La independencia formal de Cuba, o algo que solemnemente se le asemeja, es irreversible. Podría el 99% de los cubanos pedir que los anexen a la Florida, y los americanos dirían, tras mirar el estado y el color de Cuba, “We don’t think so”. Ni México ni Jamaica quieren conquistar la isla, y España, por no tener, no tiene ni gobierno que pueda reconquistar Cataluña, ya no digamos Cuba. Rusia está demasiado lejos, por más que le duela esa terca fatalidad geográfica a Raúl Castro. Los atletas cubanos desfilarán, entre Croacia y Dinamarca, dos delegaciones más felices y mejor vestidas, en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Tokyo, y volverán a hacerlo en los siguientes, si es que hay más Olimpiadas después del 2020. El voto de Cuba seguirá valiendo tanto como el de Alemania o el de Brasil en la Asamblea General de Naciones Unidas, es decir, prácticamente nada. La tronitonante cancioncilla compuesta por Perucho Figueredo, no “O, say, can you see…”, no “Россия -священная наша держава”, será musitada en las escuelas de Cuba cada mañana del mundo hasta el día en que la isla se vuelva agua o polvo en el aire. Un cubano, y por desgracia, no un sueco o un noruego, será llamado Presidente de Cuba, ya sea por decisión libre de sus compatriotas, o, como ha sido habitual, y es probable que siga ocurriendo en el futuro, porque estos sean obligados a hacerlo.
Ningún pueblo de las Américas hizo tantos sacrificios por su independencia nacional como hicieron los cubanos, o peleó por más tiempo, en posición de más grave desventaja militar, en más penosa soledad. Pero la independencia de Cuba siguió siendo un asunto irresuelto después del 20 de mayo de 1902, cuando el general Leonard Wood, muy amable él, dejó que Tomás Estrada Palma tomara juramento como primer presidente de la República y la bandera del anexionista Narciso López fue izada gloriosamente en el Morro de La Habana. Los cubanos comprendieron que la independencia que habían conseguido era incompleta, falsa, puramente protocolar, una mera distinción diplomática, no la dorada utopía martiana. Estados Unidos trató a Cuba como un protectorado desde el momento en que el general William Shatter le cerró las puertas de Santiago de Cuba al general Calixto García hasta el día en que el Embajador Earl Smith le dijo a Fulgencio Batista que debía marcharse de la isla a cualquier país que quisiera acogerlo. Luego, durante casi cuarenta años, desde el momento en que Anastás Mikoyán atterrizó en La Habana, en febrero de 1960, hasta el día en que Mijaíl Gorbachov, recibido en la isla como un emperador, volvió a Moscú llevándose con él las cenizas de la que había sido, supuestamente, una “amistad indestructible”, la Unión Soviética usaría a Cuba como su avanzadilla en el hemisferio occidental, y su leal embajador en el Tercer Mundo.
Fidel Castro, que proclamó la independencia “verdadera” de Cuba al apoderarse de la isla, se vería rápidamente atrapado en la implacable realpolitik de la Guerra Fría, y concluiría con resignación que Cuba, habiéndose liberado de su antiguo patrón, necesitaba la protección de uno nuevo. La frondosa personalidad de Fidel, su elocuencia, su prolongada juventud, su vanidad, su terca ambición de adquirir en los asuntos mundiales más influencia y prestigio de los que el tamaño de su país y su demoledora pobreza le hubieran permitido proporcionalmente tener, más la romántica, duradera leyenda de la guerrilla de la Sierra Maestra, ocultaron cuánto, estrictamente, Cuba dependía de sus camaradas moscovitas, algo que la mayoría de los cubanos solo llegaría a apreciar completamente cuando la Unión Soviética desapareció. Fidel se permitió recorrer el mundo, de Santiago de Chile a Hanoi, como campeón de los pueblos en una guerra mundial contra el imperialismo norteamericano, pero en cada capital, en Managua, en Luanda, en Argel, sus anfitriones sabían que el imperioso líder de Cuba llegaba con el crédito, la benevolencia y a veces, quizás, instrucciones de Moscú. Porque Fidel era Fidel, no un lúgubre, pétreo apparátchik como los Honecker, Gomulka, Kadar o Husák de Europa Oriental, y porque la isla estaba donde estaba, a ocho mil kilómetros de las posiciones más avanzadas de los ejércitos del Pacto de Varsovia, Cuba obtuvo del Kremlin una autonomía inusitada entre los estados comunistas, y se le dejó incluso pretender que era un país dizque “no alineado”, cuando su férrea alineación con el bloque soviético estaba perfectamente clara.
Cada gran crisis internacional entre 1959 y 1989 probó que Cuba no era ni remotamente independiente. Fidel quiso llenar la isla de misiles soviéticos apuntando al norte, creyendo que así impediría una invasión norteamericana. Pero Nikita Jrushchov y John Kennedy lo ningunearon, negociando entre ellos una salomónica salida a la Crisis de Octubre. Moscú, no La Habana, recibió garantías de que Estados Unidos no invadiría Cuba, una humillación tan grande para los cubanos como el Tratado de París de 1898, con el que españoles y norteamericanos resolvieron el futuro de la isla. En 1968, en el mismo año en que los cubanos celebraban el centenario de La Demajagua, Fidel, en un tortuoso, infame discurso, implícitamente renunció a la “verdadera independencia” de Cuba al dar su aprobación a la invasión soviética de Checoslovaquia, con el argumento de que impedir el regreso al capitalismo de un país del bloque comunista era más importante que la legalidad internacional y la soberanía de las naciones.
Una década más tarde, sin visibles escrúpulos, Fidel apoyaría la invasión soviética de Afganistán, a pesar de ser el presidente en ejercicio del Movimiento de los Países No Alineados. En 1984, prohibiría a los atletas cubanos participar en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, boicoteados por la Unión Soviética y sus aliados en venganza por el boicot de Estados Unidos y otros sesenta y cuatro países a los Juegos de Moscú en 1980. A esas alturas, Cuba recibía miles de millones de dólares al año en subsidios soviéticos, alrededor del 80% del comercio exterior del país tenía como origen o destino a las naciones del CAME, y la isla debía a Moscú tanto dinero que ya entonces estaba claro que nunca lo podría pagar. Por más que le hubiera gustado a Fidel derrotar a los americanos en el béisbol olímpico de Los Ángeles, o en el boxeo, ir a las Olimpiadas, desafiando a Konstantín Chernenko, o a sus secretarios, no hubiera sido posible. En la ceremonia de apertura, Dinamarca siguió a Chipre, que siguió a Costa Rica.
La abrupta desaparición de la Unión Soviética no resolvió el problema de la independencia real de Cuba, sino que lo hizo, curiosamente, más evidente. En el Congreso del Partido Comunista Cubano de 1991, Fidel reprendió al historiador Eusebio Leal por decir que la isla era “más independiente que nunca”, al haberse liberado de Estados Unidos y de la Unión Soviética. “Lo que no sabemos es hasta cuándo”, concluía Leal, mordazmente. “Siempre fuimos independientes de los dos”, bramó Fidel, y quizás hasta él mismo se creyera su mentira. Por primera vez desde 1959, Cuba se vio en 1991 sin metrópoli ni protector, pero esa súbita independencia, no conquistada o siquiera deseada, recibida como una mala noticia, mostró con estupenda crueldad que más que volverse independiente, Cuba simplemente se había quedado sola, arruinada, y relegada a una posición marginal, irrelevante, en la economía y política mundiales.
El devastador “período especial” hizo más claro que la viabilidad económica y política de una Cuba independiente no estaba en modo alguno asegurada, que los cubanos, después de un siglo de continua subordinación a poderes extranjeros, apenas podían alimentarse a sí mismos. Ya en ese punto, se podía ver que el país mismo, sus ciudades, sus industrias, su más preciosos recursos, habían sido destruidos tan furiosamente que Cuba, sola, a menos que encontrara debajo del mar una bolsa de petróleo del tamaño de Camagüey, o uno de sus médicos descubriera la cura del cáncer, no podría recuperarse, y menos reducir la creciente distancia que la separaba de las economías más desarrolladas, que serían necesarios capital y tecnología que solo podrían proporcionar gobiernos y compañías extranjeras, y, si los dejaban, los exiliados cubanos. Hubiera sido ese un buen momento para examinar, serenamente, qué tipo de independencia, y cuánta, podría y querría tener Cuba, con el tamaño que tiene, estando donde está, con tantas palmas y tan poco de todo lo demás, en una época en que hasta los países más ricos y poderosos del mundo, Estados Unidos, China, Alemania, están atados a sus vecinos, socios y competidores por intrincados pactos comerciales y políticos, y las formidables corrientes de la globalización.
Contradictoriamente, a falta de otra causa, de otro propósito más ambicioso que ofrecerle a un país exhausto y desmoralizado, conservar la independencia nacional, en el sentido más galantemente decimonónico, adquirió para los dueños de Cuba una importancia exagerada, una rabiosa urgencia, como si la isla, en vez de disponerse a entrar en el siglo XXI, hubiera vuelto inexplicablemente a 1825, y corriera de verdad peligro de ser convertida en un condado de la Florida. La causa de la independencia fue cínicamente corrompida por el rampante oportunismo de quienes la esgrimieron, y aún lo hacen, repetidamente, para justificar su permanencia en el poder y la falta de libertades públicas. La independencia se convirtió en el discurso político cubano en un fin en sí misma, en una cuestión de orgullo nacional, un principio existencial, una obsesión, y no, como obviamente debería ser, un instrumento, la condición inicial que les permitiría a los cubanos, sin interferencia o imposiciones de otro país, conseguir una vida mejor. Para qué querían ser independientes, para qué creyeron que les serviría, los cubanos parecen haberlo olvidado. El “período especial” ha probado, además, qué inútil es la independencia si su depositario y valedor no es la nación misma, todos los hombres y mujeres de ella, sino un único hombre feroz. La independencia nacional, sin democracia, vale exactamente cero.
El ascenso de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela, y su exagerada, ridícula devoción por Fidel Castro, le permitieron a Cuba desempeñar durante casi dos décadas el rol de cuasi metrópoli, una metrópoli pobre y hambrienta, pero estricta, de un país vasto y rico, cuya población es tres veces más grande que la cubana. Es quizás la más exquisita ironía de la historia de Cuba, que cuando más débil y desarrapada estaba, le cayera en las manos no cualquier país, no una isla del Caribe o una mini república centroamericana, sino Venezuela, que podría haber sido, si no tuviera tan mala fortuna, el país más rico de América, y quizás del mundo. Puesto que no conocen otro modo, Fidel y Raúl Castro han tratado a Venezuela como la Unión Soviética los trató a ellos, aunque el dinero no ha ido de La Habana a Caracas, sino en sentido contrario. Inevitablemente, Venezuela, que no puede seguir como está mucho tiempo más, se escapará de Cuba y la isla se verá otra vez fieramente sola. Nadie va a aprovechar ese momento para arrancarle su bandera y su asiento en las Naciones Unidas. Los niños de Cuba seguirán recitando los mustios versos de Bonifacio Byrne, José Martí seguirá mirando con abrumadora tristeza a los cubanos desde su pedestal en el Parque Central, y Raúl Castro, u otro de su estilo, firmará decretos, nombrará embajadores, pronunciará discursos. Cuba seguirá siendo independiente, muy formalmente, hasta el remoto final. Para lo que le sirve.