Cuando uno se aleja mucho en sus correrías se encuentra en el mercado —ya sea en Ife o en Dahomey, o en el país de los Ewe— con gente que ha muerto en su país y se ha retirado allí para no ser reconocida. Cuando ven a algún compatriota suyo se escabullen a toda prisa y cuidan de no ser vistos nuevamente.
Leo Frobenius, Atlantis
Escribir —incluso leer— un libro requiere de cierta voluntad, es como vivir, que también requiere de cierta voluntad, pero supongo que todos estemos un poco hartos de que nos hablen sobre la voluntad, sea la de vivir, la de poder y otras voluntades, así que no abrumaré con el tema de la voluntad que hace falta para comenzar un libro, realmente, para ser honesto —aunque alerto que duden de mi honestidad, mi no menos taimado lector— no me gusta escribir todo el tiempo, o más exacto, preferiría estar todo el tiempo pensando que voy a escribir sin escribir, pensar que se va a escribir tiene sus ventajas, uno hace como si escribiera, pero no ocurre el acto en realidad, ¿no decía el viejo Nietzsche que en cuestiones de amor la distancia, la lejanía, era lo mejor?, pues en literatura pasa más o menos lo mismo, es mejor no escribir, es mejor pensar que se escribe o que se escribirá, que alguna vez, si a mano viene —¡y nunca mejor dicha la frase!—, si hay ocasión, si uno por fin decide sentarse y encarar la posibilidad de escribir, si la ocasión coincide con la decisión de no hacer más de perezoso, y uno sale de su mutismo, o de su bajo ánimo o escaso entusiasmo (los griegos sostenían que el entusiasmo era crucial para existir), que no es más que la forma decadente del mutismo, si uno finalmente se afeitó, se lavó la cara, contrajo y aflojó la mandíbula, afiló la punta de decenas de lápices aunque uno ya no escriba con lápices, o garabateó frases inconexas, incluso frases a medio camino entre el disparate disléxico y las patas de grullas o peor, las patas de moscas, y se dijo ante el espejo:
—¿Cuándo vas a empezar a escribir para tus imposibles lectores?
Yo era un niño bueno pero un poco insolente, aunque era una insolencia bonachona, y tímido, pero con ideas fijas, un poco parecido a mi madre en la insolencia, aunque mi madre no era nada tímida, mi padre sí. Más adelante les explicaré que la insolencia de mi madre, y por ende la mía, tenía alguna causa telúrica, para llamar de algún modo el delirio de mi madre (un delirio un tanto embarazoso en su etimología, que viene de «surco», o sea de «verso»), meditado, táctico, incluso, por qué no, estratégico al vivir en una sociedad antropológicamente delirante y con extraños delirios políticos, con sus altibajos durante el siglo XX, y más que nada en los últimos sesenta años de ese siglo. Esa manera de mi madre de situarme contra la pared y ofrecerme consejos, haciéndome avistar situaciones extremas, ridículas y paradójicas para mi «educación sentimental» en el Totalitarismo que ella odiaba, tenía sus características, llamémosla insular, o para mayor exactitud, telúrico-insular-oriental-habanera, porque mi madre, con su voz y ademanes penetraba en mi flaco ser, hinchándolo como un globo, un pneuma matriarcal cantado o expelido, dicho al oído o gritado por ella a la intemperie a través del hueco de una caña, insuflando a la cosilla cuasiforme que yo era, convirtiéndolo, con el soplido, en personita, porque alguna utilidad habría yo de tener, opinaba mi madre, entre ellas la de exhalar o expeler palabras que debía sopesar pues aún no se contaba con que las escribiera o las dejara dentro de la caña apenas pensante que yo era.
Aquella ciudad, o pueblo grande (Holguín) tenía, entre otros problemas, la grave paradoja de haber vivido, demasiado tiempo, en los límites de ser o no ser una capital, y esto se paga caro en regiones donde no es solo la ciudad la que está pujando por ser o no ser, sino además es el país completo el que puja por alcanzar el grosor de una entidad visible, y si el país lo logra, generalmente lo hace a expensas de devorar cantidades ingentes de sus personas y hasta de regiones enteras, para que una de sus partes se erija en esa visibilidad y represente a las otras, todo esto me lo explicaba mi madre abanicándose con fuerza desde su balance, porque decía que a «ella sí que no se la habían podido tragar viva», decía: «primero me tragan muerta que viva», y yo no la entendía, cómo la iba a entender si sólo tenía cinco años de edad, y a esa edad uno se imagina, cuando oye la palabra «tragar», que efectivamente se trata de un asunto de devoración, y si se añaden palabras como «muerta» y «viva», el efecto puede ser atroz en tales años. Pero tiempo después entendí.
El exilio, un tipo de viaje muy conocido y que se relaciona en ciertos tratados y escritos como una cuestión o actividad parecida a la muerte, como una forma de adelantarse bruscamente a la vida, el alejamiento por medio de un pistón, como me dijo un exiliado en un bar, que no se sabe, me dijo el exiliado, si tú eres el pistón o el nudo de aire que empuja el pistón.
—Desgraciado de ti —le dijo una exiliada de pechugas blancas y reposonas, y repitió en un murmullo «desgraciado de ti», refiriéndose al exiliado del «pistón», le dijo sorbiendo su Cubalibre en un ínfimo bar de Eixample izquierdo de Barcelona, bar Buber, aunque preferían denominarlo con el Bar Mayito Sat, tú, que comparas tu destino, tu sino, tu fatum, con las leyes de la mecánica. Así le dijo ella al flaco, que la miraba con cierto odio.
Hay que mirar la verdad de frente, pensé, o dije yo, mientras miraba los pezones de la exiliada pechugona, hay que hacer de tripas corazón, como aquel rabino que halló durante su viaje o errancia una plantita seca y la mojó con una lágrima, y la plantita revivió, de manera que el rabino pudo explicarles a sus acompañantes candidatos a rabinos, el enigma que les atenazaba la garganta, un enigma parecido a la sed de la plantita. La exiliada de pronto parecía lo mismo muy joven que muy vieja. Así pueden ser algunas mujeres, ¿o acaso no fueron brujas? No así el exiliado que nos miraba dos sillas más allá en el mostrador, que parecía un niño algo parecido a un ángel «caído» o «cansado de Dios», aunque era desmesuradamente flaco y portaba sobre los hombros una cabeza bastante grande, y un bastón reclinado al mostrador, en aquella violeta oscuridad:
—¿Dónde estaba la verdad del viaje? —le había preguntado el primer candidato a rabino al rabino, ¿dónde encontrar sentido, o gota de verdad, si es la sempiterna sed la que nos persigue?
—¿Y por qué? —le preguntó el otro candidato de rabino al rabino-conductor o jefe, por qué no nos vamos a meditar al Mar Muerto, y así, en total soledumbre, con la mayor sed posible, hallamos la respuesta?
—Hay que hacer de tripas corazón —dije yo al par de exiliados—, si un rabino, teniendo por acompañantes a candidatos a rabinos como los susodichos, no sabe hacia dónde coger, si rumbo al Mar Muerto o rumbo al desierto, o tal vez erra por toda la tierra prefiriendo los desiertos y las cuevas y bibliotecas en ruinas, es como para volverse loco, si entre tanta facultad de decisión, si entre tanto albedrío, no aparecía la plantita, rediviva por las lágrimas.
—Cualquier rabino se vuelve loco en el empeño —dijo la exiliada—, y vuelve a estrujarse el rabino buscador las sienes pensamentales, y se estruja la larga nariz, atenazada el alma por tanta libertad de decisión, y la plantita, que obró como obra la naturaleza que alimenta la esperanza, como el alma se alimenta de su propia sed de esperanza —terció el barban, al que le llamaban Buber.
Entonces dijo el exiliado joven:
—La plantita no se le hubiera aparecido al trío de locos errabundos en busca de la verdad. No estaban listos. El exilio en sí mismo no es una cualidad para ver visiones.
—O tal vez sí —dije mirando mi rostro largo y barbudo en el espejo tras el mostrador.
La exiliada, imperiosa:
—¿Y cómo termina el cuento, chico, ya mi Cubalibre es pura agua?
Entonces le dije:
—Es difícil de explicar. Podría estar la noche entera, si estuviéramos en disposición de ánimo, si tú no bailaras en la forma en que he visto lo haces cada noche, haciendo de redentora de todos los que venimos a este bar a compartir cierta Mecánica Divina de pertenecer al tiempo sin tiempo, si tú, mi bella caimana de la noche, que lo comprendes todo, que obras como una plantita sedienta…
—Yo lo que tengo es Sed de amor —me dijo la exiliada meneando el torso, que acusaba una gigantomaquia peculiar si la mirabas desde aquella perspectiva.
—Como la que tenía el rabino —le dije—, de no tenerla no habría ni siquiera emprendido el viaje, ¿qué iba a hacer el rabino con aquellos dos locos candidatos en las pésimas condiciones en que se hace un viaje en una época del año como aquella? ¿Adónde ir, al Mar Muerto con aquel par de pretendientes a giróvagos, a inaugurar grutas que otros dejaron vacías, o trazar letras en papeles a ver si Dios se te aparece, cada giróvago apoyado en su báculo, cada candidato haciendo una pregunta, su Gran Pregunta, a los oídos posiblemente sordos del rabino? ¿O ir al desierto, a confundir una estrella con una piedra, aminorando la distancia de una cosa a otra o de una palabra a otra?
—Ay, la plantita, la plantita —casi canta la exiliada.
—Sí. La plantita. Suerte que Dios se aparece donde menos uno se lo espera —dijo la exiliada—. Dios no espera por nosotros. Dios está en de todas partes. Yo lo veo cada noche mientras bebo y bailo.
—¿Cómo has llegado a tal conclusión? —dijo el flaco, que tenía mal aliento, como si la nuez se le hubiera llenado de cigarro y mala comida turca—. ¿Cómo sabes que Dios posee mala ubicuidad o sobreabundancia de ubicuidad? Tú, Puta de Todos, dilo.
—Exacto —dijo ella, la monada—. Ser puta es ejercer la ubicuidad de una manera tal que no se renuncia a la voluntad absoluta. Comprendo mejor que ustedes dos al rabino y a su par de locos preguntones. Incluso puedo oírlos hablar al viento, ahora que pasan de largo cada uno empeñado en revertir el valor de las palabras. El viento se lleva sus palabras, muy bien, pero la distancia entre una y otra palabra no es infinita, como no es infinita la distancia entre un pájaro y su recorrido, puede revertirse la distancia, puede acoplarse el vuelo, no hay razón para que los dos extremos de la vida no se toquen.
—Ave de mal agüero. Algún día volveré a mi Patria —dijo el flaco, alardoso, alzando un índice que indicaba hacia ninguna parte.
—Y yo te enseñaré el Camino —dijo la exiliada—. ¿Crees que uno puede volver por el mismo camino por dónde vino? Y por cierto, para ir empezando, pues al final todos veremos a Dios cara a cara y cada uno responderá, ¿por qué no me pagas un traguito? Me siento muy, pero que muy sedienta, mi flaquito llorador.