A inicios de los noventa nos mudamos de ciudad. Habíamos llegado a La Habana después de largos años de encierro en remotas provincias interiores o en severos internados preuniversitarios, y nos parecía estar en París. Instalados en el centro del Vedado, inscritos en soporíferas facultades culteranas, comenzábamos, sin embargo, a descubrir otra ciudad que habitar, reconocíamos la existencia de cámaras subterráneas bajo la estructura política de la cotidianeidad. Guajiritos empercudidos como éramos, nos quedábamos pasmados con cualquier mediocre aquelarre.
Recuerdo a mi grupo dispersándose por las bocacalles del laberinto que era La Vana, la ciudad secreta en las que las reglas de la normalidad aprendidas en la escuela elemental eran continuamente violentadas. La Vana era entonces, hasta donde era posible, una ciudad feliz, de tristeza acumulada y pospuesta. En Coppelia, hasta sin helado, había todas las noches bailes con los demonios y en el Malecón había esquinas donde se podía uno bañar en cueros. Recorríamos las calles inspeccionando los salones misteriosos donde se reunían las sectas eróticas o filosóficas, los escenarios privados donde se hacía teatro o poesía con una obscena desesperación. Eran los tiempos en que íbamos a ver a aquel grupo de Víctor Varela en su minúscula cueva de Ayestarán haciendo «La Cuarta Pared» o la «Opera Ciega», y nos parecía haber entrado en un fumadero de opio y estar alucinando. Me parece estar de nuevo en la noche en que entramos por primera vez a una función de ballet, y quedamos rodeados por la voraz jauría rosa. O la primera temporada completa de Almodóvar en el Trianón, en el 91, a la que todos asistimos disciplinadamente como a una educación sentimental. En noches de mucha hambre, mis amigos leían a Lezama o a Cabrera Infante, hasta entonces desconocidos, y mientras la ciudad histórica se desvanecía en infinitos apagones, La Vana seguía acogiendo carnavales de enmascarados y fiestas de escándalo.
Cómo fuimos tan felices entonces, no lo sé. Pero a lo que iba. El centro de La Vana estaba en la beca. Para el que no dormía allí, la beca tenía el atractivo de una moderna Babilonia. En la beca comenzaban los peregrinajes hacia la perdición. Tal vez los tiempos han cambiado, pero a inicios de los noventa la beca me parecía un gigantesco fornicadero, donde tantos muchachos eran redimidos de sus corruptas virginidades. En noches de hastío culminante, tenían lugar orgías de una inocencia cristalina, celebradas como un juego pagano, sin culpas trascendentales y sin pudores proletarios ni burgueses. Luego hubo tiempos de hondas depresiones, todo el mundo quería todo el tiempo cortarse las venas. Famélicos, descreídos de casi todo, mis amigos subían aquellas eternas escaleras como si estuvieran caminando por la rue Saint Lazare un atardecer de otoño. Dicho tautológicamente, la vida entonces era muy dura. Los bombillos de las escaleras de la beca estaban encerrados entre hierros para evitar los contumaces robos, aunque siempre era inútil, y el ambiente en las tardenoches de invierno era verdaderamente lúgubre. El hambre era universal, y el agua, un milagro. Allá por el año 92 o el 93, algunos de aquellos cuartos ofrecían escenas de desolación. La suciedad, el reguero y la desnudez eran apoteósicos. Pero la vida en la beca continuaba frenéticamente. Había algo allí fantasmagórico y terrible, una hiperestesia que provocaba saltos del corazón hacia el vacío. Una noche, mis amigos llegaron al delirio interrogando a la ouija. Los espíritus ofrecieron tremebundas profecías y mis amigos empezaron a gritar de puro terror. Una muchacha cayó en shock y tuvieron que reanimarla a golpes. Aquella noche durmieron todos apretados. Amo esa imagen como un símbolo de la época, mis amigos durmiendo abrazados, la pesadilla del futuro. Viviendo en una región recóndita de lo posible, donde los hechos estaban desconectados de cualquier obediencia y se yuxtaponían libremente en paisajes de caótica estabilidad. En la beca por entonces hubo ácidas guerras políticas y sexológicas, fugas partidistas y saltos de cama en cama. Las sectas que pululaban afuera se reproducían en las mustias habitaciones. Uno entraba allí y desconocía a los muchachos que disciplinadamente habían recitado en los seminarios matutinos las leyes de la dialéctica o de la morfología. Era, como ya está dicho, el punto de partida de la exploración de la ciudad escondida, pero también el sitio de reencuentro, donde se contaban las salidas a la cinemateca para ver a Fassbinder o a Tarkovsky o las visitas a Dulce María Loynaz o a Rine Leal, o sencillamente, las aventuras vividas en los largos viajes provinciales o en las calles de La Vana, pródigas en amantes y en dementes, demantes y amentes. La beca era, no sé si todavía lo será, un riesgoso juego cultural y sentimental, una fatídica ruleta rusa sin pistola, celebrada silenciosamente en madrugadas de fumadas colectivas y abiertas borracheras. Allí se crearon insufribles enemistades y alianzas que han resistido la dispersión geográfica. Pero decir eso es un cliché. Lo que realmente yo quisiera recordar es esa sensación de vértigo que me daba al entrar, esa alteración de las proporciones, como si llegara a un mundo construido en el reverso de la razón práctica, los utilitarismos históricos y el aburrimiento económicamente planificado. Uno era joven creyéndose ciudadano de aquella libertad. Luego nos graduamos y nos exiliamos en la realidad, es decir, en La Habana, donde todas las cosas son como deben ser.