Infanticidio habanero, parafilia urbana

    Éste [sic] es mi recuerdo inaugural de La Habana: ir subiendo unas escaleras con escalones de mármol.

    Guillermo Cabrera Infante

    Siempre que un grupo humano se organiza, entre las primeras cosas que regula, norma, prescribe y prohíbe están las experiencias eróticas.

    Eusebio Rubio

    Polémica y arriesgada, la obra de Sigmund Freud (1856–1939) permanece en el recuerdo colectivo de neófitos y especialistas. Amparado por una envidiable facilidad para el bautismo científico, el austriaco resemantiza concepciones ya existentes y engrosa, mediante sus análisis y teorías, el canon de la cultura popular. Bajo esta premisa, la libido se perfila como uno de los principales conceptos freudianos, ocupando una zona medular en la conformación del psicoanálisis clásico. A grandes rasgos, este vocablo es entendido como el impulso natural y parcialmente instintivo de los seres humanos, arrastrados (casi) sin remedio hasta la consumación de sus placeres.

    Fuertemente sexualizada,1 esta noción se instituye raíz promotora de variadas manifestaciones psíquicas, logrando trascender el contexto somático del ser humano para impregnarse en disímiles ambientes susceptibles de adquirir significados. La ciudad, núcleo civilizador que aparentemente anula nuestra libertad erótica, concibe en su disposición topográfica un asfalto de posibilidades carnales, afectivas. De esta forma, la literatura, representación verosímil (mas no veraz) de la realidad y sus enlaces, participa de la sensualidad citadina.

    Guillermo Cabrera Infante (1929–2005), galardonado con el Premio Cervantes en 1997, fue un amante incurable de su ciudad adoptiva. Nacido en Gibara, se traslada junto a toda su familia hacia La Habana en 1941. Daría inicio, desde entonces, ese festejo erótico inherente al espacio sobrescrito y disimulado bajo su propio sedimento, idilio urbano, lascivia adoquinada. Como queriendo estampar el molde definitivo para su estilo, publica en 1979 La Habana para un infante difunto, homenaje literario que ensalza la nostalgia y recrea la nocturnidad capitalina.2

    Apoyada en el anecdotario tumultuoso de la memoria, esta novela se empapa de confesiones peligrosamente autobiográficas para componer una mitología de inspiración sexual. Así, acudimos a una crónica del tacto iniciático y el roce intermitente, devenida censo sensual, inventario de fetiches y fantasías. El narrador-protagonista nos admite como confidentes, encargados de administrar sus «pecados» en la catedral lúbrica que resulta esta pieza, abarrotada de vitrales venéreos, percutida por un órgano de alusiones aliterantes. Mientras cobija la narración entre sus calles, La Habana contempla los sucesos referidos, encarnando una suerte de voyerismo urbano que acoge cada pretensión profana del personaje principal.

    Como suele suceder en asentamientos humanos densamente poblados, el «centro» de la ciudad es una zona simbólicamente dotada de una significación histórica considerable y, en muchas ocasiones, acarrea una notable devoción sentimental por parte de los habitantes.3 Debido a esta excesiva formalización del espacio público, tiene lugar un desplazamiento de las interacciones sociales en busca de sitios más apropiados para el contacto franco, íntimo. Con respecto a esto, varios semiólogos han compartido sus juicios.

    El sexo en la ciudad, según ha estudiado Liliana De Simone, yace en el espacio marginal: aquellos lugares físicos, psíquicos o virtuales que permiten la subversión de las normas disciplinarias impuestas sobre el cuerpo, pero que por sobre todo fracasan en su cometido de reprimir los impulsos eróticos que poseemos en nuestra más íntima naturaleza.4

    Avalando el criterio de esta autora, Cabrera Infante ubica sus encuentros eróticos en ambientes resguardados de miradas intrusas, ajenas a la perfección biunívoca de la pareja. Diversos resultan los terrenos propicios para el desenvolvimiento amoroso del protagonista: desde la hechura laberíntica de Zulueta 408, caótica en su arquitectura colonial, colmada de vecindades en pleno desuso de la intimidad; pasando por la lujuria tridimensional del cine y su penumbra favorable: obituario de una ciudad en celuloide;5 hasta desembocar en la clandestinidad de las tan socorridas posadas, benefactoras del sexo informal y testigos presenciales de la infidelidad.

    El narrador, «proyecto (nunca logrado) de Don Juan» durante la primera mitad de la novela, se descubre adúltero consumado, embustero compulsivo, después de unirse en «sagrado» matrimonio. Al parecer, el hecho de su boda potencia su capacidad para la seducción, lo libera de la mayoría de sus complejos y le imprime una vocación de «cazador» que lo acompañará hasta los compases finales de la historia.

    El coqueteo infantil —indicio de experimentación y autodescubrimiento— que abundaba en su pubertad, rodeado por muchachas de costumbres disolutas (la genética dispone; el medio propone), se revela hábito erótico en su juventud. Acusa el protagonista una marcada dilección hacia las mujeres y, en especial, hacia el epítome arquitectónico del sexo femenino: La Habana. La ciudad lo excita, provoca en su miembro una erección afectiva capaz de hacerlo rechazar, casi al término de la obra, un viaje a Caracas que lo apartaría de sus gravosas responsabilidades caribeñas. La amante de turno se ofrece a costear su manutención, asegurándole así un empuje decisorio para sus pretensiones literarias.

    «Bueno, era casi la situación ideal para un escritor según William Faulkner. El caballero sureño dijo que el hábitat perfecto para un escritor era el prostíbulo, mantenido por las pupilas, con un techo seguro encima, con todo el sexo que quisiera o pudiera, y pasando el día escribiendo y las noches charlando con mujeres hermosas».6

    Respecto del empaque formal, la división en 11 capítulos y un «epílogo» de corte fantástico, onírico, parece delatar una disposición narrativa tradicional. Sin embargo, la experimentación literaria es un motivo constante a lo largo de la novela. De esta manera, los recursos de catadura lexical y sintáctica tributan a la sonoridad de la narración, permeando la prosa de una cadencia embriagadora.

    Asistimos a una fiesta fonética, frenética sucesión de aliteraciones, paronomasias, retruécanos, citas que persisten en acercarse bajo su lengua de origen, intertextualidades que remedan una postmoderna casa de espejos, especialmente aparejada para reflejar productos de diversa «jerarquía» cultural. Caben, en la prosa del autor, desde las encumbradas referencias intelectuales hasta los obscenos vocablos de la jerga habanera. La vulgaridad verbal de la ciudad, tan viva como volátil, adquiere con Cabrera Infante una categoría literaria; se legitima como palabra poética.

    Cabe resaltar, como celebración a su profesionalidad escritural, la ausencia de comentarios políticos en la obra. Su notoria oposición hacia el gobierno cubano, de repercusión internacional, no tiene cabida en esta novela, consagrada en su totalidad a la recreación de sus memorias sexuales. La permanencia escrita de su recuerdo, así como el desahogo disimulado de su nostalgia, acaparan el protagonismo temático. Aun así, el lector inconforme y sagaz podrá percibir cuánto perdura de aquellos años en los nuestros.

    Los solares habaneros (toda Cuba participa de este ejemplo) descritos por Cabrera Infante no distan demasiado de los actuales, al tiempo que, paradójicamente, la extinción de los cines (antes numerosos) se asume «inevitable» a día de hoy. A veces, muchas veces, la visitación de la memoria se antoja paliativo para la añoranza. Otras, muchas otras, el recuerdo nos señala con precisión la naturaleza de nuestros errores.

    Notas:

    1Esta polémica naturaleza de irremediable sexualización representó el brote seminal para las discrepancias entre Freud y su discípulo Carl Gustav Jung (1875 – 1961).

    2Mucho más exuberante en su factura lingüística y temática, su obra precedente Tres tristes tigres (1967) también asume a La Habana como escenario narrativo.

    3Constituido generalmente por iglesias, templos, sedes políticas o cualquier otro escenario regido por robustas legislaciones que limitan la espontaneidad de los visitantes, en caso de que estos puedan acceder a dicho recinto.

    4Simone, Liliana De: Deseos urbanos: género, erotismo y consumo en la ciudad contemporánea, p. 13, febrero, 2016. Recuperado de: https://www.researchgate.net/publication/298787237.

    5De los 38 cines mencionados en la obra, solo el Payret se encuentra en funcionamiento en la actualidad.

    6Cabrera Infante, Guillermo: La Habana para un infante difunto, pp. 1189-1190. (edición digital).

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