El estreno del documental de Pavel Giroud —y el consiguiente debate sobre el derecho del cineasta a no hacer público de inmediato todo el material del ICAIC que llegó a sus manos— ha dado nueva actualidad al caso Padilla. No he visto el documental, solo los fragmentos que Jorge Ferrer ha compartido en YouTube, los cuales conforman, al parecer, un tercio de la filmación original. Pero incluso la totalidad de esa cinta, cuando al fin esté al alcance de todos, ¿revelará algo que no sabíamos? ¿cambiará significativamente nuestra comprensión de aquel affaire o de la figura de su protagonista? Así como, en una entrevista reciente, Giroud ha alegado la necesidad de contextualizar el caso Padilla («la decisión de hacer la película y no revelar las más de tres horas que tengo en mi poder, es que tras esta segunda, solo se acercarían a ella los mismos que siempre han estado interesados en el caso. Sin embargo, una película que contextualizara el por qué ese hombre está en esa situación podría llegar a mucha más gente, que luego se enfrentaría al metraje total con más información, sin que le sonasen raros determinados nombres, publicaciones o sucesos»), habría que contextualizar El caso Padilla, ponerlo en perspectiva histórica.
A diferencia de las conversaciones de los intelectuales con Fidel Castro en la Biblioteca Nacional en junio de 1961, de las que solo se han publicado fragmentos, el caso Padilla ha sido de sobra documentado. En el propio 1971, Lourdes Casal compiló en un libro, El caso Padilla: literatura y revolución en Cuba (Ediciones Nueva Atlántida) la mayoría de los textos relacionados con la detención del poeta, su intervención en la UNEAC (tal como apareció en el número 65-66 de la Casa de las Américas), y las dos cartas abiertas a Fidel Castro en que un grupo de célebres escritores extranjeros que hasta entonces habían sido «compañeros de viaje» denunciaron por primera vez al gobierno cubano. En 1998, por el treinta aniversario de Fuera del juego, Ediciones Universal publicó una edición conmemorativa que recogía, como apéndices, muchos de esos documentos. Y en 2018, ya para el cincuentenario de la publicación del poemario, Rialta los reprodujo en su sitio web, añadiendo la polémica entre Padilla y El Caimán Barbudo que constituye, por así decir, el prólogo a la tragicomedia que culminó con el célebre mea culpa en la sala Martínez Villena de la UNEAC.
A Rialta, como antes a Lourdes Casal, se le escapó sin embargo un documento crucial: la transcripción que apareció en el primer número de la revista Libre, en 1971, donde además del discurso de Padilla, se recogen las intervenciones de Belkis Cuza, César López, Manuel Díaz Martínez, Norberto Fuentes y Pablo Armando Fernández, así como las de los «funcionarios de la cultura» José Antonio Portuondo, Armando Quesada y Martínez Hinojosa. Estas sí aparecen en el libro de Norberto Fuentes Un affaire para recordar. Edición facsimilar de los boletines de la cancillería cubana sobre el caso Padilla, publicado en 2021, el cual reproduce dos publicaciones del Ministerio de Relaciones Exteriores que eran, desde luego, para uso interno. «Hemos creído nuestro deber recoger los principales aspectos de este caso, a fin de mantener informado a nuestro personal en el Servicio Exterior sobre sus diferentes facetas y darle a conocer, en la medida en que se pronuncien, todos y cada uno de los que se han autotitulado ‘amigos de Cuba’ y que en momentos en que el imperialismo y la reacción mundial han desatado una campaña de mentiras contra la Revolución Cubana, se han sumado a la misma demostrando su blandenguería y dependencia intelectual» (Cuarteles de Invierno, 2021, p.133).
Como en su anterior libro, Plaza sitiada, Fuentes insiste, en la cronología que abre este nuevo libro, en presentar todo el asunto como una suerte de combate personal entre dos machos alfa (Norberto Fuentes y Fidel Castro) y uno beta (Heberto Padilla), pero el volumen es muy de agradecer: esos exhaustivos boletines del Departamento de Relaciones Culturales con el Extranjero vinieron a completar, o redondear, el archivo del caso Padilla. Aquí está no solo, íntegra, la transcripción de la sesión de la UNEAC, incluyendo la larga intervención de René Depestre, que no estaba recogida en la revista Libre, sino también los numerosos cables de prensa que siguieron, que reportan declaraciones a favor y en contra del gobierno cubano, editoriales de periódicos de Europa y Latinoamérica, y hasta artículos completos, como «Ofuscaciones, equívocos y fantasías en el mal llamado caso Padilla» de Rodolfo Walsh.
Los boletines incluyen, además, aquella «Carta de Heberto Padilla al gobierno revolucionario» que, divulgada por Prensa Latina y publicada en la revista madrileña Índice, se usó para justificar la puesta en escena del 27 de abril. A la que se suma la entrevista que, pocos días después, el poeta concedió a la AFP, así como la ofensiva carta que dirigió a los firmantes de la publicada el 20 de mayo en Le Monde, escritos donde Padilla insiste de forma redundante en los talking points de su autocrítica. Y encontramos también, entre los cables de Prensa Latina, las declaraciones donde Manuel Díaz Martínez y César López, como antes Belkis Cuza y Pablo Armando Fernández, rechazaban, en términos idénticos a los de Padilla, el apoyo recibido en aquella segunda carta de intelectuales extranjeros. «Al presentar ante mis compañeros escritores y artistas una autocrítica de acciones torpes, festinadas y perjudiciales a la Revolución, no hago más que asumir la historia, desde mi posición, desde mi sitio, ajustar a su curso la marcha de mi vida, aportar con modestia una experiencia nueva» (p.185), declaraba César López el 27 de mayo. Y Díaz Martínez, el día anterior: «No comprendo cómo es posible ser revolucionario y al mismo tiempo proporcionar a la reacción mundial la oportunidad de hacer una bonita zafra de propaganda contrarrevolucionaria, sirviéndole un texto como el de esa carta, al cual se le hace descansar en dos acusaciones perfectamente falsas contra la Revolución Cubana, a saber: Que sobre nuestro país ha caído la oscuridad de la más tenebrosa etapa del Stalinismo y que la autocrítica que un grupo de intelectuales cubanos nos hicimos públicamente en la Casa de la Unión de Escritores y Artistas fue una ‘mascarada’ a la que nos sometimos mediante el terror»(p.33).
El aporte de ese material audiovisual que había permanecido inédito durante cinco décadas, y que al parecer es la base del documental de Pavel Giroud, debe entonces relativizarse. No hay demasiada sorpresa en estas imágenes, no añaden mucho a nuestra comprensión del caso Padilla. Que la autocrítica fue prefabricada es evidente en cualquiera de las versiones, más o menos completas, del discurso de Padilla, y en las subsecuentes reivindicaciones —por parte suya y de los demás escritores que intervinieron aquella noche en la sala Martínez Villena— de la autocrítica como legítimo método revolucionario. «El que quiera verificar el aspecto literal de la farsa, no tiene más que leer la carta que supuestamente escribí al Gobierno revolucionario desde la prisión el 5 de mayo. Aunque más breve, es, básicamente, el mismo texto que debí memorizar y que, casi al pie de la letra, recité en la Unión de Escritores según las instrucciones de la Policía» (La mala memoria, InterMundo, Buenos Aires, 1992, p.208), escribió el propio Padilla.
La teatralidad de la performance del poeta no hace más que confirmar, con añadidura de color local, lo que los textos de sobra evidenciaban: cómo Padilla renuncia a su lengua (aquella lengua que, en el primer poema de Fuera de juego, le piden para juntarla «al tiempo de la Historia»), adoptando de la forma más deliberada y enfática posible la lengua de la Revolución. «La autocrítica aquella fue escrita en parte por la policía, y en parte por otras personas. Hay párrafos en que yo quisiera poder identificar a la persona que los escribió. Hay algunos en que, por su grado de detalle, está evidentemente la mano de Fidel Castro» (Carlos Verdecia, «Conversación con Heberto Padilla», La mala memoria, InterMundo, Buenos Aires, 1992, p.78), señalaba el poeta en una larga entrevista que acompaña a la edición condensada de La mala memoria.
En ese libro fundamental, reeditado por Hypermedia en 2018, el autor de Fuera del juego cuenta el crescendo de sus «provocaciones» hasta llegar a la entrega del manuscrito de la novela En mi jardín pastan los héroes al rector de la Universidad de La Habana, que precipitó su detención. Sin pretensiones ni dramatismos innecesarios, rememora sus días en Villa Marista y en el Hospital Militar, las interacciones con los agentes de la Seguridad en que se fue «cocinando» la autocrítica, cómo se esforzó para que «la acusación se redujese a los llamados delitos de opinión, que solo tienen importancia para las tiranías» (p.195), la visita que hizo a Lezama en la mañana del 27 de abril…
En ese relato destacan dos grabaciones: la de la fiesta en honor de Jorge Edwards donde Carlos Fuentes llama a Fidel Castro «bongosero de la historia”, que utiliza el teniente Álvarez, a cargo de su caso, el día mismo de la detención de Padilla, y la grabación con que otro oficial de la Seguridad del Estado, durante aquella conversación en la casa de Trocadero previa a la autocrítica de Padilla, confrontó a Lezama con su propia voz de asmático, diciendo: «Es doloroso que todos los gobiernos de este país hayan encontrado en los escritores sus enemigos. Son como los sucios tribunales de la colonia, que siempre le estarán gritando a Zenea, al Zenea de turno, tú eres cubano, tú eres delicado, como nosotros somos groseros, tenemos para ti el manotazo de plomo». (La mala memoria, Hypermedia, 2018, p.149)
Lezama se equivocaba, desde luego, al hacer esa generalización; no hay en la República nada parecido al «caso Padilla», e incluso en tiempos de la Colonia, tras el Pacto del Zanjón, cuando Cuba se convirtió al fin en una provincia española, fue levantada la censura, sobreviniendo un período de relativa libertad de expresión —eso que Varona llamó «nueva era»— donde proliferó no sólo el discurso político, con el boom de la oratoria autonomista e independentista, sino también la literatura en periódicos y revistas como El Fígaro y La Habana Literaria. Su crónica burlona sobre el general Sabas Marín —por entonces capitán general de la Isla— y su familia le costó a Casal su puesto de escribiente en la Intendencia General de Hacienda, pero no provocó el cierre de La Habana Elegante; el poeta no fue condenado a prisión ni al destierro.
El conflicto entre el poder y los intelectuales es exclusivo del castrismo, y una frase del teniente Álvarez es reveladora al respecto. Cuando Padilla alega que juzgarlo por algo que todo el mundo sabe es falso sería un error, el oficial replica: «Tus amigos comenzarán a movilizarse; si hicieran lo mismo con el trabajo voluntario habría aquí más bienes de consumo que en todo el mundo» (La mala memoria, Hypermedia, p.118). Ahí se manifiesta, creo, el subtexto del caso Padilla: cómo la cúpula dirigente culpa a la supuesta vagancia de los intelectuales del fracaso de las metas productivas; convirtiéndolos en chivos expiatorios para la debacle económica epitomizada en la zafra de los Diez Millones. En la trama del affaire que nos ocupa, la «Declaración de la UNEAC acerca de los premios otorgados a Heberto Padilla en poesía y a Antón Arrufat en teatro» sigue al fracaso del Cordón de La Habana, y la detención del poeta sigue al fracaso de la zafra del 69-70. No es casual que los libros de aquellos amigos suyos extranjeros que Padilla denunciara en la autocrítica como «resentidos» —el polaco K.S. Karol, el francés René Dumont— trataran sobre las fallidas campañas agropecuarias tanto o más que sobre los debates literarios de los años sesenta.
Esas «iniciativas de la Revolución» que Padilla reconoce haber criticado «injustamente», ¿cuáles eran? ¿la creación de los «consolidados»?, ¿el rechazo de la fórmula cooperativista en favor de las «granjas del pueblo»?, ¿el «plan Banao», con sus fabulosas fresas y vides?, ¿los delirantes planes lecheros de Fidel Castro?, ¿la centralización de la economía bajo la dirección de la Junta Central de Planificación?, ¿la tala de árboles frutales para sembrar café Caturra en las afueras de la capital?, ¿el cierre de los bares y la nacionalización de las quincallas durante la llamada Ofensiva Revolucionaria?, ¿la suspensión de los feriados navideños en 1969? Mencionar una sola de las iniciativas criticadas, dar ejemplos concretos, habría roto la lógica interna del discurso, que es de principio a fin una petición de principio, el patrón mismo del dogma revolucionario.
Si ya el uso derogatorio de ciertos diminutivos («cuentecitos», «novelitas»), en el texto que habíamos leído en la compilación de Lourdes Casal y en la revista Casa de las Américas, recordaba al estilo de Fidel Castro (quien en la clausura del Congreso Nacional de Educación y Cultura hablará, una semana más tarde, de «problemillas» y de «concursitos»), el histrionismo que ahora vemos confirma esa sospecha. La pose, el tono, la inflexión de ciertas palabras, el énfasis en las erres finales, las pausas, los gestos acusatorios con el brazo izquierdo (parece que Padilla, como Castro, era zurdo): se trata de una copia de la oratoria de Fidel Castro. «Y si he venido a improvisarlo y no a escribirlo», dice Padilla. «No creía que bastara una carta del gobierno revolucionario arrepintiéndome», añade. Es significativo que la retractación no fuera leída, no ya para darle visos de verosimilitud, sino sobre todo porque el discurso revolucionario, desde las declaraciones de La Habana —donde la palabra del Comandante se confunde con las del «pueblo de Cuba»— es fundamentalmente oral. Para canalizar a quien una década atrás, en algún punto del año 1960, había dejado de ser «doctor Castro» para convertirse definitivamente en «Fidel», había que salirse de la ciudad letrada, adoptar esa suerte de coloquialismo que vino a dejar atrás el estilo declamatorio de los políticos republicanos, ese tono como casual de soberano parejero que, al tiempo que parece acercarse a la audiencia, se traga todo el aire de la habitación. Padilla lo hizo perfectamente. Ahora sabemos que además de un buen poeta, era un buen actor.
Mientras más se acerca al discurso de los carceleros, más rompe la pretensión de espontaneidad; mientras mejor resulta la imitación, más se revela el carácter guionizado del asunto. Como si, por una vez, Stanislavski y Brecht coexistieran. Su autocrítica, que era una crítica del gremio en su conjunto, una admisión del «pecado original», horrorizaba a los oyentes justo porque comprendían —era imposible no comprender— su falsedad, la violencia que la había producido y el terror que prefiguraba; cada adjetivo repetido, enfatizado («malintencionado», «imperdonable», «desagradecido», «resentido», «despiadado», «acre», «venenoso», «contrarrevolucionario»…), desplazaba la atención desde lo referencial, el contenido del discurso —que era simple: he cometido errores imperdonables, la Seguridad del Estado ha sido generosa conmigo, la estancia en solitario en sus instalaciones (ninguna presión ejercida sobre mí) me ha ayudado a darme cuenta de esos errores, ahora soy otro, y ustedes, aquejados como yo de los vicios propios de los literatos, deben hacer lo mismo—, hacia el mensaje mismo. ¿No es eso lo que en lingüística, en un alarde teórico como esos que Padilla denunciaba en su discurso, llamaríamos «función poética del lenguaje»? Padilla no rompía la ilusión dramática, no se salió de su personaje, pero toda su sobreactuación, su puro y sostenido teatro, indicaba ese otro significado que intelectuales como Mario Vargas Llosa, Susan Sontag, Jean-Paul Sartre y Juan Goytisolo comprendieron perfectamente, sin necesidad de presenciar la performance.
«Es necesario que ese hombre sea capaz de decirlo espontáneamente a sus compañeros». «Espontáneamente» significa, desde luego, «por la fuerza», «generosidad» quiere decir «atrocidad», «injustamente» es «justamente», «sinceramente» significa «estoy fingiendo». Estamos, desde luego, en el mundo retórico que escribió Orwell. Mas no, como se ha dicho, en un universo propiamente estaliniano. Si bien, como señalaba la segunda carta de los intelectuales extranjeros, la confesión de Padilla recordaba «los momentos más sórdidos de la época stalinista, sus juicios prefabricados y sus cacerías de brujas», y es un hecho que siguió de cerca el modelo de escritores soviéticos como Babel —el poeta no solo se acusaba de pesimista e individualista, sino también de inculcar su negativa visión del mundo en su círculo de amigos—, el caso Padilla se aparta del patrón de los procesos de Moscú, donde los acusados eran comunistas de la vieja guardia y, en muchos casos, aunque se sabían inocentes de los crímenes que se les imputaban, aceptaban su culpabilidad «objetiva», pues no concebían el mundo fuera del Partido.
Como señala K.S.Karol en su imprescindible libro Los guerrilleros en el poder. Itinerario político de la Revolución Cubana, incluso el caso de la llamada «microfracción», en el que fue juzgado Aníbal Escalante, uno de los comunistas «históricos», y algunos otros militantes del antiguo PSP, es notablemente distinto a los procesos de Moscú. Mientras en aquellos la fiscalía nunca acusó a sus víctimas de crímenes de facciones, condenándolos como agentes de Hitler o del imperialismo internacional, en el proceso a Escalante se trató sólo de delitos de opinión, como manifestar dudas, entre otras cosas, sobre el plan de los diez millones de toneladas de azúcar. Lo que Merleau-Ponty llama «el drama de la honestidad subjetiva y de la traición objetiva», ese misterio de los procesos de Moscú al que autores como Camus, Koestler y Sartre dedicaron páginas y páginas, está ausente del caso cubano, quizás porque en Cuba el partido fue una consecuencia de la Revolución, y no al revés.
Y si el juicio a la «microfracción» fue, según un verdadero especialista en comunismo comparado como es Karol, «absurdo y virtualmente único», el caso Padilla no fue ni siquiera un proceso. No hubo fiscal, defensa, tribunal. No estuvo dirigido a renovar, como aquellos juicios públicos de fines de los años treinta a los altos dirigentes bolcheviques, el vínculo entre el líder y las masas. La confesión de Padilla se publicó en Casa de las Américas, no en Granma, como la de Escalante, y en el discurso de clausura del Congreso Nacional de Educación y Cultura, que sí fue televisado a la nación, el nombre del poeta no apareció. Fue Octavio Paz quien mejor captó esa diferencia, en su breve artículo «Las confesiones de Heberto Padilla», cuando definió el asunto como «tránsito de la historia como pesadilla universal a la historia como chiste literario». «Stalin obligaba a sus enemigos a declararse culpables de insensatas conspiraciones internaciones, dizque para defender la supervivencia de la URSS; el régimen cubano, para limpiar la reputación de su equipo dirigente, dizque manchada por unos cuantos libros y artículos que ponen en duda su eficacia, obliga a uno de sus críticos a declararse cómplice de abyectos y, al final de cuentas, insignificantes enredos politicoliterarios. (El ogro filantrópico, Círculo de Lectores, 1983, p.279)» La confesión de Padilla es, posiblemente, única en el mundo comunista desde que su protagonista no es condenado no ya a muerte, sino ni siquiera a prisión.
La relativa fortuna de Padilla, en comparación con colegas suyos que sufrieron un ostracismo mucho peor en los setenta e incluso cárcel, ha motivado, por cierto, esa suerte de sospecha nebulosa que ha permanecido flotando sobre su figura. En uno de sus últimos escritos, «Tema del traidor y el héroe», Reinaldo Arenas —modificando opiniones de un artículo anterior, «El caso y el ocaso de Padilla»— arremetió, por ejemplo, contra el autor de Fuera del juego, al señalar que «la Seguridad del Estado le dio una residentica en Miramar» y que «el delator no sufrió la censura que sufrieron algunos de los delatados». Arenas afirmaba, además, que «en el exilio, Padilla nunca ha enfrentado honestamente su ‘caso’. Sus memorias, que realmente son malas, eluden el tema que lo hizo conocido» (Libro de Arenas, Casa Vacía, 2022, p.294). Esto es, sencillamente, falso. En La mala memoria está la verdadera autocrítica de Padilla: «Pasados los años sé que en definitiva yo fui un privilegiado del horror como hasta cierto punto un cómplice. Consciente o no de cuánto ocurría, no indagué para comprobar que en Cuba se torturaba por las razones más insignificantes. He pensado después en Hubert Matos, Gutiérrez Menoyo, Sorí Marín, en Pedro Luis Boitel, en todos los que acompañaron a Fidel Castro en la lucha insurreccional y que fueron pateados, torturados y hasta ejecutados con un sadismo mucho más refinado y monstruoso que el de cualquier tiranía» (La mala memoria, InterMundo, 1992, p.199).
La mala memoria no es, quizás, un gran libro. Padilla, que era un excelente poeta —como evidencian no solo los mejores poemas de Fuera del juego, sino algunos de El justo tiempo humano como el extraordinario «Infancia de William Blake»— era un prosista mediocre. No tenía, tampoco, perspicacia de buen crítico literario, como evidencia, en ese propio libro de memorias, su descaminado comentario de la poesía de Lezama, que él asimila a Valéry y la poesía pura, como si se tratara de Mariano Brull. En cuanto a la novela En mi jardín pastan los héroes, Arenas es justo al calificarla de «pésima»; tiene, sin embargo, un valor documental, es una pieza clave en ese rompecabezas que es el caso Padilla. Porque la novela, cuyo manuscrito el autor consiguió sacar del país cuando se le permitió exiliarse en 1979, es justo lo contrario de la autocrítica: si, por ejemplo, en esta Padilla acusaba a Karol, Dumont y Enzensberger de ser demasiado «acres» en sus críticas a la Revolución, en aquella el narrador denuncia justo la complacencia de los que Enzensberger, en un clásico ensayo, llamó «turistas revolucionarios».
El cotejo de la novela y la autocrítica no hace sino evidenciar, una vez más, el carácter forzado de aquella, y confirmar la honestidad de La mala memoria. Padilla no fue ni héroe ni traidor; encontrándose en una difícil, única coyuntura, compró su libertad al precio de una humillante retractación y de la delación de sus amigos, pero es injusto atribuirle, como hace Arenas («las delaciones de Padilla tuvieron un efecto más desastroso en la intelectualidad cubana que lo que muchos se imaginan. Los jóvenes disidentes de entonces fueron silenciados o encarcelados. A los grandes escritores cubanos como Virgilio Piñera y José Lezama Lima no se les volvió a publicar nada hasta después de su muerte) (p.293), una agencia fundamental en la represión que sobrevino. La parametración era, a la altura de 1971, inevitable, y Piñera y Lezama, como el propio Padilla, contribuyeron lo suyo en la maquinaria que al final los trituró.Todos, de algún modo, culpables; todos, de algún modo, inocentes. Caídos en una trampa a la que fue difícil resistirse, y que fue él, Padilla, quien, tomando prestada una imagen del gran Ceslaw Milosz, describió mejor que nadie en La mala memoria: «Mi apoyo sancionaba cada uno de los pasos del proceso, y mi rechazo equivalía a dar la espalda al más ambicioso desafío histórico de mi patria. En medio estaba la práctica concreta. Aceptarla era tragarse sapos vivos con la absoluta conciencia de que lo hacemos, para decirlo con palabras del poeta polaco Czeslaw Milosz. Es una imagen repugnante para cualquiera; pero en todo caso una imagen vivaz. Para los que un día tuvimos que tragar esos sapos vivos, toda la vida nos acompañará una imborrable sensación de asco. Asco a las ilusiones, sobre todo, el peor de los vicios, porque desnaturaliza la verdadera esencia de la esperanza» (p.165).