¿Cuánto pesa una cabeza? (IV)

    Una cara, un rictus, los últimos.

    Retomemos por medio minuto la mejor de las novelas de Alejo Carpentier para luego enrumbar nuestros dislates hacia otros territorios.

    Hay un momento en el que el joven Esteban, harto de la arrogancia de su amigo Víctor Hugues, comienza a alegrarse de su decadencia. «Miró hacia el tablado de la guillotina, siempre erguido en su lugar —relata el escritor de la errrre gutural—. Asqueado de sí mismo, sucumbió a la tentación de pensar que la Máquina, ahora menos activa, quedando enfundada a veces durante semanas, aguardaba al Investido de Poderes».

    Pero en una penúltima jugada, Hugues, hipóstasis de Robespierre en el Caribe, ordena que la guillotina sea desmontada y recolocada en sus huacales. El «hombre derribado» quiere evitar que su juguete se vuelva en su contra. El narrador, por su parte, le agrega un plus: al mandar a desarmar aquel instrumento, «brazo secular de la Libertad», el dictadorzuelo elige para cuando le llegue la hora otro tipo de condena que no sea esta, con la cabeza cortada, sino «una muerte en la que el hombre, en suprema actitud de orgullo, pudiese contemplarse en el morir».

    El caudillo descarta así toda posibilidad de morir mirando al suelo. Al hallarse con el cuello atorado en el cepo y el rostro hacia abajo, a quien va a morir se le hace imposible ver venir a la muerte. Malamente puede proferir un insulto, una despedida o un grito reivindicativo antes de empezar a largar sangre como vino por cuello de odre. Pero lo peor no es la imposibilidad de gritar —al final algunos lo hacen—, sino la de distinguir a sus verdugos, a los testigos de la ejecución o al cielo inmediato, desde donde, según se comenta hace siglos, Dios lo estaría observando.

    Este es un drama que no ocurre con quienes son ahorcados o fusilados sin una capucha cobarde o una venda espantadiza. (Dicen los que saben que Arnaldo Ochoa fue el único de los cuatro caídos en desgracia que quiso ver la muerte de frente aquella noche de 1989. Su valentía se ha convertido en un mito urbano, pues casi nadie ha podido ver las supuestas cintas que dan cuenta de su hora final). Vivir para ver, establece el dictum. O morir viéndolo todo; un privilegio que la guillotina impide.

    «Contemplarse en el morir», enfatiza Carpentier. Hay en esto que el escritor comenta al vuelo un gesto que es más bien de las artes plásticas: ¿hasta qué límites se le descomponen las facciones a quien sube al cadalso y se acerca a la guillotina? Me viene a la mente el rostro espantado de Iván el Terrible abrazando a su hijo muerto en el cuadro de Ilía Repin; la expresión sufrida del San Pedro Penitente que volví a ver hace unos meses en el Museo Soumaya de Ciudad de México; el rictus conforme de La Virgen de la leche, de Robert Campin, tan similar a la calma insultante que dicen que llevaba Charlotte Corday, la asesina de Marat, antes de ser guillotinada; así como los ojos desquiciados de las dos cabezas con las que Storm Thorgerson diseñó la portada de The Division Bell, de Pink Floyd, o las miradas bovinas de Néstor Kirchner, Marty Feldman y Leticia Sabater, todos encima de un mismo patíbulo esperpéntico.

    Según Rétif de la Bretonne en ese libro de hermoso título, Las Noches Revolucionarias, se comentaba que cuando María Antonieta fue colocada boca abajo y la cuchilla salió disparada, hacía unos segundos que la reina se había desmayado. Cuarenta años más tarde, Lafont d’Aussone se referirá a una «apoplejía fulminante». En La sombra de la guillotina, Hilary Mantel no se detiene en este estado de desconexión total, aunque sí describe a la reina, con sus «cansados ojos», escrutando «los rostros de la multitud que la rodeaba» mientras era trasladada al cadalso en una carreta de cargar leña.

    También está el caso del girondino que se suicidó antes de la hora cero, pero cuyo cuerpo fue depositado de todos modos bajo la Máquina y debidamente decapitado, como lo narra Dickens en Historia de dos ciudades. Muerto y remuerto, porque los revolucionarios no pierden ni en sueños, la intransigencia es su principal atributo.

    De estos dos, una probablemente desmayada y otro muerto por propia mano, no se podía esperar nada, pero los casi 45 000 condenados que se calcula que pasaron por la guillotina en poco más de dos años de Terror supongo que dejaron todo tipo de rostros, con las manos atadas a la espalda y el cuello incrustado en el cepo, mientras una multitud expectante y enardecida se aprestaba unos pies más abajo a ver rodar sus cabezas.

    Hector Fleischmann cuenta en La guillotine en 1793 d’après des documents inédits des Archives nationales, que el 7 de octubre de ese año el diputado Gorsas fue uno de los tantos que se dirigió al público antes de ser colocado en la Máquina: «¡Muero inocente, mi memoria será vengada!», exclamó, tras lo cual solo escuchó la refriega de la masa. Seis meses después le tocaría el turno a Danton y a los suyos, entre quienes destacaba Camille Desmoulins con una «risa convulsiva que sonaba a locura». En enero de ese mismo año había sido el turno de Luis XVI. Dice Fleischmann que el rostro del rey, ese tipo tan pastoso, se le descompuso al verse impedido de arengar a la multitud; hubo un forcejeo terminal y ahí los cinco ayudantes del verdugo Sanson lo redujeron y lo acostaron en el caballete. Pero de alguna manera se movió el monarca al intentar hablar nuevamente, que el corte de la cuchilla no fue limpio y parte de la mandíbula quedó destrozada. Aun así, aquella cabeza supurante fue mostrada a la muchedumbre que aullaba de contentura.

    Antes y después de estas escenas, muchos otros condenados dejaron ver su rire jaune, esa sonrisa hepática de quien no sabe cómo reaccionar ante un fenómeno único: el fin de una vida ante tantas personas que observan y se frotan las manos, observan y se ríen del modo en que se desprendió determinada testa, observan y piden más, cada vez más. «¡Paso!, ¡paso! —exclama ansiosa una madre tras la llegada de la carreta de los condenados a la Plaza de la Revolución en la pieza teatral La muerte de Danton, de Georg Büchner—. Los niños lloran, tienen hambre. Tengo que hacerles mirar esto para que se callen».

    Del lado de la víctima está la angustia del actor de tragedias consciente de que morirá al final de una única función; el rostro del gladiador poco convencido antes de saltar a la arena; la cara del amante torpe que ha hecho el ridículo y que sabe que no habrá segunda vuelta. Aunque también estará el gesto altivo de Marie Thérèse de Choiseul, princesa de Mónaco, acusada de conspiración y sentenciada a la decapitación, que quiso dar «el ejemplo de una hermosa muerte», según G. Lenôtre, y que antes de ser conducida se pintó las mejillas de rojo para que la situación no la traicionara provocándole una impresionante palidez.

    La dama tenía miedo de su cara hipocrática, desfigurada por la agonía. Por eso maquillarse en la última hora será un posicionamiento de fortaleza ante la muerte y una manera política de desafiar a sus enemigos. Sabemos que, en busca de conservar su simplicidad primigenia, la revolución criticaba el uso de polvos y de afeites. Y no es necesario tener que machacar sobre la fértil relación entre las revoluciones y el espectáculo, la pantomima y el escándalo, el carnaval y el ridículo.

    A partir de 1789, relata Robert Darnton en otro libro de hermoso título—El Beso de Lamourette— la gente en la calle empezó a incorporar la expresión «mine patibulaire» (cara de patíbulo) en reacción a los rostros de «las cabezas decapitadas que el verdugo exponía en un trinche». Pero de las testas sueltas y sangrantes escribiré en otro momento; que aún estoy con los vivos.

    Insisto, llevo años haciéndome la misma pregunta: ¿a dónde dirige la mirada el condenado que permanece boca abajo, encastrado entre dos piezas de madera espesa?

    En la obra de Büchner, que es de 1835, no hay nada que nos ligue con lo más plástico de este tipo de escenas. Sin embargo, en Danton, la película de Andrzej Wajda que abre también con una lona cubriendo a la guillotina bajo una lluvia pertinaz, el polaco sí se detiene en lo que no hicieron Jean Renoir en La Marseillaise ni Ettore Scola en La Nuit de Varennes: en el interior del cuello que rezuma tras ser desconectado de su cabeza, en la cuchilla sanguinolenta que se alista para el siguiente corte, en el desbordamiento de la sangre entre los mimbres de los canastos donde caen las cabezas, en el afán de los ayudantes por hacer con presteza su labor… y por último en el brazo del verdugo que le muestra al pueblo la testa del otro (o de la otra), el trofeo de la justicia revolucionaria.

    Al ver esta cinta por segunda vez remarqué la actitud atenta de Danton, interpretado por Gerard Depardieu, al ser colocado en el cepo. Es breve, brevísima la toma, pero al hombre se le ve avispado y resuelto; no cierra los ojos con fuerza como si mascara flores de lúpulo ni aprieta los dientes, dos de las posibles reacciones de quien sabe que lo perderá todo en breve y de manera espectacular. Tampoco se ha refugiado en la ensoñación, como les ocurrió a tantos, ni quedó obnubilado ante el absurdo de morir.

    El dilema de Danton es otro: lo monótono que es dejarse matar por una máquina repetitiva, lo triste de no poder pelear «en una batalla en la que brazos y dientes se agarren al adversario», según el texto de Büchner, la crueldad de parecer que se cae «en las ruedas de un molino cuya fría energía física [le] va dislocando lenta y sistemáticamente los miembros». Danton teme a la industrialización del asesinato ritual y a la muerte moderna, sin épica. «¡Tener que dejarse matar tan mecánicamente!» —lamenta—.

    «Eh, Danton, ahora podrás fornicar con los gusanos», le grita una mujer desde el público, en clara alusión al regusto por la carne que la república de los virtuosos propuesta por Robespierre se había empeñado en erradicar. Todo lo que reciben los condenados de parte de la luz social son vomitonas de burlas, ofensas y escarnios, en eso que en nuestros predios recibió hace varias décadas el título de «mitin o acto de repudio». La plebe affamée ha sido inducida a odiar al castigado, lo ve como un peligro, le desea lo peor. Por eso justifica y disfruta de su decapitación, en un sentimiento que viene también desde el estómago: de seguir con vida, de no ser reducido a su mínima expresión, cree que este otro terminaría quitándole el poco pan que recibe a diario. Y todavía hay quien cree que, con el éxodo de tanta gente que se ha estado produciendo en el último año, habrá más pan en Cuba para repartir y de mejor manera.

    «Adelante, ciudadanos, haréis méritos por la patria», arenga uno de los personajes de Büchner a la milicia urbana plantada delante de la casa de Danton con órdenes de detenerlo. Como en la Cuba de 1980 y 2021, el grupito iracundo que se agolpa al pie de ese cadalso mediocre que es un mitin de repudio está convencido de que para el convicto y el excomulgado no hay espacio en la sociedad. «Este barrio es de revolucionarios», le espetaban hace unos meses a un hombre de teatro, efímero y vapuleado líder opositor, en la puerta de su apartamento en La Coronela, en el oeste de La Habana. Ver rodar su cabeza, física o simbólica, constituía un acto de confirmación revolucionaria, el escalón necesario pero no menos gangrenoso en el camino de la depuración hacia una sociedad supuestamente mejor.

    (continuará…)

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    1 COMENTARIO

    1. Terrible y hermoso texto sobre la última mirada del guillotinado (o guillotinada, que en eso fueron muy parejos) y el espacio hacia el que se dirige. Por cierto, donde estuvo emplazada «La Gran Niveladora» hoy se encuentra la Plaza de la Concordia, y el sitio donde se fijaban sus cuatro columnas lo marcan muy discretamente unos redondeles de bronce: son los «milagros» de las «revoluciones»… Habrá que colocar también unas marcas metálicas en el muro del Patio de los Laureles en La Cabaña…

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