Las viejas piscinas de mar

    «Como el oleaje del fondo.»

    Saint-John Perse. Elogios

    Nadar en una piscina viendo el mar es como masturbarse junto a tu pareja dormida. Sin embargo, esa tarde todos se bañaban en las viejas piscinas naturales de la calle primera, donde los mosaicos lamidos por el salitre se han convertido en espejismos, en rosas improbables y abrojos que azulean bajo el sol.

    Las chicas se bañaban con sus perros, los niños se lanzaban desde escaleras altas y las madres aplaudían, después que asomaban la cabeza, después de verlos hundirse y salir gritando: 

    «¡Mamá!»

    «¡Mamá, mira!»

    Bañistas. Foto: Katherine Perzant

    Las piscinas habían perdido su forma original, si es que alguna vez la tuvieron; el mar entraba en ellas con olas enormes que atravesaban las rocas y las desbordaban. 

    Alguna vez, imagino, esas piscinas fueron privadas y esas empresas colindantes fueron casas de gente muy rica, que pudiéndose bañar en el mar, prefería bañarse viendo el mar. Detrás de una barrera de concreto. 

    Ese límite, esa partición, produce en el bañista un efecto de seguridad, es cierto, lo ampara de lo inmenso, de lo total. 

    Aquí adentro estoy seguro, piensa el bañista. Allá afuera no. 

    Aquí adentro no hay peces enormes. Allá afuera sí. 

    Aquí adentro no cabe un barco. 

    Aquí adentro no cabe la muerte. 

    Aquí adentro es casi el mar. Casi…

    Bañistas. Foto: Katherine Perzant. 

    Las estaba mirando desde un muro derruido, que era también como una tribuna frente al mar; las estaba mirando mientras escuchaba el falso discurso de las olas, esa insinuación del agua, a las piscinas llenas con su bullicio de verano, aunque es apenas abril. Y por debajo del muro se abrían huecos entre las rocas untadas de musgo por los que el mar escupía cada veinte segundos. 

    Uno contaba hasta veinte y ahí salía el cañonazo salado, como una cabeza desintegrándose en burbujas y gotas iridiscentes. Y yo anotaba en mi libreta mojada: «Una ola tarda en volver veinte segundos.» El mismo tiempo que me tomaba escribir: «Una ola tarda en volver veinte segundos…»

    Y más allá de los huecos que abrió la fuerza del mar durante años y años, bordeando montañas de escombros, de ladrillos, mármoles y cachos de tejas, de inopia, dejadez y nostalgia, de papelitos de caramelos amontonados y latas abolladas, quedaba una piscina vacía en la que solo flotaban nubes obesas y tiernas. Flotaban como balsas a la deriva, hechas de lino, de tules. Parecía un lugar olvidado. De otro mundo. Un lugar que solo podía existir en el minuto final de los sueños. 

    Esta piscina había sido separada del resto por una pared de bloques. Me acerqué más, bordeando huecos aún más grandes, abiertos como canales y desembocaduras. Me acerqué para ver aquellas nubes flotantes bien cerca. Como queriendo tocarlas. Y vi, porque la vi, a una mujer morena, joven, se bañaba entre las nubes como un cisne abandonado y se quedó mirándome fijamente, casi el mismo tiempo que tarda en volver una ola, y yo la saludé discretamente, con una mano torpe, y entonces dio un giro maestro, que solo dejó asomada entre las olas una pata de rana rosada que un segundo después se volvió espuma. 

    Piscina natural. Foto: Katherine Perzant

    Lejos, en medio del mar, dos hombres surfeaban con alas delta bajo una uve de pelícanos. Yo los había visto antes de llegar, se estaban preparando junto a la costa, metiendo sus cuerpos en trajes de hule, subiéndose mutuamente cremalleras que iban desde la pelvis hasta el mentón. 

    Las tablas de surf se entrecruzaban en el mar y las alas delta, encima, parecían dos pájaros enormes apareándose, jugueteando. El pelícano más grande iba a la cabeza del grupo, en la misma punta de la uve; rodeaban el litoral buscando comida, reflejando su vuelo en las viejas piscinas. Y toda esa gente allí, entre ellas yo, mirando un mar servido como un plato de sopa. 

    ¿Los pelícanos habrán encontrado qué comer? 

    ¿A dónde se habrá ido su vuelo flexible como una bandera?

    Su vuelo que ondeaba sobre mi cara.

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    Katherine Perzant
    Katherine Perzant
    Ha sido funambulista y chainsmoker. Como el Paterson de Jarmusch, escribe poemas que nunca publica. Posee una debilidad alarmante por los puentes y las boyas. La toman, tan a menudo por extranjera, que se siente así en todas partes. Quisiera creerle a Issa, que le sobrevive, le sobrevive a todo, la frialdad.
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    3 COMENTARIOS

    1. Prosa límpida como los espacios que describe. Salvaguardas físicas y barreras mentales del subconsciente isleño, a los macabros escualos cebados por los hijos muertos del bochornoso exilio. Llevan tanto tiempo allí que el mar les ha borrado el «casi» para hacerlas albercas totalmente naturales. Salud Os.

    2. La voluntad y el ingenio hicieron posibles esas pozas saladas arrancadas a ese litoral agreste de la costa norte habanera. Disfrute en mi niñez en algunas parecidas a varios kilómetros al oeste de donde ubican esas. Caminando sobre los dientes de perro y esquivando erizos hasta llegar al agua cristalina para disfrutar de algo muy cercano a estar en el paraíso. Saludos.

    3. Es una pena que la cagues en el primer párrafo: lo de la masturbación está puesto ahí sin ton ni son. Una imagen que no tiene nada que ver con lo que cuentas. Creo que eres de las que quiere escandalizar un poco o estar a la moda en el destape que hay en Cuba desde hace algunos años. Total, si ni siquiera posadas hay y la gente singa en las paradas de guagua, en portales de casas ajenas, etc, etc, etc…

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