Café, pollo o aviones

    Son las ocho y treinta y ocho de la mañana. Estoy en el balcón tomando café mientras fumo un cigarro. Me gusta el café sin azúcar. Un placer recién adquirido ese líquido amargo que me llena la boca. Ya puse tu taza en el muro. A veces cuelo solo para no olvidar el ritual de recordarte. A los muertos se les sirve el café sin azúcar preferentemente en las mañanas y sobre espacios abiertos. Las flores son otra cosa, se ponen en alto dentro de la casa.

    Hace rato no veo al hombre de las flores. Me preocupa que le haya pasado algo. Alguien tranquilo y solemne que pregona sin gritar, arrastrando muy temprano en la mañana una carretilla llena de Extrañas Rosas, Girasoles, Príncipes Negros, Azucenas y Albahaca. A veces no le compro nada, dejo que su voz grave se vaya perdiendo entre el ruido de los carros y el grito de los vecinos. Otras veces lo llamo desde el balcón y bajo a pedirle un girasol y dos ramos de Extrañas Rosas blancas para ti.

    Al subir las escaleras comienza el ritual: quitar el alambre de colores que siempre deja una o dos flores inservibles, separar los ramos y cortar los tallos en punta con la misma tijera con que nos pelamos Diego y yo. Un pomo de vidrio con agua limpia es tu búcaro. Ahora mismo lo miro y me molestan la mancha amarilla que dejó el líquido antes de evaporarse y las flores fosilizadas que prefiero no retirar hasta que encuentre otras frescas. No me gusta el vacío, prefiero las huellas putrefactas antes que el vacío.

    Esos rituales me ayudan a disipar la culpa. Evito pensar demasiado en ti. Evito entrar en un canal demasiado profundo. Son muchas cosas, papi, La Habana se cae a pedazos. Camino y siento el olor del caos y la desesperanza y yo debo seguir, no puedo darme el lujo de llorarte. Sé que me entiendes.

    Recuerdo tu última visita en noviembre. Me dijiste que me cuidara, me leíste la cartilla, que no publicara tanto; que la política es tan absurda que acabas aplastado y a nadie le importa. Discutimos. Yo no sabía que era la última vez. Luego vino enero y empezaste con las fiebres. La última vez que hablamos te traté mal; no estabas comiendo y eso me asustaba. Desde el móvil te dije cosas duras. Tú siempre me escuchaste y yo solo quería que te pusieras bien con la fuerza de tu voluntad; por eso te hablé de esa forma. Luego vino la zona roja. Tú en un hospital de Holguín perdido y sedado en una sala de cuidados intensivos, y yo aquí encerrada con Diego, pensando en ti mientras compraba a sobreprecio un paquete de pollo, un pomo de aceite, una caja de cigarros de cualquier tipo para ir al balcón y seguir pensando en ti; pensando en los tubos y las máquinas que te hacían compañía, con la fe gritando en el filo de un cuchillo. El día antes me di cuenta de todo. Me senté en el balcón y sentí que me pedías permiso para morir. Te dije que no pasaba nada, que era mejor descansar. Al otro día por la noche me puse a llorar, y entonces llamé al hospital y supe que hacía diez minutos te habías ido y comencé a llamar a la familia.

    No pude ir a verte, quizás solo tú comprendes que ya no valía la pena. Todo estaba cerrado, en cuarentena, y yo no podía dejar a Diego. Le pedí a mi hermano que te tirara unas fotos porque necesitaba formar parte de ese proceso; necesitaba una prueba para aplacar la negación. Fue la única vez que oí a mi hermano quebrarse. Me mandaron las fotos por Whatsapp; un amigo de mi hermano las hizo y me las envió.

    Luego empecé con el café y las flores. Por un tiempo las flores estaban en todas partes, hasta en el baño. Flores en botellas de cerveza, en pomos de vidrio, en un búcaro con motivos japoneses que le compré a una viejita en la calle; flores en las repisas, los alféizares de las ventanas, sobre el escaparate viejo. Flores compulsivas.

    Una noche soñé contigo, te pregunté si estaba bien el café, como eras cristiano quizás te parecía mal; tú me dijiste sonriendo que estabas agradecido, y me lo creí. Luego soñé otra vez que nos encontrábamos, este sueño fue más intenso. Hablamos de la muerte y me dijiste que no podías contar demasiado, pero que la experiencia de morir es tan extraordinaria que yo no podía entenderlo si no lo experimentaba. Estábamos sentados en un lugar extraño, como un banco hecho con troncos de madera, rodeados de gente, y tú parecías un poco más serio. Fue lindo; tan cercano a la cotidianeidad.

    Recuerdo que cuando era una niña me sentaba con un vaso de refresco a compartir contigo. Tú tenías cerveza o aguardiente. Guálfara, le dicen en nuestro pueblo. Tomabas y me contabas historias de tu infancia; yo te hablaba de aquella vez que tía Rode se disfrazó con unos bigotes hechos con lápiz de ceja y por la ventana del fondo de la casa de mi abuela me dijo que era el mono blanco y que me iba a llevar si seguía dejando toda la comida. Siempre fuimos amigos.

    A veces recuerdo que no he pensado lo suficiente en ti y meto la cabeza en el dolor por unos minutos; luego regreso y te olvido. Quiero pensar que me entiendes. Esto es una locura, papi, no puedo darme el lujo de llorarte; tengo que hacerme un camino para mí y para Diego, tengo que avanzar con la cabeza intacta porque cada día hay menos cosas. La leche está a mil pesos la bolsa, un refrigerador lleno es un lujo extraordinario y la gente ha perdido la costumbre de conversar. Solo se habla de comida y de cómo salir de este país. Nos estamos quedando solos en esta isla, papi. Nos estamos quedando vacíos.

    Por eso casi no pienso en ti. Me dueles y no puedo dejar que ese dolor me atrape. Tengo que inventarme los días, las semanas. Tengo que construirle un mundo a Diego para mantenerlo a salvo de esta mediocridad. Por el momento cada vez que puedo preparo café y me siento en el balcón, con mi taza frente a la tuya, como en los viejos tiempos, cuando en los ochenta te contaba la historia del mono blanco y tú no sabías nada de zonas rojas ni flores y yo no soñaba con paquetes de pollo, bolsas de leche en polvo o aviones.

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    7 COMENTARIOS

      • Ramón Martinez a usado usted las mismas palabras de mi madre EPD, cuando me pidió que sacara a su único nieto de ese país hace ya 30 años.

    1. Ojalá pudiera enviarte un salvoconducto!!! cada vez que como queso me acuerdo de Diego y se me llena el corazón de hoyos!!! Te abrazo inmensa!!!

    2. Esta historia me toca tan profundamente. Recuerdo haber hablado por esos días de encierro. Tú me contaste lo que estaba pasando, yo, desde mi rincón, con el corazón estrujado. Te quiero, hermana

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