¿Cuánto pesa una cabeza? (IX)

    Por lana y trasquilado

    Buscaba en dos o tres plataformas digitales una película sobre María Antonieta, la reina decapitada, pero terminé viendo, todavía no sé cómo, Une femme mariée, una pieza poco abordada de Jean-Luc Godard.

    Los caminos del enredo, ya se sabe, son inextricables; ellos y sus pantanos posteriores.

    En este filme de 1964 me llamó la atención una expresión del personaje de Pierre, el esposo de Charlotte, piloto de vuelos ejecutivos y profesional de éxito: «Es fantástico pensar que lo primero que se le enseña a una máquina es la memoria, a registrar el pasado». Poco después reconoce que él se acuerda de todo, pero que en realidad le gustaría poder olvidar ciertas cosas.

    La escena se produce al final de una comida. El piloto y su esposa han invitado a un amigo a su cómodo apartamento a las afueras de París, no muy lejos de Versalles, por cierto. Al hombre se le nota feliz, pudiera decirse que hasta exultante ante el confort palpable y la idea del progreso. La inseguridad que le genera su mujer ya es otro tema; ahora se trata de hacerle ver al invitado lo bien que están: las habitaciones, la vista al bosque de Marly, la grifería de la bañadera y hasta el nuevo aparato de televisión.

    (Apreté en PAUSA y sonreí. Hacia 1980, quizás uno o dos años después, mi padre tuvo que atender al realizador soviético Emil Loteanu, de visita en La Habana, junto a dos miembros del elenco de su película Accidente de caza, adaptación bastante veraz de la novela Una extraña confesión, de Antón Chejov. Un domingo, lo recuerdo bien, tras una visita a Santa María del Mar, se detuvieron en casa en un auto Volga de la piquera de la Unión de Escritores. Como era de esperar hubo almuerzo —supongo que arroz con pollo, no sé—, pero antes tocó mostrarles nuestra morada y sus supuestas señales de bienestar. Desconozco si los invitados notaron que bajo el techo de aquel apartamento marca Pastorita vivían tres generaciones y supongo que nadie les comentó al oído que yo, el más pequeño, dormía en la sala con un ventilador pegado a la cara, un General Electric de mesa fabricado en 1950. No hay fotos de aquella jornada, pero desde entonces ha estado dando vueltas en algún mueble y en mi cabeza el obsequio que nos dejó el hermano soviético: el LP con la banda sonora insinuante de una historia que, como tantas, va de traiciones y de deseo).

    Así que la reflexión de Pierre, el esposo de Charlotte, me hizo regresar a mi obsesión y mi cabeza empezó a dar vueltas mientras continuaba la cinta. La guillotina en sí no tiene memoria, claro está; a fin de cuentas no es más que acero y madera resistente a la lluvia, al invierno y a las salpicaduras de sangre. (By the way, algún que otro testigo ha descrito cómo en 1794 era constantemente cubierta con arena la sangre empozada bajo el cadalso antes de que los perros del barrio vinieran a lamer con desenfreno).

    La guillotina no tiene memoria, pero de lo que sí pudiera enorgullecerse es de la cantidad de relato que ha generado, de la piel de gallina, de los erizamientos a lo largo de la espalda, de los temblores en las piernas, de la pupila dilatada por el pavor… no solo en los condenados, que fueron miles, sino en los millones de curiosos que alguna vez resultaron testigos de su desempeño y en la gente de hoy, eso, nosotros, receptores por vía genética de un escalofrío ancestral. Usted mismo, ¿se ha imaginado alguna vez a cinco metros de una cuchilla que cae y de una cabeza que se desprende, toc, toc, y termina en un canasto? Este es, pues, el real patrimonio de la Máquina.

    Lo curioso es que esta guillotina francesa de nuevo tipo a la que le dedicamos tantos pensamientos fue urdida por una necesidad de higiene pública, de rapidez en el inevitable deber de impartir justicia, según el caso, dando la muerte sin tortura previa, y de compasión con el condenado y su familia. De hecho, el Dr. Guillotin la concebía como un paso previo para la abolición de la pena de muerte.

    Otra cosa es que su eclosión y su auge no puedan desligarse de un orgullo por la técnica y por el uso de la razón, así como del concepto de implantación igualitaria de la ley —para el revolucionario era un orgullo que tanto el aristócrata como el pilluelo descamisado terminaran perdiendo la cabeza en el mismo aparato imponente—. Todos estos eran signos de un fenómeno del que el palurdo y la hilandera no tenían la más mínima conciencia: la idea del progreso. Y esto, cuando hasta hacía unos meses los pajes de cámara lanzaban las heces de los cortesanos por las ventanas del Palacio de Versalles, entre otras lindezas de aquellos tiempos.

    Por eso es llamativo que Gabriel Zaid no haya incluido a la guillotina en el inventario de avances con que cierra su libro Cronología del progreso, un largo compendio de datos y evidencias sobre la progresión material y espiritual de la humanidad desde sus orígenes. Si bien el ensayista mexicano advierte que se trata de «un listado discutible» y se rehúsa a incluir a la bomba atómica, ni siquiera ofrece las razones por las que deja fuera al rasoir national de su soñado Museo del Progreso, cuando está claro que la Máquina significó un estadio superior al resto de los procedimientos para quitar la vida que se habían heredado de tiempos pasados. Y máxime cuando la guillotina, a la que él mismo había asignado el también cuestionable calificativo de «piadoso invento que logró apagar la hoguera de la Santa Inquisición», ha sido vista por otros expertos como uno de los productos mejor terminados del Siglo de las Luces. «Todos los monstruos sedientos de sangre que la imaginación del hombre ha podido inventar se han fundido en uno solo», escribe Charles Dickens en Historia de dos ciudades.

    Donde sí se luce Zaid es al fundamentar la manera en que la historia como progreso y el mito del valor de la creación, ambos de origen cristiano, se forman en el siglo XII a partir del monje Joaquín de Fiore, para secularizarse en el XVIII e imponerse como paradigma y convicción hasta nuestros días. Desde entonces la confianza en el futuro mejor, la fe en una vida de mayor calidad, sostienen nuestra idea del progreso y el plan de construcción gradual del paraíso en la tierra. «El mito del progreso adquirió una fuerza arrolladora —sostiene el ensayista— y se volvió una fuerza ciega que ignora sus orígenes y considera evidentísimo y hasta científico lo que realmente es una fe religiosa».

    De este nuevo credo han pendido casi todos los proyectos de país de los que tenemos conocimiento, entre ellos el jacobinismo como religión de Estado implantado en París, en Moscú y en La Habana. De ahí que el homúnculo soñado, que no ideado, por Fidel Castro no sea más que una mezcla de homo faber y ser virtuoso en el que debían primar tres valores: la consciencia social, la obediencia al partido y la fe en un futuro luminoso. Nada que no se hubieran propuesto los bolcheviques cuarenta años atrás, solo que en una isla emparedada por el Atlántico y el mar Caribe.

    Para qué se hace la revolución si no es para avanzar. Es lo que Zaid llama con justeza «un volver al paraíso que ya no queda atrás, sino adelante». ¿Atrás? «Ni para coger impulso», una máxima repetida hasta el cansancio por ideólogos y generales. «Lacras del pasado», «rezagos de otros tiempos», «república mediatizada», son algunos de los sintagmas con que se identificó a lo que el nuevo proceso dejaba precisamente atrás: puro detritus indeseable.

    La Revolución Cubana, en fin, se centra en dos postulados básicos: la creación del Hombre Nuevo y el progreso. Nada de esto se cumplió. Y por el camino quedaron no solo millones de biografías destazadas, de cabezas cortadas de muchas maneras, sino además un rosario de derivas delirantes del imaginario, como cuando el 16 de febrero de 1959 Fidel Castro profetizó que en unos pocos años se elevaría el estándar de vida del cubano por encima del de soviéticos y estadounidenses.

    De este proceder abundan los ejemplos. Absorbido por su particular carrera por el progreso, el 20 de julio de 1963 el Máximo Líder se mostraba «absolutamente convencido» —«y que me juzgue la historia por lo que voy a decir», se atrevió a acotar— de que el país llegaría a producir tanta leche como Holanda.

    Como si no bastara, está probado que este tipo de revoluciones termina imponiendo un modelo astringente del comportamiento. A partir de 1789 en Francia empezaron a extirparse del habla los conceptos de «Monsieur» y «Madame». Se impuso el «citoyen/citoyenne» y se persiguió al extranjero y a todo el que pareciera serlo (con una sensación de cuidado entra el personaje de Charles Darnay a territorio francés en el verano de 1792, una vez más en Historia de dos ciudades; sabe que los emigrados que regresan y los nacidos en otros países son especialmente sometidos a «la vigilancia recelosa de los patriotas»). Así pasa con Hans Magnus Enzensberger, cuando en 1963 aterriza por primera vez en Leningrado, invitado junto a otros intelectuales por la Unión de Escritores Soviéticos, y pide un mapa para empezar a conocer la ciudad y es observado con suspicacia porque «solo los espías andan detrás de tales secretos de Estado».

    Y así le ocurre a Ernesto Cardenal cuando en 1970 realiza su primer viaje a La Habana y Cintio Vitier, su amigo y lazarillo, le cuenta que a su sobrino le recriminaron en una asamblea que tenía «una sonrisa reaccionaria». Eran los tiempos en que todos éramos «compañeros», se imponía el caqui y el corduroy —todavía no prevalecía la mezclilla ochentera— y andar con extranjeros también costaba caro. De la astringencia revolucionaria a la chatura del totalitarismo va un trecho demasiado fino.

    Al final tanta imposición termina coartando la imaginación popular y su capacidad de admisión de la diversidad. Cuando en 1986 la televisión cubana tuvo la osadía de sacar al aire Un bolero para Eduardo, una telenovela medianamente atrevida escrita por Abraham Rodríguez, la mitad del país puso el grito en el cielo. El personaje interpretado por Mario Balmaseda, aquel cuarentón seductor, no se ajustaba a la realidad real. Demasiado jean con camisitas a cuadros, demasiado Lada «color ministro», muebles cuquis y botellas de licor en el minibar en la sala. ¡¿Tenía un minibar en la sala?! Demasiado era todo como para ser real. Y el arte revolucionario, no olvidarlo, debe ser justo, centrado, preciso, verosímil. Recuerdo a mi padre contar que a la dirección del ICRT no paraban de llegar cartas enardecidas pidiendo que rodaran cabezas. ¡Ah, cabezas!

    Eran los tiempos del supermercado Centro y de las conservas búlgaras. A mi amiga Janet Batet le regalaron un boombox doble casetera a todo tren por sus 15 años y a mi hermana una Vuelta a Cuba. Otros hasta se fueron de turistas a los países socialistas. Tras el asalto al cielo, nos estábamos acercando al confort y a la toma resuelta de la felicidad. Por tanto, nuestra cultura debía ser veraz y constructiva. «Nada de altisonancias, compañeros». Que al final del camino estaba la vita beata.

    Luego de la huida de 125 mil cubanos por el puerto del Mariel, la sensación de bienestar era palpable: los adultos leían solazados la revista Opina en el balcón de un edificio marca Pastorita y los adolescentes íbamos a la tienda Yumurí a reconfirmar la potencia simbólica del aire acondicionado —que en casa no teníamos— y a comprar avioncitos civiles y de guerra que armábamos y colgábamos del techo de nuestras habitaciones.

    Pero todo era falso. Mientras en ese mismo 1980 unos cubanos lloraban de amor con «Siempre es igual», de Mirtha y Alfredito, otros lo hacían porque su familia, esa primavera, se acababa de desmembrar y había padres que odiaban a sus hijos y hermanas que les negaban el saludo y el adiós a sus hermanos.

    Los cubanos somos los pioneros en el boom de todo lo fake de estos últimos años. Primero, como reveló Carlos Franqui hace seis décadas y recordó Néstor Díaz de Villegas hace poco, hicimos caminar a un manojo de guerrilleros por delante de Herbert Matthews en la Sierra Maestra para que creyera que éramos miles. Luego logramos un modelito de sociedad complacida que no se había gestionado a pico y pala, sino por el favor, la plata y el cálculo del Hermano Mayor soviético. ¡Fake! Y ya que estamos, ¿la cabeza de quién correrá por haber promovido semejante falacia de país?

    Buscaba una película sobre María Antonieta y sucumbí a la historia de una mujer con un marido y un amante, a la memoria de las máquinas y a un disco soviético con la música linda de una historia retorcida.

    Iba por lana y volví trasquilado. Espero que no sea la última vez.

    ***

    BONUS TRACK: Abro la Revista del Hospital Psiquiátrico de La Habana (Vol.35, No.1, enero-junio de 1994, pp.13-6) y me encuentro con un trabajo científico escrito por tres expertos sobre la «actitud ante los tóxicos» en Un bolero para Eduardo.

    Ocho años después de su salida al aire, los autores analizan la frecuencia con que aparecen el tabaco, el café y el alcohol en dicha telenovela, además de cuantificar el tiempo en pantalla de estos mensajes perniciosos. La ciencia al servicio de la Revolución, como en 1791, cuando al Dr. Guillotin le aprobaron su proyecto con un poderoso aplauso en la Asamblea.

    ¡Abajo los vicios! La de veces que escuché en casa elogiar a la Revolución Cubana por la aniquilación de los casinos, los juegos de azar y la crónica roja. No hablar en la prensa del amante furtivo que amaneció sin cabeza en la calle Matadero, cerca del mercado de Cuatro Caminos, sigue siendo para algunos en Cuba uno de los méritos del Estado socialista. Solo que al final no deja de ser otra de las tantas limitaciones a la libertad y una muestra de nuestra actual viudez del imaginario. Un relato chato, corroído por la astringencia, digno de ilusos obcecados por un sueño que se volvió barato.

    (continuará)

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