantallas donde se mueve el dinero del mundo iluminando el salón de estar. «No cambió el mundo, ni el negocio», me dice: «Trajo, eso sí y para bien, más control, más regulación, más transparencia. La directiva Solvency II en Europa, que puso mucho orden y dio mucha más seguridad a clientes y operadores en general. Se limitó la capacidad de préstamo. Se impusieron mayores reservas de capital para operar». En definitiva, como antes con la crisis de 2001, el sistema se reforzó: más keynesianismo, es decir, más Estado, y menos selva.
«Estamos llevando a procesión virtual el crucifijo que detuvo la peste en Roma…», decía el mensaje con el que me desperté hoy. El regusto medieval vuelve cada mañana de estos días de la peste como se repite el del gazpacho en los de verano. Supersticiones, superchería, fe y esperanza.
En la tarde acepté otro pequeño trabajo para estas semanas. Como siga cogiendo encargos y rindiendo tan poco como hoy, se me verá rogándole al Gobierno que prorrogue el estado de alarma antes de que mis clientes puedan salir a aporrear mi puerta.
Caía ya la tarde y me afanaba en la bicicleta estática antes de que los vecinos aplaudieran, cuando me llamó L. Hablamos de algunas cosas vagamente funerarias, y de repente me empujó a entrar dando vítores a la iglesia de la que llevaba todo el día saliendo a patadas. Resulta que P., director del reciente clip de Luna Ki, la formidable cantante trap, le comentó que la imagen en la que aparezco cantando es una de las más comentadas por los espectadores, 295.810 en Youtube ahora mismo. Rodado en una iglesia de mi barrio, en ese video (00:29) entono henchido de fe la línea: «Quiero verte ese buti que tú tienes, mami, ¡pártelo!»
De todas las frases de las que me he encargado en la vida, esta es la que más se me ha escuchado y no puedo ignorarla, en estos tiempos de pandemia, en la lista donde adelanto mis epitafios.
«Procesión virtual», dicen, ¡como si yo no hubiera tenido la mía ya por todo Youtube, realísima, antes de que la pandemia me encerrara aquí!