La urna de sapo de Frida Kahlo

    A Jelly, que también ama a Frida, la mujer.

    Hice cerca de tres horas de cola para entrar a la Casa Azul de la calle Londres 247, en Coyoacán, Ciudad de México. Era miércoles. Me habían dicho que no me preocupara por un miércoles, que el problema era los fines de semana, pero cuando llegué sobre las once de la mañana a la Casa Azul, alrededor había una fila de cuadra y media de personas esperando para entrar. De un lado, gente precavida, que había comprado las entradas online, con anticipación; del otro, gente que pretendía comprar las entradas en la puerta. Yo estaba en el segundo grupo. Por lo general, estas situaciones me agarran del lado de los precavidos, pero me habían dicho que tranquila, que no me preocupara por un miércoles. Era, sin embargo, la Ciudad de México, y acabé mirando el azul eléctrico de las paredes exteriores de la casa de Frida –y el tal Diego– durante casi tres horas.

    Delante de mí iban una madre y una hija. (Les pregunté si eran las últimas personas y me dijeron que así era, aunque luego entendería que bastaba con colocarme al final de la cola. Una no deja sus costumbres en el lugar que las adquiere cuando deja ese lugar.) La hija tendría unos veinte años: una flaca de huesos largos y cabello engrifado, singularmente hermosa, que compraba de todo lo que pasaran vendiendo; ella y su madre.

    Pero no se comportaban como las típicas compradoras compulsivas sino como almas bondadosas. Los vendedores ambulantes lo notaron enseguida y empezaron a aproximarse a ellas: blusas con flores tejidas similares a las que Frida usaba, bolsas orgánicas de yute con fotografías o pinturas de Frida (incluso de la versión de Frida vuelta Catrina que aparece en el filme animado Coco), portarretratos de madera pintados de distintos colores con retratos de Frida, rebozos para envolverse los hombros como Frida… Mil maneras de llevarte a Frida contigo a casa.

    Los vendedores saben que la mayoría de la gente no se conforma con su memoria y necesita llevarse algo material de las experiencias que considera significativas. Algo que puedan ver y tocar y en algunos casos meterse en la boca. Es lo que la industria del turismo cataloga como souvenir. Yo, confieso, soy alguien bastante proclive a la compra de souvenires. No hay ciudad de la que no me marche sin souvenires, sin al menos una piedra, porque siento que son la constancia de que estuve donde estuve.

    En el mundo del turismo pertenezco a la clase de los compradores de llaveros e imanes para el refrigerador, una clase para la cual existe una amplia gama de mercancías que se adquieren por un dólar o su equivalente. Sin embargo, en las afueras de la casa de Frida, lo que compré fue un alebrije: un colibrí de madera en miniatura con tonos fosforescentes cuyas alas y pico se desarman. (A La Habana llegaría sin pico, ni idea de dónde lo perdí.) No me traje nada alegórico a Frida. En algún momento llegué a sentir que la madre y la hija ya compraban por mí y que al concluir la visita me llevarían con ellas a su casa, como si yo fuera otro souvenir más.

    Detrás de mí había un grupo de tres amigas. Una de ellas –cabello castaño lacio, ojos azules, saya larga floreada, nada especial– tenía maldeamores. El muchacho que era su novio había cortado la relación un mes atrás sin dar explicaciones, o explicaciones convincentes, y no había vuelto a tener noticias suyas. Me sentí muy tentada a opinar: «Querida, no hay explicación más elocuente que los hechos». Pero una no busca respuestas cuando cuenta a sus amigas todo lo que no logra entender, sino algo tan elemental como ser escuchada. Sus amigas son muy buenas en eso de escuchar, pero a diferencia de las mías, no le hacen reír. Yo me he reído tanto con mis amigas con nuestros malesdeamores que cualquiera diría que sufrimos a propósito. A las tres muchachas que van detrás de mí les falta pecado. ¿Será por eso que vinieron a casa de Frida?

    Y tú, Mónica: ¿a qué fuiste a casa de Frida? ¿Fuiste solo porque te encontrabas en Ciudad de México, porque se suponía que fueras?¿Qué busca una en el rastro que dejan las muertas que admira? Es lo que intento averiguar mientras escribo esto desde La Habana, semanas más tarde.

    De pronto, en la cola: «Mamá, ¿Frida de qué murió?» La mamá: «Ya de viejita mija». No puedo describir con justicia la reacción de la flaca de cabello engrifado cuando oyó aquello. Abrió la boca y los ojos todo lo que pudo, como para que no quedara duda de su asombro, de que ella sí sabía que Frida había muerto a los 47 años de una embolia pulmonar, tras sobrevivir a dos accidentes graves (uno de tráfico y otro sentimental), al menos a 32 intervenciones quirúrgicas, a tres embarazos frustrados y a la infidelidad atroz del sapo de su marido con su hermana Cristina.

    Te entiendo –quise decirle–, a lo mejor la madre sí está enterada y quería ahorrarle a la niña el dato de que es posible no morirnos de viejas; quizás es una de esas madres que tapa los ojos de su hija ante cualquier escena erótica en una película. Pero tampoco aquí dije nada. En esa cola yo no estaba siendo la versión más extrovertida de mí. Y las tres amigas que iban detrás seguían en lo suyo: valoraban la hipótesis de que los padres del muchacho hubieran tenido algo que ver en la ruptura.

    Embolia pulmonar fue la versión oficial de la causa de muerte de Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón el 13 de julio de 1954. Pero una vida que había transcurrido animada por la controversia no podía concluir con sus testigos puestos de acuerdo. Se comentaba que la pintora se había suicidado con una sobredosis de calmantes. Razones no le faltaban. En los meses finales rabiaba de dolor. La piel de su espalda era una corteza dura en la que costaba localizar un punto donde clavar una inyección. El accidente al que milagrosamente había sobrevivido en 1925 –que le ocasionó daños en la columna, la clavícula, las costillas, la pelvis, su pierna derecha, su hombro izquierdo, el abdomen y hasta en su vagina– le había dejado secuelas que con el paso del tiempo se irían agravando.

    Solo en 1950, a Frida la operaron siete veces y permaneció hospitalizada todo el año. En 1953, le hirieron el orgullo «cortándome una pata» para resolver una gangrena. En febrero de 1954, en su diario, expresó deseos de matarse. «Me amputaron la pierna hace seis meses; me han hecho sufrir siglos de tortura y en momentos casi perdí la razón. Sigo queriendo matarme. Diego es el que me detiene, por mi vanidad que me hace pensar que le hago falta». Lo último que ella anotó en su diario, por la fecha de su cumpleaños (el 6 de julio), que celebró a lo grande, quizá como si se despidiera, fue lo siguiente: «Espero alegre la salida –y espero no volver jamás–». Pero que se suicidara es una hipótesis que carece de evidencias. Al cadáver no le practicaron autopsia.

    La versión que Diego Rivera compartió en su autobiografía, Mi arte, mi vida, no contradice la oficial. Diego relata que esa noche permaneció al lado de su esposa hasta que ella se quedó dormida a las dos y media de la mañana. A las cuatro, Frida se quejó de dolores, una enfermera fue a socorrerla y la acompañó hasta que volvió a conciliar el sueño. Hayden Herrera, autora de una de las biografías más emblemáticas de la artista mexicana, en la cual se basa la película Frida (2002), de la cineasta estadounidense Julie Taymor, sostiene que a Frida la descubrió muerta su enfermera a las seis de la mañana. Diego se hallaba entonces en el estudio de San Ángel.

    «Cuando entré a su cuarto para verla», expresaría Diego, «su rostro estaba tranquilo y parecía más bello que nunca. La noche anterior me dio un anillo, que compró como regalo para nuestro vigésimo quinto aniversario, para el cual todavía faltaban diecisiete días. Le pregunté por qué me lo estaba dando tan pronto y contestó: ‘Porque siento que te voy a dejar dentro de muy poco’. No obstante, a pesar de saber que iba a morir, ha de haber luchado por la vida. De otra forma, ¿por qué se vio obligada la muerte a sorprenderla quitándole el aliento mientras dormía?»

    Hayden Herrera recoge también un testimonio del doctor que llegó al amanecer a la Casa Azul para examinar el cadáver, que dice que fue hallado en la tina del baño. Isolda Pinedo Kahlo, sobrina de Frida, hija de Cristina, reproduce esta misma versión en sus memorias Frida Íntima. Isolda, incluso, va más allá. Llega a sugerir, en un acápite de su libro, titulado El secreto mejor guardado, que Diego ayudó a morir a Frida en un acto de amor sublime. Sin evidencias sólidas, esta es apenas otra hipótesis más a la deriva.

    Isolda se basa en algo que –según ella– le dijo su tío durante la ceremonia fúnebre en el Palacio de Bellas Artes de México, luego de conducirla hacia un rincón: «Así es… No soportaba más este morir lentamente, cada día; este deterioro cruel y sin sentido; sobre todo sin sentido…» Pero como “el secreto” se reveló en 2004, cuando ya Diego nada podía alegar a favor o en contra, porque llevaba casi medio siglo muerto, y el principal fundamento de Isolda era su palabra, casi nadie se tomó aquello en serio. Tampoco había restos para exhumar.

    A Frida la incineraron el 14 de julio en el crematorio del Panteón Civil de Dolores. Las cenizas, tan pronto salieron del horno, las recogió Diego en una tela roja y las guardó en una caja de cedro. En ese momento, pidió que también a él lo incineraran cuando muriera y mezclaran sus cenizas con las de ella.

    «El 13 de julio de 1954 fue el día más trágico de mi vida. Perdí a mi querida Frida, para siempre… Demasiado tarde me di cuenta de que la parte más maravillosa de mi vida había sido el amor que sentía por Frida».

    Retrato de Frida Kahlo

    Y 65 años después de su muerte, estoy yo afuera de su casa.

    Para intentar hacernos agradable la espera, y de paso ganarse unas monedas, un hippie próximo a los cuarenta nos cantó par de canciones acompañado de su guitarra. La primera y la única que recuerdo, porque era la única que me sabía (yo me sé muy pocas canciones), era La llorona. «Me quitarán de quererte, llorona / pero de olvidarte nunca». A mí me encantan las canciones en las que se sufre sinceramente. Con Chavela Vargas se sufre muy rico. (Por cierto, se dice que Chavela y Frida fueron amantes.)

    Pero al pobre hippie, a pesar de que no desafinaba, casi nadie le prestó atención. Cada vez nos cuesta más sacar los ojos del móvil. El hippie era interesante, incluso bien parecido, pero no tanto como para filmar un video de su interpretación que mereciera ser compartido en Instagram. Cantaba como si nunca le hubieran roto el corazón. Cuando concluyó los tres temas se dirigió a su público: «Gracias por los aplausos telepáticos, les deseo una feliz visita a la sufrida». En ese momento yo me apiadé, me puse a aplaudirle, otros entusiastas me imitaron, le sonreí –como si le dijera «estuviste genial, te adoré»– y le eché diez pesos mexicanos en un sombrero que había colocado en el suelo.

    ***

    Carlos,

    Hoy conocí a Chavela Vargas. Extraordinaria, lesbiana, es más, se me antojó eróticamente. No sé si ella sintió lo que yo. Pero creo que es una mujer lo bastante liberal que si me lo pide no dudaría un segundo en desnudarme ante ella. ¿Cuántas veces no se te antoja un acostón y ya? Ella, repito, es erótica. ¿Acaso es un regalo que el cielo me envía?

    Frida K.

    Esta es una carta muy famosa cuya fotografía circula por Internet. Uno de los sustentos principales del amor ya mitológico entre Frida y Chavela. Carlos es el poeta mexicano Carlos Pellicer, amigo de Frida. Supuestamente, ella le envió esa carta. Digo supuestamente porque la autenticidad de la misma ha sido cuestionada.

    La carta trascendió al debate público en 2009, durante la presentación del volumen Las verdades de Chavela, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Un anticuario y coleccionista mexicano, llamado Carlos Noyola, se la entregó a Chavela. Carlos la conservaba junto con otros mil y tantos objetos que, según sus investigaciones, habían pertenecido a Frida. La historia sobre cómo esos objetos fueron a parar a manos de Carlos y su esposa y socia Leticia Fernández se relata en el libro Encontrando a Frida Kahlo, de los estadounidenses Barbara Levine y Stephen Jaycox, y a ratos parece una novela de Dan Brown.

    Carlos y Leticia, en entrevista con los autores, revelaron que todo provino de un misterioso abogado que conocieron en 2004 a través de una amiga que tenía una tienda de antigüedades en Ciudad de México. Dicho abogado, cuyo nombre prefirieron mantener en secreto, vivía en una casa tipo búnker, en compañía de un hijo adoptado y unos 200 perros con nombres propios; además, coleccionaba cajas fuertes. Pero el primer dueño de aquel tesoro no había sido el abogado. El primer dueño había sido un carpintero llamado Abraham Jiménez López, que confeccionaba marcos para las pinturas de Diego y Frida.

    De acuerdo con la pareja de coleccionistas, el abogado les había contado que el carpintero le había contado que Frida le había pagado por su trabajo entregándole a cambio todas esas cosas que conforman hoy la polémica colección: cinco maletas con cerca de 1200 piezas, entre las cuales hay desde cartas personales y pinturas, hasta una muñeca. ¿El motivo? Dicen que Frida buscaba nada más y nada menos que discreción: sabía que iba a morir pronto «y tenía cosas que podían comprometer la privacidad de los que seguían vivos».

    Al respecto, Hilda Trujillo, directora general desde 2002 de los Museos Frida Kahlo y Diego Rivera–Anacahualli, ha sido intransigente. Cada vez que ha podido ha declarado que el archivo de Carlos y Leticia es falso. «Son obras tan grotescas que yo no iría a verlas», expresó en 2009, según un reporte del periódico El País. Y en una entrevista concedida a la revista Letras Libres, precisó que los falsificadores cometen errores obvios: usan un sello que no existe y ponen siempre la misma firma, mientras que Frida cambiaba su firma en dependencia del destinatario de la carta.

    Por su parte, James Oles, un historiador de arte mexicano, alegó que se trataba de una perversión de Frida Kahlo. «Es imposible creer que se guardó docenas de obras y se las dio a su carpintero o a su enmarcador. Que alguien pueda poseer pinturas que no estén documentadas en exposiciones o libros es, sencillamente, imposible».

    Salomon Grimberg, autor principal del catálogo razonado que registra las producciones de la pintora; Carlos Phillips Olmedo, heredero de una de las colecciones más grandes de la obra de Frida y director del Museo Dolores Olmedo; Pedro Diego Alvarado Rivera, nieto del muralista; la biógrafa Hayden Herrera y la experta en arte latinoamericano, Mary-Anne Martin, también han denunciado el archivo como falso. Mary-Anne Martin dijo que «la anatomía de los dibujos parece sacada de un manual de instrucciones para carniceros».

    De todas formas, la editorial Océano, que sacó Las verdades de Chavela, decidió que incluiría la supuesta carta de Frida a Carlos. La misma Chavela, ni corta ni perezosa, incluso la compartiría en su cuenta oficial de Facebook, en 2011, meses antes de morir. «Esta carta la escribió Frida Kahlo a Carlos Pellicer. Y marca el inicio de nuestra gran amistad». Pero del amor que pudo haber existido entre ambas mujeres no se conoce otra evidencia que el testimonio comedido de una de ellas. Se sabe que Chavela vivió con Frida y Diego durante un año en la Casa Azul, que amó descomunalmente a Frida; no mucho más.

    En la biografía de Hayden Herrera no aparece mencionada Chavela ni una sola vez. Tampoco en el libro de Isolda Pinedo. Los romances de Frida con hombres, al menos los más duraderos e intensos, sí han quedado bien documentados: con Alejandro Gómez Arias, de quien fue novia antes de casarse con Diego; con el escultor japonés-estadounidense Isamu Noguchi, a quien Diego amenazó con una pistola para que se alejara de su esposa; con el revolucionario y teórico ruso León Trotski, quien fuera húesped, junto a su esposa, de la pareja mexicana de pintores en Coyoacán; con el fotógrafo húngaro-estadounidense Nickolas Muray; con el joven refugiado alemán Heinz Berggruen, quien, por cierto, le presentó el mismo Diego en el tiempo que estuvieron divorciados; con el pintor catalán Josep Bartolí, a quien le envió 25 cartas de amor entre 1946 y 1949, y que se subastaron en 2015 en Nueva York por un valor de 137 mil dólares americanos.

    Sin embargo, tanto en la autobiografía de Chavela (Y si quieres saber de mi pasado,de 2002), como en la serie de entrevistas que constituyen Las verdades de Chavela, Frida ocupa un lugar poderoso. Si bien la cantante de rancheras se cuidó de ofrecer detalles sobre sus historias de amor y revelar nombres, siempre expresó sin reservas sus sentimientos por Frida. «Yo amaba a la mujer, no a la artista. La admiraba profundamente, pero era más grande mi amor que mi admiración por su pintura. Los recuerdos… ¿Dónde están? ¿Qué quieren? ¿Que se los muestre? Deberían abrirme el pecho para encontrarlos. Quemé una carta de Frida. ‘Vivo para Diego y para ti. Nada más’.»

    Todavía hoy mucha gente ama más a la mujer que a la artista o ama exclusivamente a la mujer. Frida tenía la virtud de fascinar. Después de muerta, la sigue teniendo. Cuando su vida compite con su obra por atención, su vida gana. Si fuera cierto que Carlos y Leticia falsificaron el archivo que poseen, esas 1200 falsificaciones de objetos personales –y, en menor medida, de pinturas– no hablarían tanto de la deshonestidad de la pareja como de su fascinación con Frida o su conciencia de que existe esa fascinación. Fridomanía: es el nombre que se le ha puesto.

    La imagen de la artista mexicana, su universo, se ha convertido en una marca global que se encarga de comercializar la Frida Kahlo Corporation desde 2005. ¿Quién le iba a decir a un mujer tan transgresora como Frida, que se declaró comunista y se pintó sentada junto a un retrato de Stalin, que su legado iba a ser tan eficientemente digerido por el mercado capitalista? Amy Fine Collins, periodista de Vanity Fair, acierta al decir que «se ha convertido en una heroína políticamente correcta para cada minoría herida».

    Recuerdo que una vez tuve una discusión grandísima a raíz de una publicación que cuestionaba que Frida fuera un ícono del feminismo por haber amado a un hombre infiel, como si ella misma hubiera sido una encarnación de la fidelidad, o peor, como si sus aportes en la deconstrucción de ideales machistas de lo que una mujer debe ser carecieran de importancia por la manera en que se relacionó con un hombre. Incluso si se considera a Frida una víctima de Diego –algo que podría ser muy polémico, y con lo cual, yo no estaría de acuerdo–, ¿acaso no sería injusto negar su rol en la pelea de las mujeres por ser una víctima? Dicha publicación no solo era bastante superficial en el análisis de la historia entre ambos artistas, sino que también pasaba por alto mencionar los otros hombres de los que Frida se enamoró durante el mismo tiempo que moría de amor por Diego.

    A Nickolas Muray, en 1939, le escribió: «Tu telegrama llegó esta mañana y lloré mucho, de felicidad y porque te extraño, con todo mi corazón y sangre. (…) Te adoro, mi amor, créeme; nunca he querido a nadie de este modo, jamás, solo Diego está tan cerca de mi corazón como tú…» Y a Josep Bartolí, en 1946: «Te quiero como eres, me enamora tu voz, todo lo que dices, lo que haces, lo que proyectas. Siento que te he amado siempre, desde antes de que nacieras, desde antes de que fueras concebido. Y a veces siento que me naciste a mí».

    Nuestra Frida, sin dudas, tenía un corazón gigante. Más que a una persona, creo que Frida amaba amar, sentir al máximo. Las limitaciones físicas que el accidente de 1925 impuso a su cuerpo, quizás se convirtieron en estímulos para llevar una vida sin limitaciones en los planos emocional y creativo. La frase que anotara en su diario en 1953, poco antes de la amputación, así lo sugiere: «Pies para qué los quiero si tengo alas pa’ volar».

    Y creo que también yo busco a esa heroína de la que habla Amy Fine Collins. Alguien que quebró todos los límites que quiso quebrar, sin reparar en las normas de su época o país; no a partir de la adultez sino desde que era una chiquilla. No lo sé ese miércoles de julio en la calle Londres 247 de Coyoacán. Entonces no sé la mayoría de las cosas que acá cuento y otras que no he contado, pero no necesito saber mucho para sentirme fascinada. Tampoco la mujer que dijo que Frida había muerto de vieja necesita saber que murió en verdad de una embolia pulmonar para sentirse fascinada. Si vas a la Casa Azul es porque esperas encontrar a la mujer que Chevela Vargas amó.

    Son casi las dos de la tarde cuando consigo entrar. La mayoría que aquí coincidimos no parecemos visitantes de un museo sino peregrinos. La Casa Azul: un templo. Frida: una especie de Cristo redentor. Con la visita al lugar donde nació, amó, pintó y murió, mucha gente va a rendir tributo. Hay varios puntos de atracción importantes: el dormitorio de Diego, el estudio donde pintaba la pareja, las dos camas de Frida, la inscripción de «Frida y Diego vivieron en esta casa 1929-1954», la prótesis decorada y los vestidos –que yo no llegué a ver– de Frida, y la urna precolombina con forma de sapo que contiene las cenizas de Frida.

    Más temprano que tarde, todo el mundo avanza en dirección a las cenizas; como mismo en el Museo Reina Sofía todo el mundo avanza en dirección al Guernica de Pablo Picasso, como mismo en la Casa de Anne Frank todo el mundo avanza en dirección a la casa de atrás, donde las familias Frank y van Pels y Fritz Pfeffer se escondieron por más de dos años para ponerse a salvo de los nazis. Son cosas con energías muy poderosas. No sé por qué, yo siempre pensé que Guernica era cien veces menos inmenso de lo que en realidad es, que la casa de Anne Frank quedaba en Varsovia y no en Ámsterdam y que los restos de Frida se hallaban íntegros en un cementerio; pero pocas veces me resultó tan gratificante la ignorancia como cuando entré a la sala donde se expone Guernica, descubrí la casa de Anne Frank caminando por Ámsterdam de madrugada, o escuché que en la Casa Azul se hallaban las cenizas de Frida.

    Me entero del asunto de las cenizas de Frida justo frente a la urna precolombina con forma de sapo. No soy la única sorprendida con el dato. Hay quienes se ponen a sacarse fotos con los dientes afuera. Yo me quedo contemplando la urna sin entender por qué. Una vez más, siento miedo a la muerte, a la idea de la muerte y no a morir, porque son dos miedos distintos. El miedo a la muerte es metafísico, no instintivo, y no se parece a ningún otro miedo. Pienso que a mí no me gustaría que mis cenizas se guardaran en ninguna parte, que eso sería como encerrar mi espíritu, que preferiría que las liberaran en el mar o que se las dieran de comer a la tierra.

    Pienso también en que fue muy corto el tiempo que Frida y Diego tuvieron para amarse, apenas 25 años. Me gusta mucho hacer esa cuenta para recordar lo insignificante que soy, que son otros. Antes de quitar los ojos de la urna, lo último que me pasa por la cabeza, como si fuera algo que Frida misma me susurrara, es un recurso muy eficaz contra el miedo a la muerte: sé libre y ama. Yo sentí que en ese instante, cuando le di la espalda a la urna, concluyó mi visita. No me topé con los vestidos ni me interesó buscarlos. Pasé al patio interior de la Casa Azul, lo recorrí completo, repasé minuciosamente las plantas, me senté en distintos bancos a mirar a la gente en su ir y venir, y luego me fui.

    En el rastro que dejan las muertas que una admira, al final, una se busca a sí misma.

    Nota Bene:

    Las cenizas de Diego no están mezcladas con las de Frida, como él quiso. De acuerdo con la periodista Raquel Tibol, quien fuera otra reconocida biógrafa de Frida, cuando Diego falleció en 1957, sus hijas Guadalupe y Ruth, en arreglo con la cuarta y última esposa del padre de ambas, Emma Hurtado, decidieron que sus cenizas debían colocarse en la Rotonda de las Personas Ilustres del Panteón Civil de Dolores; junto a militares, presidentes y otros artistas e intelectuales. Otra versión plantea que la idea fue de Adolfo Ruiz Cortines, entonces presidente mexicano.

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