En el supermercado de la cadena Publix ubicado en la séptima avenida del Northwest de Miami, un señor hace la fila de ocho personas donde todos y cada uno esperan ganar el gran jackpot del sorteo del 2 de enero del Powerball, que ha ascendido a 265 millones de dólares.
El señor ha salido de su casa apuradisimo, cuidando que no le agarren las nueve de la noche, hora en que la señora del mostrador dará por terminada su labor de vendedora de la Florida Lotto, cuyo jackpot está ahora en 1.5 millones; su labor de vendedora del Cash4Life, cuyo ganador recibirá mil dólares cada día del resto de su vida, y su labor de vendedora, además, de todos los variados raspaditos al estilo Diamond Mine, Cash Blast, Lucky Numbers, Xtreme Crossword, Bingo Doubler o Cash Wheel.
La señora conoce el poder del que ahora mismo goza. Lleva una saya ajustada y corta y un pañuelo que la hace lucir más como una azafata de Air Europa que como una empleada de la cadena Publix.
La señora, que ha venido haciendo lo mismo a lo largo de su turno laboral de ocho horas, cobra los dos dólares que cuesta el boleto del Powerball y, con aspecto cansado pero no derrotado, chequea si cada uno de sus clientes eligió cinco números entre 59, y un número entre 35, tal como están establecidas las reglas del juego ahora mismo más codiciado en los Estados Unidos.
Esta es la parte, digamos, principal de su trabajo, la más seria; tiene en sus manos la suerte de los aspirantes a multimillonarios de una zona de la ciudad más importante del sur de la Florida, y no es poco. A la vez, la señora va cobrando todos los raspaditos que los clientes del supermercado compran luego de llenar sus canastas con cientos de dólares en sodas, yogures saborizados, carnes precocidas y cajitas de Doublemint.
Es evidente que hay cierto placer en la señora cuando le informa a un cliente que no ha sido ganador de alguno de estos raspaditos express, y le da mucha pereza tener que pagar cinco, diez, veinte dólares a quienes sí resultan ganadores, que luego, en la misma noche, devienen perdedores, y estos terminan siendo, sin duda, los premios menos disfrutados y duraderos en los sorteos de todo el mundo.
Tal es el caso del señor que llegó apuradísimo, que compró un raspadito de cinco dólares y ganó diez, con los cuales compró un raspadito de diez dólares y ganó veinte, con los cuales compró un raspadito de veinte dólares y no ganó nada.
El señor, de 63 años, no se aflige, más bien lo ve como una señal, una posibilidad real. Así lo ve también el resto de los señores que han ido llegando a la fila, casi todos mayores que él, casi todos cubanos. Señores cubanos de camisas a cuadros, que llevan años comprando todos los raspaditos de los Publix, CVS, Seven Eleven, Winn Dixie y tiendas al por mayor del sur de la Florida, con el sueño común de no hacer más guardias nocturnas de Wendy´s, pedidos de Uber Eats y limpieza en Home Depot.
El señor regresa a su casa. En unas horas se sabrán los cinco números ganadores del Powerball. El señor ya tiene pensado qué hará con cada centavo de los millones que amase cuando resulte ganador. Entre otras cosas me comprará una mansión a mí, porque ese señor es mi papá.
En caso de que se vuelva millonario de la noche al día, mi padre tiene planeado un viaje en crucero con toda su familia. Tiene pensado pagar una parte de las casas de todos sus sobrinos en Kendall y Homestead. Quiere comprar un terreno muy grande donde quepan las futuras casas de él y sus ocho hermanos vivos, y que además quede espacio para criar carneros, pollos de ceba, patos, palomas, faisanes, conejos, y que crezcan las matas de mango, aguacate, ciruelas y guayabas. Pretende reparar su casa en Cuba y las de todos sus vecinos que permanezcan en el barrio. Quiere hacer un restaurante donde las ganancias se destinen a ayudar a niños enfermos y desea, muy importante, hacer un «jón» familiar.
Mi padre dice «jón» como dice «efíchen» como dice «fústan» como dice «torpáin», en lugar de «home», de «efficiency», de «food stamps» o de «Turnpike».
Ha tenido que adquirir a la fuerza y a medias un vocabulario que nunca estuvo en sus planes: el vocabulario del emigrante cubano en Miami. Pero de todo lo anterior lo que más le aterra a mi padre es la idea del «jón». Que cuando esté más viejo, y en caso de que no gane la lotería, lo mandemos a una casa de ancianos bajo el cuidado de otras migrantes cubanas presumiblemente solteras y gritonas. Y esa ha sido la única promesa que le he hecho a mi padre y que me he hecho yo misma. No irá nunca a vivir al home, bajo ninguna circunstancia.
Hace unos meses mi padre, con una camisa rosada, pantalón beige y sneakers blancos, abordó un avión de La Habana a Ciudad de México, una ruta opuesta a los planes de toda su vida. En su juventud, se negó a irse a Brasil con su novia historiadora de arte, y ni siquiera intentó largarse del país con sus primos y hermanos en balsas rústicas que salían detrás del patio de la casa de Baracoa en el año 1994. Pero ahora estaba aburrido. Mi padre se ha venido quejando de aburrimiento.
Los vecinos se han ido sin decir adónde. Varias familias del barrio cerraron las puertas de sus casas en el cauteloso horario de la madrugada. Los cubanos son poco discretos para casi todo, menos cuando planean abandonar el país. Se han fugado en masa y en silencio en las madrugadas húmedas, como suelen ser casi todas las madrugadas del trópico. Este lenguaje de la fuga los cubanos lo entendemos a la perfección, y es casi la única descortesía que aceptamos. La gente planea su viaje y se va a oscuras y sin decir adiós, huyendo del país, pero también huyendo del barrio, del vecino y de la casa. Es la única manera del valor. No irte, sino huir.
Así se fueron casi todos los del pueblo, y luego volvíamos a saber de ellos cuando aparecían en videos y fotos de Facebook con globos de bienvenida en el Aeropuerto Internacional de Miami, con sus respectivas ropas gastadas de los largos días de travesía por Centroamérica.
Era normal que mi padre se quejara del aburrimiento, si se fue su hermano, si se fue la familia del frente de la casa, y la dulcera, y el barbero, y el fisioterapeuta, y el portal de la casa se sentía amplio y vacío, como no le gusta a mi padre sentir jamás el portal de la casa. Entonces, de un tirón, dijo que quería largarse también a Miami.
Me comuniqué con la coyote. Es difícil comunicarse con una coyote para poner en sus manos el destino de tu padre, que es el tuyo mismo. La coyote resultó ser un número de teléfono sin rostro que respondía con monosílabos y precios. Cambiamos de coyote, por uno más personalizado, sin rostro pero con nombre y que respondiera al menos con tres palabras a cada una de mis preguntas desesperadas. El coyote C. resultó ser un alivio. Le dio techo y comida a mi padre. Luego, cuando mis primos hicieron el mismo recorrido, el coyote C. los llevó a comer tlayudas, les compró juguetes el Día de Reyes y les garantizó la leche cada una de las mañanas que esperaron hasta ser trasladados a Mexicali antes de cruzar finalmente el Río Bravo.
Mi padre quedó impresionado con su viaje. Sabe que tuvo suerte, por lo fácil, por lo rápido, por el poco riesgo. Sabe que no es la norma. Ahora vive en un pequeño tráiler en Homestead, un suburbio agrícola de Miami donde también se han establecido muchos vecinos del pueblo. Justo el mecánico de su carro, un Hyundai Sonata del 2006 que hemos adquirido con esfuerzo, es el vecino de enfrente de la casa que llegó dos meses antes que él. Siempre que mi padre necesita llenar de gasolina el tanque de su auto dirá que va al Cupet, y no habrá otra manera en lo adelante de nombrar una gasolinera.
Si le preguntas a mi padre si le gusta Miami te dirá que sí unas veces. Te dirá que no otras veces. «A mí me engañaron», se le ha oído decir cuando llama algún familiar o excompañero de trabajo desde Cuba. «Esto no es como a nosotros nos lo cuentan allá».
Mi padre vio por años a sus familiares y vecinos regresar al pueblo con relojes y cadenas rentadas en joyerías de Miami, los vio sacar de sus carteras fieles copias de Gucci o Prada, fajos de billetes de cien dólares y repartir a la familia. Los oyó hablar de decenas la hora y le pareció mucho, y los oyó hablar de miles al mes y le pareció demasiado. «¿Por qué algunos cubanos llegan a Cuba y te dicen que están viviendo en una casa cuando están viviendo un tráiler?», se ha preguntado mi padre. «Por eso a todo el que me pregunta dónde vivo yo le digo que en un tráiler, ¿qué le voy a decir?»
Una cosa sí es la misma tanto en los gloriosos relatos de los que regresaban a Cuba como en la vida que él lleva ahora, y es la comida. «Eso sí tiene esto acá», ha dicho en las videollamadas. «Hay comida a todas horas y gasolina a todas horas». Luego corre y les abre el refrigerador y enfoca la cámara de su celular y les muestra cada uno de los yogures, refrescos, frutas y carnes que compró en el Mercado Día.
Una vez en Miami, mi padre ha tenido que transitar la ruta legal que le corresponde como migrante en Estados Unidos. Le ha parecido una avalancha la cantidad de documentos que ha tenido que leer y las firmas que estampar. Ya visitó las oficinas de Children & Family para solicitar las ayudas de Medicaid, Food Stamps y dinero cash. Aplicó al número de Seguro Social y al Refugee Assistance Program. Estudió para un examen teórico de licencia de conducción en una de las oficinas de pladur que inundan las avenidas de la Florida, donde ofrecen servicios de afidávits, reclamaciones, traducciones, seguros de carro y salud, y donde una señora cubana muy elegante te sopla alguna que otra respuesta del examen si estás a punto de suspender.
Para obtener una licencia que le permitiera sumergirse de una vez en la cultura del expressway, mi padre tuvo que hacer una cola toda la madrugada junto a decenas de cubanos en su misma situación, una especie de acampada donde se hartaron de refrescos, galletas y hot dogs mientras hablaban de la falta de trabajo en Miami ante la llegada masiva de migrantes, pero, eso sí, se decían unos a otros que cómo hay comida, y qué limpio está todo. Qué manera de tener mercados. Y para el que le guste la construcción, ¿has visto el paraíso que es Home Depot? Y para el que le guste comprar barato, ¿has visto cuántas cosas en Dollar Tree? Y para el que tenga problemas de presión, ¿has visto cómo están de llenas las farmacias? Y al que le guste cocinar, ¿has visto de qué tamaño son los ajíes y las cebollas y los dientes de ajo?
Antes de venir, mi papá destinó un dinero en Cuba para que no le faltara a sus perros al menos el arroz del día. Cada vez que puede, llama para ver a Pinta y a Meinu, y se queja de lo flacas que están. Llama a su hermana Cheva, con Alzheimer, y asegura que si hubiese podido venir a Miami no tuviera el semblante cadavérico que ostenta desde hace un año, y aunque le explicamos que en cualquier lugar el Alzheimer es una enfermedad así de fulminante, él insiste en que Cheva acá no estaría en las condiciones en que está en Cuba.
Hay días en que mi padre extraña su casa, su siembra y el mar, y repite que ya a estas alturas le tocaría estar cobrando su retiro por su trabajo de toda la vida en Cuba y no buscando empleo sin papeles en los negocios de Miami. Le tocaría estar disfrutando de su casa y sus estanques de peces, y no en un tráiler de los suburbios de Homestead. «Ay, Carla, si yo hubiese venido con cincuenta años fuera distinto», me dice a cada rato. «Pero mi idea era retirarme, estar en mi casa sentado, levantarme cuando quisiera y no tener compromisos».
Esos días en que quiere irse y dejarlo todo, o más bien dejar nada, a mi me toca asumir el lenguaje impronunciable de la resignación, el lenguaje ataviado del triunfalismo, y el lenguaje simple de la domesticación. Y quiero que la tierra me trague y le digo: «Pá, aguanta un poco más, mira qué ricas son acá las peras». Y le digo: «Mira, hubieses estado ahora durmiendo en medio de tremendo apagón». Y le digo: «Ya tienes tu carrito». Y le digo: «Adro está estudiando y va a lograr cosas, porque este es el país de las oportunidades, ¿no? ¿No dicen que este es el país de las oportunidades?». Y le digo: «Ve al dentista con tu Medicaid y aprovecha y ponte todos los empastes de muelas que en Cuba no has podido arreglarte». Y le digo: «Mira, es casi Cuba, mira el calor, mira el Palacio de los Jugos, mira cómo hay gente del barrio acá».
Mi padre entonces dice que sí, que es cierto, y luego cuenta cómo ha guardado una lámpara de techo que le regalaron, varias cerraduras de puerta, una sombrilla de patio, todo para el día en que pueda regresar a su casa. No ve el día en que le toque abordar algún vuelo chárter o los vuelos regulares de American Airlines o Jet Blue, llegar con cuatro horas de antelación a los aeropuertos de Miami o Fort Lauderdale con sus maletas envueltas en nylon y repletas de comida, medicina y dentrífico para su familia.
Mi padre pretende llevar Nutella. Espera que para ese entonces la suerte lo haya hecho ganar una suma importante en alguno de los sorteos donde juega con los menudos que le sobran de sus compras en el mercado o la farmacia. Ha destinado un envase para las monedas de cinco, diez o veinticinco centavos que luego apuesta casi siempre a los mismos números.
Ha dado instrucciones a mi hermano. Esta vez ha jugado el 7, Mierda, y ha jugado el 38, Dinero. En caso de que le suceda algo, mi hermano sabe dónde puede encontrar el papel con apuntes de todos los números que jugó la noche anterior para que reclame el premio gordo y lo comparta conmigo, y lo reparta entre la familia, y ayude a los de Cuba. Le decimos que sí.
Es raro, porque mi padre casi siempre juega el 21, Majá. Casi siempre el 32, Cochino. Casi siempre el 42, Pato. También el 1, Caballo. Sus números preferidos son números relacionados con animales. Y esto es algo que le ha gustado mucho de Miami, dice, que hay animales sueltos. Patos sueltos, pavos reales sueltos, que nadie los persigue ni los mata. Así pretende criarlos en su futura granja, que va a comprar con su fortuna, que va a salvarnos a todos, dice ya entrada la noche mientras bosteza y me pregunta qué más me gustaría que me regale con todo ese dinero, porque será tanto dinero que no sabrá qué hacer con él, pero si no sucede no importa, vamos a estar bien. Vamos a estar. Vamos. Bien. Va diciendo mientras se queda dormido en la silenciosa noche de Homestead. Homestead significa granja. Ahí estamos.