Aquella degradación monótona del verde, aquel golpeteo con sordina de la lluvia igual, inacabable,

durante días y noches cuya cuenta había ya perdido, terminaron por anes­tesiarla,

por sumirla lentamente en una suerte de letargo similar al de los animales hibernantes.

Dulce María Loynaz

Jardín

El año pasado se cumplieron 70 años de la publicación de Jardín, la novela que convierte a Dulce María Loynaz en una narradora cubana. Lo celebré aceptando la invitación de Socorro Venegas, quien me escribió hace un año, en este mismo mes de febrero. Me asombré, por supuesto, al abrir la bandeja de entrada y leer el mensaje amable de una desconocida.

Querida Legna:

Me da mucho gusto invitarte a colaborar con la colección Vindictas, que estamos editando en la Dirección General de Publicaciones de la UNAM, me parece imprescindible que nos acompañes en esta exhumación y rescate de escritoras invisibles para el canon literario del siglo XX (más información: http://www.vindictas.unam.mx/sitio/).

A pesar de la difícil situación, nos ha ido muy bien con la difusión de los primeros títulos y estamos preparando las ediciones que se lanzarán este año. Queremos que la colección siga proponiendo autoras indispensables cuya obra había sido ignorada, como es el caso de Jardín, de la cubana Dulce María Loynaz. 

Estoy segura de que tu lectura conectará con esta obra, y es por eso que te invito a escribir su prólogo. 

Al igual que en los prólogos de las Vindictas anteriores, nos gustaría que el texto introductorio invite a nuevos lectores, que contextualice la obra y exponga los motivos que hacen necesaria su reedición y su lectura en el presente. 

Una fecha tentativa para la entrega sería principios de abril del presente año. 

Marco copia de este correo a Ave Barrera, coordinadora editorial de Vindictas, quien te enviará el PDF de la obra. 

Un abrazo y espero con mucha ilusión tu respuesta.

Sin embargo, no entregué el prólogo de Jardín hasta finales de mayo, después de varios mensajes de Ave Barrera diciéndome que seguían esperando pero que no podían esperar más. El prólogo estaba en mi cabeza pero no salía. Había empezado a trabajar por primera vez después de tres años y el trabajo de driver agotaba el lenguaje. En la noche, después de dormir al niño, yo podía ver a simple vista cómo se marchitaban los residuos verbales en mi pensamiento. Las pocas palabras que quedaban perdían consistencia y desaparecían. Los dedos en el teclado no servían para nada, mucho menos para escribir sobre un Jardín cerrado a donde no entraba ni salía, ni siquiera, el aire. Asfixia Loynaz, debería llamarse.

Foto: Cortesía de la autora

Envié el documento adjunto un poco miedosa, pensando que tal vez no era eso lo que me habían pedido, porque el texto estaba lleno de una realidad cubana implacable que todavía hoy se recrudece, y mata. La realidad imposible de la que Dulce María Loynaz logra apartarse para poder construir un Jardín y otras cosas importantes más. Pero yo no. Yo no soy ni la chancleta de Dulce María Loynaz y nunca puedo apartarme de ninguna realidad.

Creo fehacientemente en la grandeza de los autores que logran apartar la realidad y construir mundos propios. Aquellos que imaginan mundos nuevos, que investigan mundos pasados o futuros, que se interesan en mundos paralelos. Son grandes, enormes y muy enormes. Las cabezas de caballo, por el contrario, son pequeñas y revueltas, como una ciudad llena, no solo de basura, sino de gente metida en la basura. Me fui del tema. Perdón.

La consistencia de lo que había escrito radicaba, sobre todo, en esa fecha fuera de límite, frontera o margen, en la que fui capaz de escribirlo y enviarlo. Un prólogo que era más bien un homenaje, pero que no homenajeaba nada, sino que hacía hincapié en un tipo de lectura personal, que es la lectura que siempre me interesa. Así, con más de un mes de retraso y una migraña de culpa por haberme demorado en la escritura, el prólogo de Jardín fue enviado el mismo día que cumplíamos un año de habernos dado cuenta, mi novia y yo, de querer estar, durante mucho tiempo, juntas.

Como firmé un contrato en que me comprometía a no publicar el prólogo en otro medio que no fuera, específicamente, la edición mexicana de Jardín, me es imposible reproducirlo, pero insisto en la idea esencial de mi lectura: la verdadera primera novela distópica de la literatura cubana está fechada en 1935, al final de un preludio que da pie a más de 350 páginas divididas en cinco partes. Una distopía escrita por una de las escritoras más extrañas y ermitañas de todos los tiempos.

De igual forma, insisto en lo siguiente: la sustancia poética de Jardín radica en la falta de jardín. Me explico: ha colocado a un ser humano deshumanizado y frágil (solo en apariencia) junto a la nada (o su antónimo) y ha tenido que rodearlo de naturaleza (dígase flores, dígase plantas medicinales y pequeños arbustos) adornándolo hasta ahogarlo, lentamente, como se ahoga lo vivo, lo genérico, lo inteligente.

Además, insisto en: que para algunos sea, definitivamente, una novela lírica, y para otros, en detrimento, solo un ensayito de novela, que se adelanta al realismo mágico pero que todavía no llega a ser, me hace leer Jardín con travesura. Imagino a Dulce María Loynaz en Instagram, deseándole buenos días al resto del mundo inquieto, despampanante y porfiado. Leer Jardín una vez al año y adelantarme a mí misma.

Nací en una casa que tenía portal, jardín y patio. En el patio había animales domésticos o de corral y en el jardín había plantas de jardín. La cerca fue de espinas hasta que mi papá hizo una de cemento, durante el Período Especial y la sequía, cuando los robos y los asaltos empezaron a proliferar. Ahora en Miami, mi jardín es el jardín de las casas que visito y el jardín con fuentes de agua del centro comercial de Coral Gables. Un jardín con escaleras eléctricas y cafeterías gourmet donde los capuchinos saben igual que en cualquier cafetería.

En cada fuentecita nos agachamos y nos miramos en el espejo líquido que forman las espirales de agua. El chorro es lo más bonito, me hace pensar directamente en uretra y en orgasmo, en glándula y en amor. Los bordes de las fuentes son iguales y las fuentes son iguales, pensar en fuentes iguales no me gusta, pero alejo ese tipo de pensamientos y trato de disfrutar de la fuente como si fuera única, trato de aprovechar la fuente. Al fin y al cabo, las fuentes y el jardín son lo único gratis.

Foto: Cortesía de la autora

Las flores del jardín, no tanto, muy rojas y debiluchas. Demasiado rojas para mi gusto y demasiado forzadas. Metidas ahí a la fuerza, donde todo ha sido puesto con una intención determinada, con una idea de la belleza que no tiene nada que ver con mi idea de la belleza, pero sí con la idea de la belleza de las personas asiduas al jardín. Para flores, las del jardín de la biblioteca. En este jardín sintético lo mejor de todo es el agua, saliendo a borbotones por todas partes.

El apartamento que pude alquilar, como la mayoría de los alquileres baratos que podemos pagar los emigrantes, forma parte de una agencia de edificios de alquiler que provee lo indispensable: lavadoras, secadoras, parqueo y trash. Un jardín no es indispensable. Un jardín es un recuerdo. Un jardín es un poema. Un jardín es un abismo. Al final, cuando uno abre la secadora y la ropa caliente se desborda en la puerta, los colores limpios parecen pétalos.

Me pregunto dónde está la diferencia, más allá de Dulce María Loynaz, más allá de la ficción. ¿Qué diferencia a un jardín de otro? ¿Cómo se construyen los jardines? Esta mañana, cuando despedía al niño en la escalera, le prometí comprar girasoles para poner en el búcaro, bajo el dibujo de Tana Oshima sobre una diáspora unicelular, una esponja marina, un exilio que nace sin nido. Ese es nuestro jardín: una mesita de madera cruda con división y gaveta, un búcaro azul y un dibujo rectangular encima. En el búcaro siempre hay agua, aunque no haya ninguna flor.

Enseguida me di cuenta de que sería difícil encontrar un ramo de girasoles que me conformara, porque siempre que veo girasoles en un mercado, siento que les falta algo que no sé lo que es, pero les falta. Pudo haber sido raro lo que pasó después. Me entró un mensaje de texto donde decía: ¿Vas hoy a la ermita? A lo que yo respondí: No sé, ¿qué hay? Otro mensaje: Es una oración por Cuba, ahí en el malecón, con Anamely Ramos. A lo que yo respondí: Iré. Cuba, el regreso, en la ermita venden girasoles.

Por eso, sin miedo a equivocarme, creo que no deben faltar en un jardín: las formas vegetales, las formas líquidas, las formas subliminales o las formas figuradas. Puede faltar la tierra, pero no puede faltar el agua. El agua imaginada, al menos. No. Tampoco puede faltar la tierra. La tierra es la mesita, la tierra es la gaveta, la tierra es mi mano acercándose al búcaro para ponerlo en el medio, debajo de la mancha negra del dibujo. La mancha que, estoy segura, significa tierra.