Cómo volver a un lugar que no existe

    La galería Thomas Nickels Project, un pequeño espacio del Lower East Side que por cinco años ha acogido el trabajo de varios artistas cubanos, inauguró el show Cómo regresar a un lugar que no existe, una exposición colectiva y nostálgica, una exhibición del deseo, de la memoria, un conjunto de esculturas, fotografías, instalaciones, videos, pinturas de cuatro artistas cubanos y una paquistaní. Todos emigrados, más tarde o más temprano, a Estados Unidos. A todos nos une esa travesía: a ellos, los artistas; a mí, que escribo este texto, y a la curadora de la exposición, la cubana Haydee Oliva.

    «Tener un hogar al que regresar es algo perdido en mí», asegura Oliva. «Por tanto es algo que me ha atormentado un poco desde hace años. Cómo volver a un lugar que no existe se sitúa en la tenue línea entre la posmemoria y la nostalgia. Mientras que la posmemoria trata del trauma y la herencia, la nostalgia es un recuerdo del pasado que lo romantiza o lo convierte en un mito. La nostalgia es un anhelo de volver a casa, a pesar de la posibilidad de que ese hogar ya no exista».

    La exhibición la conforman obras del fotógrafo y documentalista Juan Carlos Alom; la fotógrafa y artista performática Paola Fiterre; el escultor, fotógrafo, dibujante y videógrafo Javier Castro; la pintora, escultora y performer Qinza Najm, y el escultor, pintor, fotógrafo y dibujante Hander Lara. Todos salieron de un lugar y llegaron a otro. Todos se han mantenido contando, buscando y conectando con ese lugar del que se fueron. 

    Podría decirse que este grupo de artistas pertenece a mi comunidad, la que me ha acogido en la ciudad de Nueva York. Por tanto la curadora me ha pedido que escriba algo para su exposición, como migrante, como mujer, como cubana, como habitante del espacio Nueva York. Le digo que sí, no podría responderle de otra forma. Es su último show como curadora de la galería y es mi amiga. Allá voy. 

    A Haydee le encanta que yo le diga que a las seis de la tarde, justo a la hora en que cierra las puertas del lugar, la paso a buscar por la galería para irnos a comer en el restaurante chino del cual nunca recordamos el nombre, pero que es nuestro favorito en toda la ciudad. Dice que cuando digo que la paso a recoger a la salida de su trabajo, lo que siente en realidad es como si alguien, digamos su mamá, pasara a recogerla a la salida de la escuela. Haydee es de Bahía Honda, un pueblo cubano, costero y occidental, un pueblo de pescadores de los que solo tiene un policlínico, una escuela, una sala de rehabilitación y una casa de la cultura. Yo también, de un pueblo con una tienda, una estatua, una discoteca y una sala de juegos. Sabemos de dónde venimos, y no hay nada que nos guste más. 

    La conocí en La Habana de nuestros veinte años. Luego nos reencontramos, casi una década después, en la ciudad de Nueva York, el sitio más parecido a La Habana que existe, y más diferente también. Más de una vez he caminado sola por Riverside Drive sintiendo que verdaderamente estoy bordeando la Bahía de La Habana. Hace tiempo empezamos a habitar el lugar de los recuerdos a través de los espacios del presente. Ahora me pide que escriba para su exposición, pero una vez, hace ya tiempo, no sé por qué, ni para qué, Haydee me pidió que le respondiera una pregunta: «¿Tienes algún recuerdo de algo, que tus padres, abuelos o socios del barrio te hayan enseñado cuando crecías y pensaste que era cierto durante mucho tiempo, pero que en realidad no lo era?» Seguido me puso como ejemplo que, como nació en los noventa, justo como yo, todas las fachadas de las casas del pueblo estaban pintadas de cal blanca con los pelos de las brochas pegados a las paredes, algo que le llamaba particularmente la atención, pero sus padres le decían que se trataba de pelos de cangrejo. Luego Haydee dijo: «Es algo que creo hasta hoy, aunque no sea cierto».

    Mi recuerdo, como casi todos los de mi infancia, estaba relacionado con mi papá. Le dije que por mucho tiempo mi padre estiraba los pies y se movía las rodillas, y luego me decía que en vez de tener una rodilla, él lo que tenía era una semilla de mango. Cuando le preguntaba a mi papá que cómo que una semilla de mango, me respondía que sí, que cuando lo operaron no había rodillas en el hospital y entonces los médicos decidieron que él lo que debía tener como sustituto era una semilla de mango. Habíamos tenido un accidente cuando yo era muy niña, un accidente donde murió mi mamá y mi papá se hizo cargo, por tanto todos y cada uno de los recuerdos que tengo sólo lo incluyen a él y, por tanto, no me parecía tan descabellada la historia de sus rodillas. Siempre le creí que tuviera una semilla de mango en el cuerpo, también elijo creerle hasta hoy. Es mi manera de acordarme de quiénes fuimos. A veces me tiro en la cama y viajo hasta el tiempo en que pasábamos los dos en bicicleta por el malecón del pueblo y mi papá me pedía que mirara cuán azul estaba el mar. Aún me parece sentir sus chiflidos a la salida de la escuela primaria, que yo oía en cualquier sitio, y con eso bastaba para dejarlo todo y correr con fuerza hasta los brazos de mi papá. A veces estoy cepillando mi pelo y pienso en las trenzas que aprendió a tejerme, le quedaban gruesas, deformes, pero que yo adoraba. O las noches de apagón tirados en el portal de la casa, cuando le hacía preguntas al estilo: ¿cómo era mi mamá? ¿Cómo tenía las uñas de los pies y las uñas de las manos? 

    Podría decir que mi papá es la persona que más quiero en la vida, pero eso no explica lo que mi padre es. A veces quiero cogerme a mí misma y llevarme al tiempo en que tenía nueve, diez, once años. Un tiempo donde solo existíamos él y yo en el barrio, un barrio repleto de niños que trepaban árboles, subían a los techos, remaban río abajo, exploraban los refugios bajo la tierra que los militares cubanos hicieron por si venía la guerra, como nos prometieron que seguramente iba a pasar algún día. Incluso cuando yo veía un avión atravesar el cielo, y pensaba que definitivamente eran los americanos, y con los americanos la guerra, corría a donde quiera que estuviera mi papá porque no había manera de que yo muriera sin estar a su lado. A veces, en un arranque de egoísmo, he pedido en silencio morirme antes que él, luego he rogado que nunca sea así, no merece dolor tan grande. 

    Hoy mi papá vive en un pequeño efficiency, en algún lugar apartado de Miami, a donde llegó hace unos años tras no querer irse nunca de Cuba, pero luego de que yo me fuera, y se fuera la gente del barrio, y nuestro pueblo quedara prácticamente vacío, con la tienda casi vacía, la discoteca vacía, la sala de juegos vacía. Permanece, aún, la estatua de un bronce corroído por el tiempo, tan carcomida que en cualquier momento se desploma. A veces llamo a mi papá y no tengo mucho que decirle. A veces las llamadas duran un minuto. A veces dos. Hablamos de lo mismo. Cómo le fue en su trabajo de jardinero, cómo me fue en mi trabajo de periodista. Qué comió él, qué comí yo. Si ya va a dormir, si me acuesto antes. Lo llamo a su nuevo número telefónico con dolor y, a veces, hasta con culpa: está lejos de su casa, del patio que alguna vez estuvo repleto de perros, patos, palomas, conejos y faisanes. Del pueblo de la costa, amplia y habitada por las formas más misteriosas que tiene el mar. 

    Estamos en el mismo país ahora, y probablemente nunca hayamos estado más lejos. Yo sé que él lo sabe, él sabe que yo lo sé. Muy regularmente paso a verlo, buscando algo que fue, a mi papá que hace chistes, que se burla, que chifla, que hace tandas de comidas para todos mis amigos hambrientos. Pero no está. Es un papá envejecido, triste, solo, callado y disminuido, podando no las plantas de su patio, sino las de una familia rica de Miami. No sabemos cómo hacerlo diferente. Hay cosas que tienen sentido sólo en ciertos lugares. Mi papá es mi papá donde sea, pero sólo él y yo sabemos qué significa que seamos él y yo en nuestra casa de la Playa de Baracoa. No se lo digo, pero quiero abrazarlo e irnos juntos al tiempo de mis nueve, diez, once años. No va a suceder. Nadie ha encontrado la forma de volver a un lugar que no existe.

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