Colombia: el dolor de la deshonra

    ¡No lo maten! ¡Suéltelo! ¡Se lo están llevando! ¡Estos hijueputas están disparando! ¡Ábrame, ábrame! ¡La Policía me está apuntando! ¡Ayúdenlos, les están disparando a la gente! ¡Nos están matando! ¡No se lo pueden llevar! ¡Diga su nombre! ¡Mi nombre es M… Cédula 134…! ¡La policía está matando a la gente! ¡Únanse con nosotros, somos un solo pueblo! ¡Mire cómo le pegan! ¡Es mi hijo! ¡Llegaron los del ESMAD a matar! ¡Cuidado, desde ese maldito helicóptero están lanzando gases! ¡Tenemos cuatro heridos en una casa! ¡No se los lleven, no se los lleven!

    Ocurre durante el paro nacional en un país que cuelga, aquí, al sur de América, dibujado en el mapa como un brazo victorioso sobre la Guajira con vista al mar. Semanas antes, meses, incluso años antes, Colombia venía con la voluntad de no aceptar los mismos juicios y dictámenes que ofrecían sus últimos gobiernos.

    Las marchas nacionales más fuertes empezaron con el paro agrario en 2013. Luego vinieron las movilizaciones de 2017, encabezadas por FECODE (Federación Colombiana de Trabajadores de la Educación) y las centrales obreras; las de 2019 fueron impulsadas por jóvenes —la sombra de Dilan Cruz nos recuerda que fue muerto por un proyectil del ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios)—. Poco después vendría el tapabocas de la pandemia, y finalmente la noche negra de septiembre de 2020: una jornada en que resultaron 13 muchachos asesinados durante la marcha convocada tras la muerte de un abogado a manos de dos uniformados de la Policía en Bogotá.

    Foto: Cortesía del autor
    Foto: Cortesía del autor

    El país —como cualquier país— está dividido. Pero, aquí, en América Latina, la fractura es entre aquellos que tienen miedo y aquellos que lo infunden.

    Después de la firma de paz (24 de noviembre de 2016) y de la concesión del Nobel al expresidente Juan Manuel Santos, el uribismo retomó el poder y llegó a rasgar los acuerdos con las antiguas FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarios de Colombia – Ejército del Pueblo): quiso eliminar sin éxito la JEP —el mecanismo que surgió a partir de los acuerdos para investigar y juzgar a integrantes de las FARC, militares del Ejército Nacional, y todo aquel que hubiera participado en el Conflicto Armado—. Desde entonces hasta agosto de 2020, fueron asesinados mil líderes sociales y defensores de derechos humanos en Colombia. El 52 por ciento en los dos primeros años de mandato del uribista Iván Duque. En 2021 fueron ultimados 171 líderes sociales y 43 excombatientes de las FARC y firmantes de los Acuerdos de Paz. En total, desde 2016, más de 300 exguerrilleros han sido ejecutados tras haberse reincorporado a la vida civil.

    A finales de marzo de 2021, en el Congreso, los políticos empezaron a pasarse de manos un documento que les producía cierto regocijo. El documento pretendía no solo alargar el periodo presidencial de Duque hasta el 2024, sino también de congresistas, alcaldes, gobernadores, diputados, concejales y ediles. La astucia del uribismo fracasó antes de llegar al primer debate: de los 23 legisladores firmantes, pronto 15 «se arrepintieron».

    Una encuesta de enero último mostraba a Duque con un 71 por ciento de desaprobación. Dicho de otro modo: la gran mayoría de los colombianos, a menos de un año para el fin de su lapso, lo quiere fuera del Palacio de Nariño. Por su parte, en mayo del pasado año, el líder del partido de Gobierno, Mr. Álvaro Uribe, quien lleva dos décadas poniendo las cabezas presidenciales, había alcanzado su propio récord con una percepción negativa del 73 por ciento.   

    ***

    Colombia, antes de la pandemia, contaba 17 millones 470 mil personas en la pobreza; fueron 662 mil los colombianos que engrosaron esa estadística en 2019. Para entonces se consideraba pobre a alguien cuyo ingreso mensual no superaba los 327 mil 674 pesos. En 2020, el país se atrasó diez años: los pobres pasaron a ser 21 millones. El umbral de la pobreza se situó, individualmente, en 331 mil 688 pesos mensuales, mientras que para una familia de cuatro se estableció en un millón 326 mil 752 pesos. Dicho de otro modo: 3.6 millones de colombianos se convirtieron estadísticamente en pobres, mientras los ricos, por supuesto, se han hecho más ricos. El nivel de pobreza en América Latina alcanzó casi el 34 por ciento en 2020, y Colombia superó ampliamente dicho listón, con un 42.5 por ciento.   

    El país ocupaba a hace un año el puesto 41 en la lista de países con mayor índice de miseria, por debajo de Panamá e India, y lo discutíamos —en verdad, lo discutíamos—: en la fila del supermercado, en las puertas de los vecinos, en las tiendas del barrio, por teléfono con una amiga, sobre la mesa del comedor, en el taxi… Aquella noche, en aquel taxi, me decía un viejo bigotudo que cómo es posible una reforma tributaria en pleno tercer pico de ese bicho —decía, «bicho chino»—, y que todo eso es una pena, decía.

    Según él era una pena. A Maryori le ponía los pelos de punta porque no tenía, la mañana en que hablamos, los tres platos de comida del día:

    —Yo no encuentro trabajo. A mí me echaron de la empresa a principios de ese maldito virus. Es un maldito virus —dice Maryori—, nos ha jodido a todos.

    El esposo de Maryori vende medias en una carreta. Maryori esta mañana se cubre en su vestido de pijama; tiene unos brazos gruesos, un mar de tetas casi al desbordarse, labios gruesos, y su cabello está hecho una moña. Ella vive en pleno centro de Bogotá con su esposo y sus tres «chiquis», dice. Maryori está por amarrar el trapo rojo en la reja que cubre la ventana. Ella me mira, y alza sus hombros como si eso no fuera más que la lotería.

    —Mi marido se dio mañas y se hizo su carreta pa´ trabajar. La plata no nos alcanza: si se desayuna, no se almuerza; si se almuerza, no se come. Dígame ahora con esa tal reforma…

    El trapo rojo se dejó de usar para su propósito y se convirtió en una palabra durante y después de la pandemia: hambre. Una manera de decir aquí hay hambre. Decir «yo tengo hambre» es un cliché en nuestro idioma. Es una de las palabras que más pronunciamos en un día, «hambre», y quienes tenemos algún privilegio saciamos nuestra hambre, pero como Maryori son cientos, miles, millones… Su única alternativa es mostrar hacia afuera que no tienen lo que ustedes sí. Son 1.7 millones de familias colombianas que no tienen las tres comidas diarias sobre la mesa; a duras penas, logran poner dos. El hogar de Maryori no se abastece suficientemente de arroz, pastas, pan corriente, alguna carne, huevos, café molido, lácteos; mucho menos de tapabocas eficientes, guantes quirúrgicos, alcohol antiséptico, una barra de jabón, desodorante, o algún ibuprofeno que todo, supuestamente, lo cura.

    En abril de 2021, el 76 por ciento de los colombianos tiene menos acceso a los productos de primera necesidad.

    Los trapos rojos dicen muchas cosas, pero sobre todo una: auxilio, asístame. Es una pena mirar por la ventana o cruzar una calle y ver que allá, un poco más allá, un trapo rojo ondea en el viento o se moja, si llueve, y saber que una familia está esperando que algo pase: que alguien, en algún momento, toque su puerta.  

    ***

    La señora Rosa venía gritando por mi barrio:

    —¡De por Dios!

    Ella venía asombrada sobre sus sandalias de cáñamo, con su jean oscuro, metida en una camiseta de Plaza Sésamo, y sobre su cabeza una balaca de ciruelas, y un púrpura mal pintado en sus labios.

    —La comida está caríiisima, Dios bendito —decía.

    La paisa, entonces, se asomó por la ventana con los «buenos días, veci»: qué había comprado, pues. La señora Rosa se para frente a la casa de la paisa, se pone firme —de este lado se ven sus talones resecos— y le abre la bolsita para que la paisa desde arriba observara un plátano, unas cuantas papas y uno, dos, tres muslos de pollo.

    —No me diga, veci —dijo la paisa con medio cuerpo descolgado.

    —Sí, mamita. Y no es por nada, pero yo quiero saber dónde cuesta esa tal docena de huevos mil 800 pesos —respondió la señora Rosa mirando hacia arriba, sujetando con una mano la bolsa y con la otra el monedero.

    La paisa quiere saberlo también.  Y cada una suelta la carcajada.

    —Viejo tan bruto. Y así nos quieren joder con más impuestos, ¿no es? Esto se va a poner color de hormiga —dijo la paisa.

    Los precios de los productos de la canasta familiar empezaron, de repente, a subir a finales de abril de 2021. Alberto Carrasquilla, ministro de Hacienda, antes de ir a presentar ante el Congreso la reforma tributaria, salió a decir en una entrevista que una docena de huevos costaba mil 800 pesos: ese lapsus lo convirtió en meme y su reforma, en los primeros días de protestas, le costó el cargo.

    En cualquier cosa pensaba Mercedes cuando caminaba hacia la tienda, menos en que al salir le iba a dar un infarto: por estos días, la libra de papa cuesta mil 500 pesos, cuando su precio normal es de 900. En las carnicerías, una libra de carne cuesta 15 mil pesos, el doble de su precio normal. Orlando esta semana —me dirá— no pudo ponerle carne a su plato. A Diana le cobraron dos mil 200 pesos por un solo plátano cuando por ese valor compraba una libra —cuatro o cinco más—, y su esposo glotón se enojó con ella porque esta semana no habrá dulce de plátano, que tanto le gusta. El tendero de mi barrio por cada huevo cobra ahora 550 pesos; es decir, una cubeta se ubica en los 13 mil 500 pesos, cuando hace solo unas semanas en mi barrio costaba siete mil 700 pesos; una docena eran cuatro mil, nada que ver con los mil 800 pesos por estos huevos, supuestamente, de Carrasquilla.

    Colombia tenía la voluntad de despertar de un sopor de años, y la reforma tributaria, presentada por el Gobierno de Iván Duque, provocó un alud a gran velocidad: miles de ciudadanos se fueron a las calles para confirmar que el país permanecería incendiado; porque, si se mira bien, hace rato venimos pisando campos de cenizas, que se levantan a la cara cuando el viento sopla. La reforma, en síntesis, quería recaudar 26.1 billones de pesos, dado el déficit fiscal de 95 billones del país. La propuesta apuntaba a IVA, renta, pensiones, impuesto al patrimonio y pago por concepto de dividendos. Planteaba cobrar el 19 por ciento del IVA a los servicios públicos para los estratos 4, 5, y 6; también para servicios de internet, funerarios, postales y mensajería, compra y venta de divisas.

    A un año de la pandemia aumentó el uso de bicicletas, patinetas, motocicletas y monopatines eléctricos. Era obvio: la gente quería evitar subirse en pleno pico del virus a un MÍO en Cali, meterse en el atiborrado metro de Medellín, rellenar las latas con ruedas de un articulado de Transmilenio en Bogotá. Pero el Gobierno, muy astuto, quería imponer el cinco por ciento de IVA a dichos productos.

    Hay, solo en Colpensiones, 63 mil personas que reciben su mesada, sin tener en cuenta los fondos privados. A aquellos que reciben 58 millones al año por este concepto, es decir, cuatro millones 841 mil pesos mensuales, como Antonio —un viejo panzón, nariz gruesa, huecos de barro en su cara; esta tarde se toma un tinto recostado contra un poste en pleno Chapinero—, le proyectaban para 2022 un impuesto de renta cuyo valor no fue revelado por el Gobierno:

    —¿Sabía que ese señor presidente es un Drácula? —dice Antonio—. Quiere absorbernos todo, quiere chuparnos todo. No nos quiere dejar nada. Él hace de la suyas con este país. Usted no se imagina mis gastos. Yo estoy viejo, pero no bobo, y no voy a estar regalando mis últimos pesos… —Antonio se limpia las comisuras de su boca.

    La reforma iba también por los salarios: persona que recibía su paga por dos millones 500 mil pesos, habría de pagar en 2022 un impuesto de renta por 95 mil pesos colombianos. Ya para 2023 el resto de asalariados tendría que esconder los billetes en las medias, ocultarlos en el fondo del chifonier o debajo del colchón. El Gobierno tituló la reforma como «Solidaridad sostenible», y de pronto el país se desbordó en las calles.

    Foto: Sebastián Cortés
    Foto: Sebastián Cortés

    ***

    La última noche que durmió sereno Iván Duque fue antes del 28 de abril de 2021, porque ese día el Colombia empezó a rechinar como rechina la madera consumida por el calor, como las balas que cruzan a quemarropa

    28 de abril. Miércoles. Nadie juzga el clima. Son cientos, miles, de cabezas y cuerpos saliendo a las calles. Allá van muchachos y muchachas agitando banderas; aquí vienen a pie, coreando las arengas, bramando inquinas: «Siempre paro, nunca para», dicen. El paro nacional son muchas cosas: un hombre bailando en las calles; otros de cabeza rodando como trompos; ellas tintineando panderetas y agitando cintas de colores mientras menean sus cuerpos; la bandera nacional atada a motos, a carricoches, al capó del carro; banderas de colores pajizos asomadas por las ventanas y ondeando al viento en alguna azotea; cornetas de camiones ligeros que resuenan por las carreteras; un coro insistente: «A parar para avanzar»; silbidos y mucho bombo; carteles que dicen: «Por ti, mamita, que te llamaron a operar cuando te velábamos»… Y de pronto se detiene el transporte público en las ciudades principales.

    —Yo estoy esta noche en las calles por las políticas económicas, por el presupuesto en plena pandemia, que lo han direccionado a los grandes capitales, a los banqueros, como Luis Carlos Sarmiento Angulo, y aun así somos muchos los que estamos pasando necesidades.

    Eso me dice Don Basilio con el saquito de lana que lo cubre esta noche, sus cincuenta y tantos años, sus pantalones de lino, sus zapatos arrugados, la corneta en la mano y la gorra mal ladeada sobre su cabeza.

    Foto: Sebastián Cortés
    Foto: Sebastián Cortés

    —Yo marcho por el sistema de salud, por la violencia que vivimos —insiste Basilio—, y es que uno cómo no va a marchar por el incumplimiento a los acuerdos de paz. Colombia merecía una nueva oportunidad y lamentablemente estos tipos oligarcas malditos han hecho trizas el Proceso de Paz. Óigame bien —me dice don Basilio—, asesinando no solo a los líderes sociales sino también a las personas que se acogieron a los acuerdos y creyeron en la palabra del Estado.

    Estoy inmerso en una masa de cientos de jóvenes que partió desde el monumento de Los Héroes y vamos hasta la calle 170 por la autopista norte, que rebosa. El cielo está despejado sobre Bogotá. Todo es ruido: coros y estridencias por todas partes. A derecha e izquierda hay edificios de pura flor y nata. Por las ventanas algunas cabezas y brazos se asoman; salen y sacuden la bandera al ritmo de los cantos de aquí abajo. 

    —Yo no me quiero conformar con migajas, como es la matricula cero para la educación superior —me dirá luego R., con su pelo aplastado sobre la frente, un gorro color mostaza en forma de cono y su chaqueta bombacha negra que lo cubre hasta las rodillas. R. va de gancho con V. No quieren decirme sus nombres.

    Ella es delgada. Lleva su mochila en la espalda, y tiene sus ojitos brillosos. V. me dice que son cientos, miles, millones que quieren matrículas como esas y que, si nos ponemos a pensar, dice, ¿cuántos muchachos pueden acceder a la Universidad Nacional? Unos cuantos, dice, y que el Gobierno debe darles oportunidad a todos. R y V tienen 21. Ella quiere estudiar diseño de modas. Dice que si trabaja no estudia, y que eso no debe ser así porque el Gobierno les debe garantizar la educación. Él quiere aplicar a la Universidad Nacional para estudiar Medicina, pero dice que los cupos son muy limitados.

    Aparece entre la multitud un carro blanco de alta gama. Por las ventanas flamean banderas. Viene a paso lento. Van cinco personas a bordo. Los cinco son maestros. Federico conduce. Su sonrisa se le desparrama hasta los cachetes.

    —Estamos en contra de este Gobierno —dice— que, además de ser una payasada, es criminal. Somos docentes y no estamos de acuerdo por todo lo que representa.  

    Foto: Cortesía del autor
    Foto: Cortesía del autor

    Federico me cuenta que vienen desde la Plaza de Bolívar con el fin de respaldar a los jóvenes. Cuando les pregunté, antes de que continuaran su camino, por quién piensan votar en 2022, todos en coro me contestaron, entre la emoción y la locura, que ya habré de imaginar cuál es la única propuesta diferente.

    Vamos llegando al punto de concentración. Hay una espalda delgada. Y sobre la espalda hay un cartel de cartón. Y en el cartón con tinta de bolígrafo dice: «La libertad comienza donde termina la ignorancia». Se trata de Q. Q. es recién graduado de Ingeniería Mecánica que trae una maleta embutida hasta el límite y está a punto de reventarse. Me cuenta que él está aquí por todas esas normativas, ya que quieren enriquecer más a los ricos y empobrecer más a los pobres:            

    —Yo estoy desempleado porque no hay oportunidades. Las empresas se aprovechan por las políticas neoliberales. He tenido ofertas del mínimo, y soy profesional hace un año —dice Q., levantando sus cejas espesas.

    El salario mínimo en Colombia es en ese instante de 908 mil 526 pesos. Aumentó un 3.5 por ciento para 2021. El auxilio de transporte quedó en 106 mil 454 pesos; el aumento es de tres mil 600 pesos. Un pasaje en la capital del país, sin ir tan lejos, cuesta en Transmilenio dos mil 500 pesos. Son más de dos millones las personas que lo usan y se gastan diariamente unas cuatro horas de sus vidas entre trancones y embotellamientos.

    Más de la mitad de la población del país —el 63 por ciento— no gana más que el salario mínimo, y se trata, por ciento, de uno de los salarios más bajos de América Latina.

    ¿Por qué se desmorona un país? ¿Qué hace que los ciudadanos salgan y protesten contra un Gobierno? ¿Cómo se arma una protesta? ¿Cómo se deslegitima su derecho? ¿En qué momento los muertos comenzaron a ser una realidad, y sus muertes se hicieron públicas, durante el paro nacional? ¿Cómo se piensa una revolución?

    Foto: Cortesía del autor
    Foto: Cortesía del autor

    Un paro nacional es, también, «una patria quemada»: así dice un titular. Es el remezón tras el estallido de una bomba aturdidora lanzada por el ESMAD, que produce confusión: los remolinos de gentes en todas direcciones. Cada noche se escuchan los silbidos que producen los proyectiles de alguna tanqueta de la Policía en las calles de Colombia. Gritos de hombres y mujeres contra la Policía: «Por qué, por qué se los llevan»; se trata de dos muchachos flacos, trigueños, que salen a empujones por el zaguán de una casa. Hay más gritos, súplicas: «los muchachos no están haciendo nada. Oigan, se los están llevando». «¡Ayúdenos!»,grita uno de los muchachos. Las balas que se cruzan entre civiles y policías. Una tanqueta del ESMAD se lleva todo por delante… En la televisión veo que hay cuerpos, la mayoría jóvenes, con camisetas mojadas por su misma sangre, o sangre ajena. Cuerpos desmayados sobre alguna calle, y cuerpos doblados sobre la espalda de otro que intenta auxiliarlo. Hay varios CAI (Comando de Atención Inmediata)[1] con los vidrios rotos. Hay un CAI, en Bogotá, que está hundido en llamas con policías dentro que intentan salir; pero ellos aguantan porque afuera la multitud con rabia los rodea sujetando —la mano hecha puño— ladrillos y palos. Las llamas acorralan a los policías; se van quedando sin aire. Afuera la furia. Las llamas los cercan. Los policías por fin salen doblados, uno detrás del otro, cubriéndose con sus brazos. Resbalan. Intentan ponerse de pie: la multitud se abalanza…

    Tensión en el aire. El helicóptero de la Policía que sobrevuela, no muy alto, la zona donde estoy esta tarde —al sur, Bogotá— hace que los vagos pichones revoloteen desesperados, sin siesta ni recreo alguno mientras persiste un sol intenso. Las conversaciones brotan a través del teléfono: «Mamá, el bus no me pasa». «No te va a pasar, porque cerraron las calles». «¿Y entonces?». «».

    Las calles del país empiezan a ser sobresalto y asombro. Una señora, en el colectivo, hunde el rostro en sus manos; parece que regresar a casa nunca ha sido fácil. Caminar siempre ha sido la única opción.    

    ***

    El olor a tierra húmeda se levanta. Un profesor con moña en su cabeza, camisa leñera de cuadros, pantalones oscuros, embutido en unas Brahma desgastadas, está parado en la esquina de la Séptima con Avenida Jiménez. Detrás de él hay un tablero que intenta permanecer sobre sus tres únicas patas; el viento hace un rato quiere derribarlo. Casi 30 jóvenes rodean al hombre. Lo escuchan con paciencia y entusiasmo. Está hablando del desempleo y tiene escrito sobre el tablero estas palabras: P. Macro. PIB, inflación, y por supuesto, D-E-S-E-M-P-L-E-O.

    —Si usted descuida la educación, renuncia a las oportunidades de cambiar cosas —dirá, detrás del tablero, con sus brazos cruzados—. Pero hoy no es suficiente hacer únicamente educación. Hay que crear educación con formas de empleo. Si la ecuación no es así, no hacemos nada, y seguiremos en el mismo punto.

    Dirá, durante su cátedra, que las cifras de desempleo en nuestro país son dramáticas —«realmente dramáticas», dirá— porque para las estadísticas el señor que está ahora vendiendo perros calientes en la otra esquina, o aquel que está vendiendo estuches para celulares, son empleados —«autoempleo», dirá— para el Estado. Él no cree imposible que un programa de trabajo bien estructurado pueda reducir un seis por ciento la cifra general de desempleo.

    A principios del virus, los más importantes diarios del país catalogaron el desempleo en Colombia —21.4 por ciento— como histórico. Un año más tarde, son 3.6 millones de desempleados, es decir, la tasa se ubica en 15.1 por ciento. Pese a todo, el Gobierno celebra porque el PIB aumentó un 1.1 por ciento en el primer trimestre de 2021.  

    En cambio, el profesor se apena porque seguirán las facultades con las precarias condiciones de infraestructura, y las plantas de profesores congeladas. Para él es importante bajar la tasa de desempleo de dos a un solo dígito:

    —Aunque al ritmo que vamos —dice— será un viacrucis.

    Foto: Cortesía del autor
    Foto: Cortesía del autor

    Para Federico, un obrero cincuentón, las manifestaciones se convirtieron en una película de acción la noche en que se asomó a la ventana y observó los buses de transporte masivo cubiertos por las llamas rodando por la loma de su barrio. La imagen se repetía en diferentes ciudades del país: las estaciones del MÍO quemadas; las del Transmilenio hechas vidrios minúsculos sobre el asfalto, al igual que las del Megabus en Pereira; las latas retorcidas lucían este grafiti: «No respetamos la bota». Días después Transmetro se declararía en crisis financiera y decidió no sacar a rodar sus flotas por dos días sobre las calles de Barranquilla, y más de un costeño se rascó la cabeza para movilizarse. Supermercados y almacenes de cadena eran saqueados. Las paredes de los bancos rayadas —«Abajo la reforma tributaria»—,semáforos derribados: el desespero, la impaciencia, las bocinas de los carros, los trancones, mientras en el balcón del Vaticano de Roma un argentino llamado Bergoglio, consagrado para el mundo como Francisco, se jorobaba mientras leía un papel blanco en un idioma distante: «Estoy preocupado por las tensiones y los enfrentamientos violentos en Colombia que han provocado muchos heridos. Recemos por su patria», dijo el porteño. 

    Las principales carreteras están bloqueadas a lo ancho y largo del país, y el movimiento de carga en el puerto de Buenaventura está quieto. Los camioneros arman barricadas: son pura hierba quemada, separadores en medio de las vías, montañas de llantas de vehículos que serán más tarde leña y fuego. Y, ahora que lo pienso, las barricadas son las imágenes precisas de un país dividido: detrás de ellas la discordia de los ciudadanos; por delante de ellas la imposición del Estado. Los conductores de los camiones, por estar detenidos para entrar a los puntos de abastecimiento en varias regiones del país, decidieron botar los pollos que transportaban en medio de la carretera. Los animales, abandonados a su suerte, piaban agudamente. Los vecinos se llegaron sigilosamente con canecas y palanganas. Miraron a los pollos con ternura. A la altura de los pies, miles de criaturas amarillas, sobre el asfalto, picoteando cemento. Pronto veré las canecas sobre los hombros cargadas por hombres y mujeres que se van con apuros para llegar a sus ranchos y hacer el caldo de esta noche. Mientras, en los galpones más pollos bostezan esperando el granel que está retenido en el puerto de Buenaventura. Más tarde leeré la noticia: diez millones de aves quedaron tiesas, inmóviles, aguardando.

    Foto: Sebastián Cortés
    Foto: Sebastián Cortés

    En la radio el locutor anuncia que la comida empieza a escasear en las principales centrales de abasto. Dice que los productos más afectados son carne, pollo, huevos y leche. Hay una mujer que se llama Matilde y la entrevistan en la radio porque es dueña de una lechería de Suesca que está por quebrar. Matilde, resignada, cuenta que está al tope de acumular leche porque las multinacionales no han podido ir por el producto. Cuenta que decidió regalarla a sus vecinos de la vereda y a alguna otra fundación. Su lechería no quiere, dice ella, «botar comida en un país donde la gente se muere de hambre», y dice que mucha gente le preguntaba por qué no vendía la leche a precio barato a la entrada del pueblo, y ella —muy decidida— dijo que no porque era muy difícil, ya que no tenía un camión para sacarla, pero dice que ayer regaló mil 600 litros de leche. Las empresas que le compran la leche a Matilde solicitaban al día 250 mil litros, y ahora —a semanas de comenzar el paro— solo le piden seis mil, porque se les acabó el gas y el carbón para las plantas procesadoras. Si esto sigue así, dice Matilde, en una semana más subirán el precio o no se encontrará el producto en los supermercados.

    ***

    Por la mitad de la Avenida Séptima viene un hombre estrechando un crucifijo. Viste todo de blanco. Grita:

    —¡Líbranos del mal, líbranos del mal señor! —da largos pasos, y sus ojos se desorbitan.

    Sobre el andén salen tres barberos, con sus batas de cuero y las tijeras puntudas en sus bolsillos, impresionados por lo que está pasando afuera. Detrás del hombre que invoca a Dios con fervor, viene una masa de gente con camisetas blancas. Los barberos les gritan y manotean:

    —¡Asesinos, asesinos! —Y la masa blanca los desafía.

    Las camisetas blancas en Colombia, desde hace días, se convirtieron en un rótulo y significan «gente de bien». La expresión se originó en Cali, luego de que civiles con camisetas blancas descendieran de camionetas de alta gama —con placas superpuestas— y dispararan, en complicidad con la Policía, contra manifestantes y periodistas. En otros casos, pisaban el acelerador para arrollar sin piedad. El hecho se replicó en varias ciudades; el miedo a salir de casa reinó como síntoma nacional.

    Foto: Sebastián Cortés
    Foto: Sebastián Cortés
    El hombre sigue gritando y, de pronto, del otro lado de la avenida, un grupo de jóvenes montados en ciclas, cientos de ellos, comienzan a reclamar que el paro se respeta. La ola blanca se defiende, agradece en coro a los héroes de la patria; los bandos empiezan a gritarse, a mofarse, a encararse; algunos aprietan sus puños. Confirmábamos la grieta sobre la que estamos parados, que nos asoma al abismo, mientras la clase política planea, a como dé lugar, arrendar para 2022 el Palacio de Nariño.

    —¿Cuáles son sus razones para no apoyar el paro nacional? —pregunto.

    —Más bien, dígame por qué estoy caminando —dice el hombre, metro ochenta, ojos azules, tenis, camiseta blanca, y mucho bloqueador graso en su rostro.

    —Está bien —le digo—. Entonces, ¿por qué camina con una camiseta blanca, por qué pide no más paro nacional?

    —Porque estoy apoyando la institucionalidad, hermano —contesta.

    Le pregunto si se refiere a la fuerza pública, y me dice que claro, que cómo no apoyar a la Policía Nacional, y levanta su dedo índice para advertirme que no solo la institucionalidad es la Policía, sino el Estado. Todo, dice.

    —Por eso, señor, usted apoya al Gobierno —digo—. Usted reafirma la posición del Gobierno, lo cual es válido.

    —No, hermano —dice, y me abre los ojos—. Yo no estoy apoyando a ningún Gobierno porque todos los políticos, desde que nací, han sido corruptos. No apoyo ningún partido político, no apoyo al presidente…

    Ciertamente, no lo entiendo. Insisto: 

    —¿Qué significa esta protesta, esta oposición de ustedes? Porque están gritando no más paro nacional, no más bloqueos. Eso supone que apoya al Gobierno Duque.

    —¿A Duque por qué, hermano? —alza la voz; detrás de mí hay dos masas de gentes que quieren irse a los puños—. ¿A Duque por qué?

    —Porque Duque, en estos tiempos, representa la institucionalidad que usted apoya, señor —contesto.

    Y me dice que el responsable de todo esto es el mismo Duque. Y que él cree en la democracia, y hay que respetar las reglas de esa democracia.

    —Y si nosotros seguimos así —dice— nos va a ganar la anarquía, hermano —y, «cuidado», dice—: La anarquía no solo es el desorden; la anarquía es la ley del más fuerte.

    —¿Qué piensa cuando les gritan asesinos?

    —Que, digamos —el hombre balbucea, piensa—, hay una desinformación grandísima. Los medios no son los más ecuánimes. En WhatsApp y en esas redes sociales —dice—, cualquiera lanza una noticia y se la creen. ¿Cuántos muertos ha habido en las marchas pacíficas? Y si los hay es porque están en los actos vandálicos. Son ellos los que han destruido la propiedad privada.

    Es domingo y va a cumplirse el mediodía. Estamos a la altura de la zona financiera de la capital. Yo voy entre dos masas que marchan en la misma dirección dispuestas a reventarse en algún punto. Más adelante hay una mujer regordeta, sus brazos pecosos, y una camiseta que usa como faja. La mujer se retuerce, como si un demonio acabara de meterse en su cintura. Sus carnes se mueven al ritmo de un grito desenfrenado:

    —Vaaaandaaalooosssss —la mujer está a punto de quedarse sin cuerdas vocales, y su rostro se ha puesto rojizo. Todos la miramos, y nos miramos, asombrados. Nadie dice nada.

    La manifestación de color blanco no solo está aquí. Su epicentro está en Cali. La han denominado «Marcha del silencio», aunque no es lo que se dice. Aquí vas custodiados por el ESMAD. Hay una mujer policía que avanza muy serena: la visera del casco arriba, en su mano derecha el escudo, y en la izquierda una Coca-Cola de 200 mililitros. Bebe, tranquila, y camina a paso lento.

    —Yo no apoyo el paro como está siendo ejecutado —me dirá luego Frank, con la bandera colombiana puesta como capa de superhéroe en su espalda. Llamémoslo Frank, porque él no quiere decirme su nombre—. No apoyo la violencia. El bloqueo en las carreteras del país es criminal: nos estamos desabasteciendo.

    —¿No cree que es más criminal que aparezcan jóvenes muertos después de manifestarse, o durante una movilización?

    —De que los hay los hay —dice Frank muy fresco.

    —¿Y quién cree que los está matando?

    —¿Ah? —dice mientras piensa.

    —¿Y quién cree que los está matando? —repito.

    —Mire —dice—, aquí ha habido abuso de todos lados.

    Le pido que sea más preciso:

    —La Policía… también… ha abusado —se nota que le cuesta decirlo, y se justifica—: Pero, por qué tienen que lanzar piedras, por qué quemar negocios y buses… Dígame por qué. Yo creo que llevamos mucho tiempo tolerando la división de clases.

    Pregunto si le parecen pocas las razones por las que la gente protesta:

    —La gente tiene muchísima razón. Yo estoy en desacuerdo con cosas, pero no voy a quemar el país. Si me pone a escoger entre esto —y señala a los muchachos— y esto —y señala su marcha blanca—, pues prefiero esto.

    O sea, su marcha silenciosa que terminará frente al CAI de la Avenida Chile, con abrazos y besos para los uniformados de la Policía.

    Foto: Sebastián Cortés
    Foto: Sebastián Cortés

    ***

    María Teresa es una mujer delgada con su carita de porcelana y una moña mal atada. Hoy viene con unos pantalones grises escurridos y unas botas muy rock con florecitas estampadas. Dicta Ciencias Políticas en la Universidad Nacional. Esta tarde, a unos metros, donde hace unos días derribaron al teniente Gonzalo Jiménez de Quesada, quien cayó de cabeza contra el suelo, María Teresa me cuenta que el nivel de represión contra la protesta es muy alto:

    —Las imágenes que circulan por Internet son un horror —dice—. Estamos en una situación muy difícil. Hablan de 400 desaparecidos y casi 50 jóvenes asesinados.

    Llevamos semanas de movilizaciones. Se reportan 74 muertos, cientos de policías heridos, y una cifra incierta de desaparecidos. El senador estadounidense Patrick Leahy, presidente de esa cámara para gastos de asistencia internacional, se pronunció hace unos días y dijo que los Estados Unidos ha invertido en Colombia para buscar «prosperidad», pero que la respuesta «miope y violenta» del Gobierno la hace más distante. Días después, su homólogo demócrata Jim McGovern salió a decirle a la prensa que no quiere que el dinero norteamericano llegue a la Policía de Colombia.

    —Los jóvenes colombianos son un actor social muy complejo y muy diverso —dice María Teresa—. Algunos tienen educación, pero otros no. La universidad aquí en nuestro país es un privilegio.

    Luego me dirá que los jóvenes que lideran las manifestaciones, muchos de ellos, se han quedado atrás dentro del proyecto nacional:

    —Están por fuera de un proyecto; muchos de ellos no han terminado ni siquiera el bachillerato. Son jóvenes muy populares. Y no es que sean bobos —«de ninguna manera», dice—; hay muchachos y muchachas muy capaces, pero este país no les ha dado una sola oportunidad ni educativa ni laboral. Mejor dicho: nada es nada.

    Mueve sus manos al ritmo de lo que habla.

    —Hasta mis estudiantes no saben si tendrán trabajo más adelante.

    Justo detrás de nosotros se escuchan los gritos de varios muchachos montados en el pedestal que ya no es de Quesada. Siguen celebrando la caída de la reforma tributaria de hace unas semanas, y gritan que van por la caída a la reforma a la salud.

    —Ya se logró la caída de la reforma. Yo creo que se puede. No es fácil. El Estado colombiano es muy represivo, y esa tal reforma era muy grave por estos tiempos. Es un gran error —dice María Teresa—. Pero, ojo, esa caída es provisional, porque sí o sí nos van a meter una reforma…

    El pedestal está en medio de los árboles y los tulipanes. Está rayado con mensajes que dicen: «485 años de impunidad», «Adiós facho», y hay otro más en tinta roja: «Nos están masacrando los sicarios del narco-gobierno».

    Sopla el viento, suave, pero sopla.

    Cuando por fin la encontré, ella me contó que se abrumaba al ver las imágenes que están circulando en las redes sociales: cuerpos desmembrados y muchachos con lesiones oculares: 65 han perdido uno de sus ojos; algunos, con peor suerte, los dos.

    D. me dice que hay una separación entre el que tiene uniforme y el que no tiene: el que está protegido por la armadura —el fuero que lo protege en caso de que viole o sobrepase la ley— y el ciudadano de a pie.

    —¿Sales con miedo a protestar?

    —Sí —dice D.—, en especial siendo una mujer uno siente ese miedo. La verdad me da más miedo cualquier otra cosa, pero ser mujer es una condición bien especial, ¿no?

    D. ha protestado con frecuencia; no es nada nuevo para ella. Es estudiante, pero dice que eso no la excluye de poner el grito en el cielo. D. se pinta los párpados de color rosa. Tiene sus cabellos hasta la cintura, los labios brillosos, y una mirada desafiante que me atrae.

    —La juventud va a seguir en las calles. Justamente el Estado usa la violencia cuando no tiene otros medios para usar. Y no nos vamos a cansar de salir. ¿Sabes por qué? —dice D.—. Porque, precisamente, la gente está cansada de que el Estado no le responda.

    Esta mañana salió Duque a decirle a la prensa internacional que la Fuerza Pública no está ejerciendo violencia sistemática. Se lo cuento a D. y me dice que ese es el plan del Estado:

    —Ellos desconocen, ante la comunidad internacional, que sus funcionarios están actuando por fuera de la ley. No lo pueden admitir públicamente. Los pondría en líos ante los derechos humanos.

    (De hecho, la Comisión Interamericana de Derechos humanos solicitó, por estos días, entrar al país a casi un mes de cumplirse el paro nacional. La vicepresidenta y actual canciller, Marta Lucía Ramírez, respondió a la CIDH, sin un rubor en su cara, que habría que esperar, y el SOS en Colombia hizo que el mundo volteara a mirarnos por un momento).

    —Colombia se está pintando como un Estado, digamos que benefactor, que ha mejorado —dice D., muy interesada—, que está sobrellevando la pandemia y bla bla bla… —dice—. Lo que le importa al presidente es cómo nos ven afuera, sin importar que aquí adentro nos estén matando.

    D. tiene que irse. Ella se va perdiendo entre la multitud, con sus cabellos hasta la cintura y sus pantalones bien limpios. La vi preocupada, aunque igual iba a unirse a una marcha que partirá del centro de la ciudad. Preocupada, y más por estos días, me dijo, cuando el Gobierno está operando como si estuviéramos en un «estado de excepción». Los policías no tienen, insistió ella, ninguna proporcionalidad, y claro que tenía miedo, me confesó, porque uno no tiene armadura, no tiene armas de ningún tipo, entonces cualquier cosa puede pasar.

    —Y, bueno, mi madre también tiene miedo. Yo soy partidaria de que uno no pide permiso para marchar. Yo marcho porque marcho —había dicho antes de irse.

    Quise seguirle la pista. Desapareció, paso a paso, al borde de su miedo, tragándoselo, lista para correr cuando sea necesario.

    Su perfume quedó pegado a mi nariz durante horas.

    ***

    Foto: Sebastián Cortés
    Foto: Sebastián Cortés

    Hay dos maneras de llegar al Portal Américas de buses. Por la Avenida Villavicencio o por la Avenida Ciudad de Cali. No hay manera de saber la vía porque el aviso de la estación nos sitúa en el «Portal de la Resistencia», y uno de inmediato desaparece del mapa.

    Las afueras del portal fueron tomadas por los manifestantes desde aquel 28 de abril. Aquí, el humo de la marihuana, el sudor de los cuerpos y los mil olores que se desprenden de las ropas de varios días, y la olla montada en un prado seco, pelado, sin una triza de hierba, y el montoncito de leña que todavía cruje por el fuego.

    Son las cinco de la tarde. Los rayos de sol se deslizan entre los barrotes del puente peatonal que está al frente del portal de buses, en el que cuelga un aviso grande que dice: «Espacio humanitario al calor de la olla». Sobre el puente hay cientos de cabezas y cuerpos agitando banderas. Al fondo, las casas de ladrillo rosa pálido son alcanzadas por el sol pajizo. Aquí abajo, estoy en medio de la gente que empieza a corear que «el que no salte es tombo». Mi mundo, por unos minutos, se sacude.

    El portal, en el sur occidente de la capital, ha sido uno de los puntos de mayor concentración del país. Aquí viven y se juntan los estratos uno y dos: Bogotá, de por sí, es una ciudad de clases. Kennedy es la segunda localidad más grande de la ciudad: casi 500 barrios espaciosos, con más de un millón de habitantes. Las casas están muy juntas. Y cada buen camino avanzado se topa uno con conjuntos residenciales enrejados. Muchos jóvenes practican teatro y danza. En la zona se cultiva el hip-hop y el rock and roll. Es un barrio contrapoder que también cuenta con población indígena. Su gente no cree en la crema de la política, y menos de la derecha, salvo alguno que vive muy callado detrás de sus muros.

    —El respeto por las instituciones tradicionales hace mucho se desgastó —dice K— porque son los mismos gobiernos que se mantienen en el poder. Hay que cambiar en las urnas el rumbo del país.

    K es un flaco que estudia Derecho y dentro de poco se gradúa. Está sentado en el suelo con un par de muchachos más. Abren una bolsa negra en la que meten mano, cada tanto, para pescar alguna buena salchicha con maíz pira. Parece que hay hambre porque lleva todo el día aquí, y me cuenta con cierto orgullo que también marchó en 2019.

    —A mí me da mucho miedo que no pase nada —dice K—, mucho miedo que con tantas injusticias que ha habido, y por haber, no pase nada. Las instituciones de este país son un brazo oscuro del Gobierno para desaparecer personas. Es muy triste salir a las calles, ver muertos y ver al presidente decir en sus alocuciones que va a militarizar…

    Ricardo aparece entre la multitud cargando un balde marrón apiñado de mangos. Él estira el brazo hacia mí. Acepto para ser educado.

    —¿Pero solo uno? —me pregunta asombrado—. Tengo más.

    Sus amigos indígenas trajeron un costal. Insiste en que agarre otro mango.

    Ricardo tiene un chaleco de obra naranja y debajo una camisa violeta manchada y una gorra mal puesta de la salen sus canas. Ricardo empieza a decirme que cómo se le ocurre a ese «señor» decirle a la Policía que debe armarse y salir a dispararle a los muchachos —«joputa», dice—, y que eso no debe quedar impune porque antes fueron los falsos positivos y ahora las muertes de este paro nacional:                   

    —¿Tape, tape? ¡No, señor! ¡No, señor!

    Ricardo es apicultor. Tiene 59 años y vive en una casita en Villa Andrea. Cuando habla se le notan los dientes torcidos, pero él quiere contarme que la venta de miel es desleal en el comercio, y así es jodido —dice Ricardo—. Y que él solo trabaja con la abeja silvestre, y que donde nace el río Bogotá, allí, tiene el apiario de la abeja africana, que ahí está prohibido entrar, me advierte, y que tiene nueve cuadros —se les llama cuadros a donde se amontona el avispero—, los cuales tienen un proceso de hilos, y luego hay que ponerle la bandejita de un milímetro de cera de abejas para poner a la abeja reina, aunque esa se consigue fácil —dice Ricardo—, porque, incluso, si se le deja melado por ahí ellas se las arreglan con solo el olor.

    —¿Y usted cada cuánto va por las cajas para recoger la producción?

    —Cada seis meses —dice, y se apena—. Aquí el Estado no ayuda al campesino. Con que el Gobierno me diera mil cajas, sería una ayuda para mí.  

    —¿Y cada caja cuánto vale?

    —130 mil pesos.

    Ricardo tiene 15 cajas. Para ir a recoger la miel hay que sacar los cuadros completos, superpoblarlos con un cepillo, más tarde centrifugar para que salga miel de las paredes de las cajas, pero antes que todo eso él se pone su velo y un overol blanco de algodón. De cada botella de un litro que vende a 35 mil pesos, gana cinco mil. Y vende —«por mucho», dice—unas 70 botellas donde las pagan bien. Eso sin contar lo que debe pagarle al transportador y la compra de las botellas para envasar la miel.

    —El Gobierno debe ayudar más al apicultor, al agricultor. ¡Uy! —dice Ricardo con las manos en su frente—, eso sería una maravilla, hermano—. En vez de comprar aviones pa´ la guerra. ¿Por qué no apoya al colombiano como yo? Yo estoy para trabajar unos 20 años más, y estoy ahogado por la situación económica. Si no hubiera sido por los jóvenes —y me señala toda la masa que está alrededor nuestro—, nos hubieran inyectado la reforma tributaria… Estaría a punto de suicidarme porque… qué más —dice, y alza sus hombros como si tuviera un peso que no vemos—. Ya le dimos todo al Estado: pagamos los servicios públicos más caros del planeta, la gasolina más cara del planeta, los peajes más caros del planeta, joputa —dice—. Eso sí es ser un bandido, señor Iván Duque.

    Ricardo cuenta que desde que empezó la pandemia no ha comido carne porque antes del virus se ganaba 600 mil pesos y ahora se gana la mitad, y que ya no tiene cómo invertir en carne —«la carne está cara», dice—. Tiene que minimizar gastos y comprar huevitos, que es más fácil.

    De pronto el ambiente se llena a gritos, y Ricardo, con su balde marrón ya vacío, corre hacia el grumo de gente. Todos se miran —nos miramos—, se empujan, forcejean, vociferan, algunos corren, yo trato de ver… Son dos perros pitbull que se engarzan del cuello: la lucha por arrancar el primer pedazo de carne es salvaje. Intentan separarlos y eso es inútil.

    ***

    Foto: Cortesía del autor
    Foto: Cortesía del autor

    La Primera Línea es un grupo de muchachos que usan como escudos puertas de closet, una mesa de comedor, una señal de tránsito, biombos de metal y muchas otras cosas. También se protegen con cascos, mascarillas antigases y guantes. Es una milicia sin armas de fuego. No hay edad mínima para ser parte de alguna línea. Solo hay que sentir rabia, dolor, convicción. Son cuerpos calientes: saben que la muerte puede llegar por delante o por detrás. Los latidos de sus corazones sobrepasan lo normal cuando se doblan, martillan la piedra y la arroja contra el Estado. Enfrentan los chorros de agua hedionda de las tanquetas del ESMAD, aun cuando sus músculos ya están engarrotados. Por encima de sus cabezas vuelan piquis, balines, puntillas, y a quien no tenga suerte se le enquista un balín en uno ojo, una piquis en una pierna, puntillas en la cabeza. Los ojos lloran por los gases lacrimógenos. Quemazón en las gargantas. Tosen. Escupen. Algunos se agitan. Retroceden. La Primera Línea retoma posiciones. Nadie implora a ningún dios.

    —¿Cómo te nombro?

    —Me puedes decir Apo —dice detrás de la capucha que le cubre hasta la nariz. Sus ojos miel a la vista.

    —¿Cuántos años tienes, Apo?

    —Veintitrés.

    —¿Estudias?

    —No, estudié hasta décimo de bachillerato. Es que mi vida no ha sido fácil.

    Apo tiene unas rastas monas que se descuelgan de la pañoleta amarrada en su cabeza. Viste una camiseta negra con el rostro estampado de Eminem, que no para de mirarme, y un camuflado militar. Es líder de una de las líneas de aquí, del Portal Resistencia. Tiene 50 muchachos a su cargo. Me explica, técnicamente: son ocho líneas en otras ciudades del país, pero que aquí, sur de la capital, decir eso sería jactarse de lo que no es. Son cuatro líneas formadas. La Primera Línea son los escudos; la Segunda Línea es de «choque» (artilleros y bombarderos); la Tercera es la que se encarga de neutralizar los gases y se despliega por doquier, la Cuarta Línea es la brigada, que a su vez se divide en dos: los que asisten con piedras en medio de la línea ofensiva —Apo los llama «quarterbacks»—, y aquellas cabezas que se asoman agitando pañuelos blancos, en disposición de curar a los heridos. Apo ingresó a un colectivo revolucionario en 2019, y ese mismo año se entrenó. A sus 14 estuvo en las manifestaciones del paro agrario nacional. No se pavonea por pertenecer a la Primera Línea; hay que saber que todos cuentan, dice. La gente que veo con escudos esta noche, en medio de los cambuchos, son de los barrios aledaños; están aquí por cuenta propia, explica Apo.  El otro día, cuenta, otros colectivos quisieron adjudicarse el mando de la Primera Línea. Él se negó. Junto con los demás muchachos, Apo ha conseguido galones de agua, máscaras, escudos y guantes.

    —Dijo una vez un humorista colombiano que si salíamos a parar el país que no bloqueáramos el sur de la ciudad porque en sí el sur ha vivido bloqueado. Bloqueados hemos vivido todos. La gente no sé cómo ve la realidad, o yo soy el equivocado y estoy peleando por una locura. Mi mamá trabajó diez años para los ricos. Era la señora del aseo y sus condiciones de vida nunca cambiaron.

    —Te refieres a que venimos bloqueados desde mucho antes y no desde el 28, como la gente dice —comento.

    —El país está bloqueado desde la supuesta independencia. Ha sido bloqueado hace siglos. Colombia nunca ha tenido tiempos mejores. No sé por qué dicen que antes todo era mejor, si no había voz ni voto, ni mucho un celular para grabar, subir el video y denunciar en las redes. Aquí los que manejan al país son una generación antigua y criada por la extrema derecha que todavía no entiende a las nuevas generaciones. Uribe es uno de ellos; maneja este país. Yo creo que hay una orden que reprime al planeta —dice Apo. Insisten en que para generar un cambio hay que sacudir el país. Y es eso lo que ellos intentan:

    —Nosotros —dice—, los hijos de la generación pasada.

    —En ese orden opresor al que te refieres, supongo, también está la Fuerza Pública.

    Apo se ríe y me dice en tono irónico que aquí en Colombia no hay Fuerza Pública, sino privada.

    —Las rutas del narcotráfico se las vendieron al cartel del Golfo y a todas esas líneas mexicanas. Por eso hay narcotráfico mexicano en Colombia. Aquí la Fuerza Pública no son eso —¡Pública!—, sino una fuerza represora para con cierto sector: una dictadura militar.

    Apo se queda viendo la olla que está a unos metros de nosotros. En la olla hay pastas enredadas que se cocinan en un guiso rojizo. Las familias de los barrios vienen porque en sus casas no tiene con qué comprar alimentos. La fila se va armando y se va haciendo más y más larga: los rostros de las señoras traslucen hambre; vienen con sus hijos apretados contra sus vientres, y junticos esperan a que Brayan les entregue el plato de esta tarde.

    Brayan es un moreno con el bigote bien ralo. Veintitantos. Dice con entusiasmo que es el cocinero de la olla humanitaria. Llegó hace nueve meses desde Montería. Él decide qué se cocina hoy y qué mañana.

    Iba el 29 de abril para una entrevista de trabajo. La policía lo bajó del bus en que iba, sin devolverle su pasaje, porque más adelante la vía estaba bloqueada. Se ofuscó. Cuando miró su reloj de caja y pulsera gruesa había perdido la oportunidad de trabajar en un restaurante. Entonces se juntó con unas 25 personas, incluida una señora que les armó la idea de la olla en el portal y que —cuenta Brayan— vino el primer día y no volvió más nunca. Gracias a esas 25 personas —dice con una sonrisa de oreja a oreja— pudieron alimentar, ese día, a otras 400. Entonces, decidió que volvería al día siguiente. Y ha pasado más de un mes:

    —Recibimos unos cien mercados diarios.    

    Son donaciones, explica, que la comunidad hace. Todos los días reciben arroz, aceite, granos, pastas, sal, panela, café, chocolate, plátanos, yucas. Guardan la comida en una casa de la zona a la que se refiere como «la bodega».

    —Hemos llegado a servir mil 200 platos en un día —asegura Brayan.

    Me sorprendo. La olla es de aluminio y es más alta que mis rodillas. Está montada sobre unos ladrillos y debajo arden unos bloques de madera. Ayer se cocinaron dos ollas de sopa y dos de arroz: se sirvieron mil ochocientos platos. En un momento Brayan se percató de que no tenía suficientes platos. Se desesperó. Pero en un santiamén, dice que no sabe de dónde, aparecieron más de dos mil platos de icopor.

    —Un pelao me dijo que comía mejor aquí que en su propia casa. Y una anciana, de 72 años, llegó y me contó que pasaba necesidades. Le armé un mercado de los mismos productos que nos donan. Y dijo que me lo recibía ganándoselo con su trabajo, y aquí se puso a ayudarnos… 

    Repite que aquí no solo se alimentan los manifestantes, sino también gente que la pasa muy mal en los barrios. Le cuento a Brayan que hay gente que se queja porque este lugar se tomó ilegalmente. Responde que él es consciente de eso, y me cuenta que el otro día una señora vino hasta aquí y lo amenazó: preguntó si él no sabía qué sucedía con los líderes sociales en Colombia.

    —Mi forma de manifestarme en contra de este Gobierno es resistir a través de la olla.

    —¿Por qué crees que debes hacerlo?

    —Mi causa aquí es ayudar al que lo necesite. Pa’, te digo una cosa: todo el que viene pidiendo, todo el que ayudo… Es que ponte a pensar: si una señora vino y me pidió una libra de arroz es porque no tiene en su casa.

    Era una noche fría, relata Brayan. Él decidió preparar canelazo. Mientras agarraba el vaso con sus dos manos y el néctar le corría por su garganta se sentó con los demás a contarse las vidas. Pero él no contaba con que el ESMAD esa noche los iba a acorralar. De repente sintieron encima a la Policía. Brayan recibió golpes en sus piernas. La Primera Línea tenía los escudos a cierta distancia, y no era tan fácil ir por ellos. Corrió, cojeando, sin coger sus cosas.

    Unas semanas después llegó el secretario de Gobierno, Luis Ernesto Gómez, buscando un consenso y la confianza del barrio. Se instaló un Puesto de Mando Unificado (PMU), puesto que el espacio tomado por los manifestantes era un hervidero desde hacía ya mucho tiempo. Al secretario lo encararon, lo insultaron y finalmente lo corrieron con una lluvia de piedras.

    —Si es de seguir aquí, dos, tres meses más, pues se sigue. Si es de mantenernos, lo hacemos.

    Brayan pide que me quede porque dentro de poco está listo el arroz con leche. A mis espaldas hay miles de jóvenes que están preparados para saltar y cantar El baile de los que sobran.

    Apo se acomoda la capucha y se apena cuando el Gobierno sale en televisión y los acuña como «terrorismo urbano».

    —El terrorismo no lo genera el pueblo, lo genera el Estado. Aquí controlan a la gente con el miedo al terrorismo. Hay quienes prefieren pasar frente a un capucho que a pasar frente a la tanqueta del ESMAD. El miedo te lo meten en la cabeza, porque si tú estás en un parque —dice Apo— y te ve solo la Policía, tú ya estás atemorizado.

    Apo, de pronto, recuerda que él y sus muchachos tomaron un CAI y lo convirtieron en una biblioteca. Su intención era mantenerlo como una oenegé, pero los dispersaron. Recibieron 350 libros y otras donaciones para esparcimiento cultural. Lo pintaron con murales, lo grafitearon con nombres de los desaparecidos, con mensajes alusivos a la paz, y sobre todo lo pintaron con el encabezado: «Masacres policiales». Bien mirado, los CAI eran estantes estallados de colores, un par de muros sin vidrios —una cavidad oscura— con civiles encapuchados adentro, esperando a que alguien llegara y hojeara Cien años de soledad.

    Hace unos días llegaban a la capital muchachos de la Primera Línea de otras ciudades y municipios del país con el rostro cubierto, cascos, bastones, escudos, bien forrados. Se armó una asamblea nacional. Los vecinos de la zona se enteraron y el chisme pronto se hizo viral:

    —La guerrilla está metiendo mano en todo esto, vecino. No crea y verá —se murmuraba.

    Quise ir a verlo. La Guardia Indígena, que hacía parte de la asamblea y se encargada de custodiar el coliseo, me detuvo: les pareció raro que un blanco joven, muy tozudo, se interesara por estos temas. Me tomaron del hombro. Requisaron mi maleta. Dijeron que esperara un momento. Esperé cinco minutos. Salió una indígena, me miró, y les ordenó a sus compañeros:

    —Él no entra.

    Pregunté las razones y no me contestaron. Dos indígenas —uno de metro ochenta— me miraron muy pesado y me dijeron que saliera. Los dos agarraban bien el bastón. La gente empezó a mirarme también. Los demás hombres de la Guardia se percataron, preguntaron qué sucedía, y los vi venir. Les hice saber que venía, entre otras cosas, a escucharlos.

    Son tiempos donde se desconfía de la propia sombra. Me di vuelta y salí a paso lento.

    —¿Cómo se organiza una asamblea de manera tan rápida con gente proveniente de diferentes partes del país? —le pregunto a Apo.

    —Yo conozco al man que orquestó esa asamblea —contesta Apo—. Fue una reunión de más de 30 colectivos. Es un trabajo de personas que llevan haciendo revoluciones, muy prudentes, desde hace años. Solo esperan el momento para dar el golpe.

    Me pregunto si son más de 30 colectivos revolucionarios y ninguno está financiado por grupos armados, y se lo hago saber a Apo.

    —Acá en Bogotá no pasa —dice mientras deja escapar una risa irónica. La asamblea se hizo para la revolución. La gente va a seguir saliendo hasta que haya una garantía. En 2019 corrió un rumor que nos pagaban 80 mil pesos por encapucharnos y demás. Entonces te cuento que a mí me han estafado estos años…

    —Acabas de decir que en Bogotá no pasa.

    —Para nadie es un secreto que las universidades del valle están pegadas a un sector de conflicto serio…

    Apo dice que la presión en las manifestaciones es necesaria.

    —Yo bloqueo una avenida y no estoy dañando a nadie. Pero un policía dispara contra un manifestante, y no pasa nada. ¿Cuál es la verdadera violencia? Si hay que incendiar el país, se incendia. En el momento de la revolución no se piensa. En Francia únicamente necesitaron quemar un carro patrulla para que se notara el Movimiento de Chalecos Amarillos.

    En Colombia, hace un largo tiempo, las instituciones tradicionales perdieron el respeto de los ciudadanos. Las reputaciones de los cargos públicos, cada vez, se mancharon por algún escándalo de corrupción y cayeron en picada. Al menos para Apo, la Policía es una de ellas. Él no cree que los uniformados reciban talleres de derechos humanos y cree que no tienen conocimiento de la carta política.

    —¿Tú sabes cuál es el entrenamiento del ESMAD? —me pregunta.

    —No —digo.

    —Los meten en un cuarto con un gas y los encierran durante una hora —dice Apo, y que por eso son como son—. Nomás el BOPE —Batallón de Operaciones Especiales, en Brasil—se mete a las favelas; esta gente se interna como dos meses en la selva haciendo de todo: comiendo lo que puedan cazar.

    Después me advierte sobre el entrenamiento que ha tenido el paramilitarismo:

    —Toda persona en Colombia que vaya a tomar un arma «legalmente» no se va a formar, sino todo lo contrario: será un criminal.

    Por eso, dice, si el ESMAD me ve salir ahora de la línea de Apo, me hará algo; si me ve con un casco me hará algo peor, y si me logra capturar y observan que tengo tatuajes, me irá mal: me matan, dice Apo, me matan.

    Hace unos días, quise hablar con un agente del ESMAD. Me decidí por los del Portal Resistencia. Era de día; sol insoportable. Ellos ahí: en averío de cuerpos negros, recostados contra el muro. Algunos mirando el celular: quizá jugando Mario Kart o, en su defecto, Frutas Bomba, lo digo por sus reacciones. Eran unos 12 repartidos frente a la taquilla de buses. Me acerqué. Les dije mi motivo. Uno de ellos frunció las cejas. Todos me escanearon de arriba-abajo y de abajo-arriba. El que frunció las cejas habló duro:

    —Ábrase —dijo.

    De repente apareció el encargado, un veterano calvo. Estaba sofocado. Corrió la visera de su casco para decirme que no iban a hablar, y señaló con su mano que me retirara.

    Levanté mis brazos y di media vuelta.

    Después estuve frente a la casa de Duque. En realidad, su casa queda en la calle 147 con Avenida 7. Recuerdo que aquí —2019— las cacerolas y las cucharas de palo se hicieron sonar fuerte, y por estos días también han doblado. La zona de Cedritos era un aire reposado, pero no todos duermen bajo la misma cobija, ya que alguno que otro habitante le abuchea al presidente de Colombia, aunque sea su vecino. Al frente, sobre el costado Norte-Sur, un segundo averío negro. No llevaban sus cascos puestos, y los escudos se apoyaban en las piernas. También había patrullas y motos de la Policía en la manzana. Me les acerqué. Les dije mi motivo. Un cachetón, moreno, de carnes gruesas, me dijo que no iban a hablar, y señaló con su mano que me retirara.

    Saber un poco de más, en estos días, puede salir un poco caro.

    Levanté mis manos y di media vuelta.

    Aquí escucho que la Policía ha capturado a jóvenes manifestantes: los jalan de sus camisetas, los arrastran por sus pantalones, y los retienen en el Portal de Transmilenio de las Américas. Apo me dice que eso es verdad. Ha visto a muchachos «pa´ entro».

    —Yo he visto, yo he visto. Yo escuchaba los gritos desde allá adentro. Hay gente desaparecida desde que comenzó el paro.

    El otro día apareció un cuerpo no identificado en un caño que queda al costado derecho del portal. A Apo no le da miedo decírmelo. Es grave —«gravísimo», dice— que se usen las instalaciones de un medio de transporte público:

    —Meten a los manifestantes para torturarlos. En Cali lo hicieron en el Éxito Calipso. Esos son poderes políticos y económicos.

    Los enfrentamientos entre el ESMAD y los manifestantes a menudo se extienden hasta la madrugada. Los vecinos detrás de sus ventanas le imploran a su Dios que todo acabe. Ponen toallas mojadas en las rendijas de las puertas para que los gases no se filtren. Ahora dos helicópteros sobrevuelan la zona. Aquí abajo hay de todo: me ofrecen droga, ron, aguardiente, cigarrillos, perros calientes, pinchos, mazorcas, masato, hierba… mucha hierba; la fogata que hicieron hace un rato, allá al fondo, nos intenta calentar. 

    Apo es consciente de que han llegado personas ajenas a la protesta: el espacio es una mezcla, se desbordó con los días.

    La inseguridad se incrementó. J. no quiere decirme su nombre, pero sí quiere contarme una historia. Sucedió la tarde pasada, en diagonal al portal. J. iba con su amiga E. Los abordaron dos tipos: uno bien vestido con camisa y pantalones; el otro zarrapastroso detrás de su carreta roja y bajo una sombrilla de colores —con carcazas y vidrios para celular—custodiando la acción. El primero les pidió cinco minutos. J. y E. se negaron. El hombre los siguió. Amenazó con dispararles. Les preguntó si militaban en alguna ideología. J. hizo silencio. El de la carreta se desesperó; caminó hacia ellos y les dijo que si no colaboraban con su patrón les iba a ir mal, muy mal. Escucharon que ellos manejaban una organización con más de 20 personas, hasta que E. se alarmó y comenzó a gritar. Los dos hombres huyeron. J. asegura que no querían robar, sino algo más arriesgado: iban por algo más grande. J. no quiere decírmelo —está nervioso—, y yo creo que sé que querían, pero tampoco lo digo.

    Foto: Cortesía del autor
    Foto: Cortesía del autor

    No hay una cifra exacta, pero aquí llegan mujeres de la zona a preguntar por sus hijos. Dicen, por ejemplo, que antier salieron temprano, y no han vuelto.

    ¿Dónde están? ¿Quiénes los desaparecen? ¿Cuál es el objetivo?

    Sobrevuela un dron de la Policía. Nos vigilan. Las luces verdes de los láseres manipulados por los manifestantes apuntan hacia el dron. Todos miramos hacia arriba. Luego apuntarán a las caras de los uniformados del ESMAD. Más tarde, a las cámaras de seguridad y a los helicópteros que no paran de hacer círculos en el cielo oscuro.

    —El miércoles pasado esto era un arcoíris —cuenta Apo—: gases lacrimógenos de todos los colores. Uno en el momento no siente nada; las consecuencias son al día siguiente. Se me intoxicaron cuatro muchachos, se hincharon, porque aquí nos están tirando gas vencido.

    Apo tiene magullada la parte izquierda de la cara. Recibió el impacto del gas —desde unos 15 metros—, que lo noqueó. Se sube la pañoleta y me muestra lo estampada que está su barbilla. Corrió siete metros y sentía que se desmayaba. Cuando volteó a mirar, venían a agarrarlo:

    —Así son las arremetidas para capturar: te hieren y te buscan —dice—. Ellos saben cuándo te tienen jodido y van hacia ti. Por eso, cuando le dispararon a Dilan Cruz en la cabeza, lanzaron más gases para que nadie lo auxiliara.

    Apo no quiere más muertos porque dice que pelear por un cambio y no poderlo ver es muy frustrante.

    —¿Qué necesito, aparte de tener ganas, para ser parte de tu línea? —pregunto.   

    —Convicción —responde Apo—. Tú tienes que tener tus ideales bien puestos, porque cualquiera tiene ganas, pero eso no lo es todo.

    Apo es un chico al que se le nota el amor envuelto en las desdichas de la vida. Hace un rato, antes de salir de su campamento, y mientras él iba a abrazarse con sus muchachos, le pregunté qué opinaba su mamá sobre lo que él hacía. Respondió que ella lo apoyaba, pero que cuando sale de su casa no piensa en ella.

    —¿Por qué?

    —Porque…

    No dijo nada más y se pasó una mano por los ojos.

    Los rostros de quienes conforman la Primera Línea son rostros golpeados. Llenos de cavidades. Deshabitados. Los suyos son cuerpos que provienen de la periferia y se ponen al frente de un país. Sus miradas hablan de sus vidas. En las bocas la arenga y en sus manos la rabia. Los oídos están cansados de escuchar el mito colombiano: «Todo va a estar bien». Huesos lesionados. Son ciudadanos inconformes, pero sobre todo son ciudadanos agotados de lo idéntico, tanto que no quieren parecerse a sí mismos. Gritan palabras incomprensibles para algunos. (En Colombia hay quienes defienden un paisaje que otros no divisamos: nos topamos con el desastre, y así nos la pasamos. Hay quienes miran a otro lado, y hay quienes sí miran al frente, y justo en ese momento se defienden al menos dos países en uno, como cada quien lo pise). Estos muchachos caen asesinados, y los que quedan no quieren desertar porque, dicen, los muertos tienen que valer la pena. No creen en milagros. Creen en la resistencia. Cantan, exhaustos, pero no se rinden. Escogen permanecer en pie hasta que el corazón reviente. Para cuidar sus vidas se cubren los rostros: «Porque mire nomás cuántos líderes sociales asesinados», me dijo una tarde un joven de la Primera Línea. Si logran hacer un cambio en esta patria —«patria», dicen— serán reconocidos desde el anonimato, aunque aquí cada uno sabe quién es quién.

    Crucaq es el escudero de la línea de Apo. Tiene la nariz puntiaguda, cara alargada. Los ojos verdes. Unas rastas tiesas cuelgan por su espalda: no hay viento ni marea que las desgreñe. Veintidós años. Crucaq se ve tímido, pero él quiere contarme cosas, dice. Parece que viene estrenando una coraza porque, antes de hablar con él, observé que la lucía ante sus amigos, la quería modelar, y lo hizo con una sonrisita engañosa. Por como lo miran los demás, Crucaq tiene derecho a convertirse, esta noche, en un hombre de armadura.

    —A nosotros nos tocó armar nuestros escudos de palo y tablas cuando aquí nadie creía en esto —dice Crucaq.

    —¿Y quién les donó después?

    —A nosotros nos dijeron que los primeros cascos, las primeras máscaras, y los primeros guantes y gafas…, fue por una señora que vendía envueltos.

    —¿Dices que la señora de los envueltos?

    —Sí, ella fue la que donó el dinero —dice Crucaq—. Nos dotó a los que vamos a pararnos todos los días.

    Crucaq me enseña su coraza —se mira a sí mismo mientras se toca el pecho, presumiéndola—, y yo se la halago. Me cuenta que lo más importante para él es el casco, unas goggles, y cargar varios guantes industriales, porque tienden a quemarse. La coraza se la regalaron aquí en el portal. Hay muchos heridos en los últimos días, imagínese, me dice. Anoche llegó el ESMAD a embestirlos: el agua de la tanqueta tenía como una especie de polvo pica pica que los hizo correr bastante, pero todo eso es una motivación para él. Dice Crucaq que llegar aquí y ver cómo todos los días los compañeros caen a su lado, heridos, no es como para pensar que esto es una recocha: simplemente venir y tirar piedras, como todo el mundo cree. Hay que tener una razón verdadera, y él tiene muchas: una de ellas es la educación pública, porque ahora, dice Crucaq, todo lo privatizan. Y lo mejor que le puede pasar a él, dice, es que, cuando su hermano tenga que ir a la universidad, logre acceder a alguna. Y no solo eso: los alimentos también están caros, dice.

    —Aquí todas las noches son iguales. Uno tiene que tener la cabeza como una burbuja para no andar pensando en lo que pasa o pueda pasar —dice Crucaq, y me cuenta que a uno de sus compañeros le pegaron con una aturdidora y le rompieron las costillas.

    —Yo he estado de buenas. A mí me han caído muchas cosas, pero estoy bien por el escudo. Nada me ha impactado, aunque hay noches donde la Policía está lanzando a los ojos.

    Crucaq recuerda que la otra noche un muchacho tuvo que abandonar la línea por la pérdida de sus dos ojos.

    —¿Y tú qué crees que les están disparando…? —pregunto.

    —La Policía supuestamente dispara bolas de goma. Pero están usando canicas, perdigones. Para ellos esto es un juego: salir y pegarle a la gente.

    Dice que debe haber organización para que no haya demasiados heridos. Si la barricada no está, los tombos cruzan, se meten y pegan con cualquier cosa. Y, ante todo, el problema es el cuerpo.

    —Para la Primera Línea deben ser personas demasiado duras, y si son acuerpadas es un plus —me explica Crucaq—. Para la Segunda Línea son gente loquita, decidida a incendiar. Para pertenecer a la Tercera, hay que saber chupar gases y tener una muy buena resistencia. Yo he visto pelaos que levantan gases sin guantes, como si fuera un tote, y con la mano pelada, y sin máscara.

    A principios de la pandemia un senador salió a denunciar al Gobierno por proponerse invertir más de 14 mil millones de pesos en armamento para el ESMAD. Finalmente se gastaron casi diez mil millones de pesos. Somos el segundo país en América Latina en gasto militar, después de Brasil. El ministro de Defensa, Diego Molano, hace unos días salió bien librado de una moción de censura por la actuación de la Policía frente a los manifestantes.   

    —Esa gente tiene muuucha plata; muchos juguetes —dice Crucaq—. De un momento a otro disparan y puede venir un proyectil del cielo. En el aire se parte, y caen tres gases.

    —¿Y ustedes cómo reaccionan?

    —Los recogemos y los metemos a un galón con agua, bicarbonato y aceite, para ahogarlos. Pero hace unos días nos botaron uno grande. Lo llaman la bailarina. Explota demasiado gas y es una nube espesa.

    Dice Crucaq que así es muy fuerte combatir. Según él, la clase política tiene comprada la Registraduría. Ponen procuradores y legisladores a su antojo:

    —La gente sabe que lo que eligieron no sirve. Aquí el susto fue que nos íbamos a convertir en Venezuela, y ahora van al supermercado y solo pueden comprar una libra de azúcar. Nos iban a meter las reformas y aun así nos están matando. 

    Estar aquí mucho tiempo solo no es bueno. Te observan. La gente cuchichea, se inquieta; entonces hay que buscar el punto exacto para quedarse quieto. Los adoquines de los alrededores del portal fueron arrancados y son puro mineral en trocitos regados por ahí. La red semafórica es pura osamenta fundida. Hay niños de 15, 17 años que vienen aquí para aprender a encender un cigarrillo. Y recuerdo lo que me dijo Crucaq: están pasando cosas feas. Aquí, el otro día, en la madrugada, uniformados de la Policía sacaron a una niña del portal frente a los ojos de los demás. No hubo tiempo de preguntar su nombre porque la montaron, con apuros, en una tanqueta. Un agente contestó que venía de un proceso judicial de otro sector; entonces todos se preguntaron por qué la tenían retenida en el portal. Nadie supo si hacía parte de las manifestaciones. La niña, según Crucaq, tenía unos 14 años.

    Hace unos días yo iba por detrás del portal, justo por la puerta de los patios de buses, y vi al guarda de seguridad abriendo la reja. Entraban los llamados «matrimonios» (un patrullero motorizado y detrás un agente del ESMAD con la escopeta apuntando hacia los cielos) para resguardarse allí.

    —A todos los capturados los van entrando. Los golpean con los bolillos. Los encierran dentro de un cuarto sin ventilación, y les botan un gas. Le llaman el cuarto del juicio —explica Crucaq.

     Dice a continuación que, si él no vuelve esta noche a su casa, fue el Estado.

    —Estamos cansados de lo mismo, Crucaq. ¿Qué nos queda?

    —Sí, estamos cansados —dice—. Queremos cambiar, pero para hacerlo contra todo lo que nos están montando nos queda todavía una guerra muy dura. No hay ningún candidato que veamos decisivo.

    Foto: Sebastián Cortés
    Foto: Sebastián Cortés

    A Crucaq le gustaría más que nada que subsidiaran, nuevamente, los alimentos de la canasta básica, porque hay gente sin comer.

    —Una libra de panela cuesta dos mil 600 pesos, y hace unos meses, mil 600. Quieren hacer lo que dijo Maduro: «Pongan a producir conejos para que los venezolanos coman carne». Y así pretenden mitigar el hambre aquí.

    Hace frío. Quiero irme a casa. Cuando llego a la esquina del portal, los gritos y los silbidos empiezan con garra, con nervio. Yo sospecho… Alguien corre en dirección contraria a la mía. Cuando quiero devolverme es imposible. La masa de gente se desborda.

    Son cuatro tanquetas. Vienen por la Avenida Ciudad de Cali. Se elevan los gritos. El aire empieza a ser puro gas pimienta. Los proyectiles atraviesan el cielo. Chorro de agua. «Son piquis para marcarnos», grita alguien. Los helicópteros reaparecen y las sirenas inquietan a cualquiera. Más allá gritan que ya hay cuatro heridos por aturdidoras, otros por gas, dos por marcadoras. «Vamos pal’ frente», gritan. La Primera Línea avanza uno, dos, tres pasos. Pienso que ahí está Apo, avanzando, orgulloso de ser capucho —así me habría dicho—, agachado y liderando la movida —seguro—, sin la razón de estar pensando en su mamá. Y no se trata de una razón que sea poca cosa, porque todos saldrán mañana —como esta noche— a «una ciudad consumida por la ira y el odio»:

    …está noche la efervescencia de los hechos reclamaron mi voz para gritarle arengas a los asesinos de la patria, sí madre, a esos que alguna vez yo vi con respeto y admiración, a esos que con el pasar del tiempo fueron construyendo en mi ser ese fastidio que hoy me hace verles [sic] como enemigos.

    […] No madre, no conocía a todos los que han caído [ni a Dilan, ni a Julieth, ni a Javier, ni a Jaider…], apenas sé de ellos que eran jóvenes como yo y su sangre sirvió para lustrar las botas de los héroes de la patria, esa sangre que se regó en las calles, manchó los cañaduzales y salpicó a toda Colombia.

    Así lo ha dicho en su carta la Primera Línea, que ahora resiste… Desde atrás alcanzan piedras. Veo a algunos lanzando de todo. A un hombre del ESMAD intentaron bañarlo en llamas. La muchedumbre celebra. «Cúbranse la cabeza», gritan. «Agáchense». Dos tanquetas que se retiran. «Asesinos», les gritan. Tres aturdidoras seguidas: pam, pam, pam… La luz verde de los láseres permite saber dónde poner el ojo y lanzar la piedra.

    «Herido, herido», grita alguien.

    Apaga ese televisor y asómate a la ventana: ¡es esta, compita!, la realidad de mi país y debo estar en la realidad, debo luchar en ella y no perderme en callejones de conformismo…

    Mientras corro entre la multitud, dejando atrás los gritos, las arengas, los gases, el fuego, los heridos, pienso en Crucaq. Me contestó que sí leía cuando le pregunté si le gustaba hacerlo: los poemas de José Asunción Silva y El País de la canela de William Ospina son sus lecturas favoritas, y hace unas semanas empezó El anatomista de Federico Andahazi.

    debo salir a la avenida grande, donde todos ellos están. ¡Sí! Ellos, mis compañeros vándalos, que son los que ahora veo con respeto, son los que quiero seguir y son con los que quiero luchar o caer si así fuera.

    Doblo por una calle angosta, acelero el paso. Sigo escuchando detrás de mí la rabia de una patria. Entonces me doy cuenta: será larga la noche.

    …………………………………

    *Nota: Colombia cerró el 2021 con una tasa de inflación del 5.62 por ciento. Borró la meta anual, que era de tres, y registró una de las cifras inflacionarias más altas en los últimos cinco años. En enero y febrero del 2022 los precios de los productos se elevaron aún más. Los expertos, con sus ojos biónicos, pronosticaron que para este año la inflación sería de 5.5 por ciento.

    ¿Qué es la inflación Carlitos?

    Señora Emma, la inflación es otro impuesto para la gente con menos recursos, o sea, para mi familia.

    ¿Puedes darme un ejemplo, Carlitos?

    Por supuesto, señora Emma. Si mi mamá antes compraba con un billete de cinco mil pesos la leche, los huevos y el pan del desayuno, ahora con ese billete solo le alcanza para el pan.

    El Índice del Precio al Consumidor llegó a 19.94 por ciento en enero último. Es decir, incluso con el aumento del salario mínimo en diez por ciento —lo cual el Gobierno de Iván Duque celebró, y muchos otros también celebraron—, los colombianos tampoco cubren sus necesidades, pues los productos que facturan en caja cuestan el doble. Eso sin tener en cuenta que alrededor del 45 por ciento de los ocupados en el país gana menos de un salario mínimo.

    Me quieres decir, Carlitos, ¿cuál es la moneda más devaluada de Latinoamérica?

    Es el peso colombiano, señora Emma.

    ¿Qué significa eso, Carlitos?

    Significa que el Gobierno actual, que ¿ganó las elecciones?, afirmaba que si votábamos en contra suya «el país se convertiría en una nueva Venezuela», y mire usted, señora Emma, que el señor presidente terminó su mandato cumpliendo el lema.

    Al cierre de esta nota, una presentadora en la televisión anuncia que dos líderes sociales fueron asesinados esta mañana, pese a que habían pedido protección a través de un video. Pero eso a nadie pareció importarle. Ya son 59 líderes asesinados en lo corrido del año, mientras Duque, en su gira por Europa, hablaba de la gestión de su Gobierno y la economía de Colombia, la cual, según él, creció un 10.2 por ciento. El mandatario subrayó su cooperación en favor del medio ambiente y el desarrollo sostenible. Durante su intervención en el Parlamento Europeo (Estrasburgo, Francia), los diputados se pusieron de pie y protestaron con camisetas y pancartas alusivas a las masacres cometidas no solo contra los líderes y lideresas sociales, sino también contra los manifestantes del paro nacional: «Stop the killings in Colombia».

    Las votaciones para el Congreso y las consultas presidenciales se cumplieron el pasado 13 de marzo. Se denunciaron compra de votos en diferentes regiones del país e irregularidades en el escrutinio por parte de la Registraduría Nacional, encabezada por Alexander Vega, quien es un hombre joven con postura de derechas y con respaldo de políticos conservadores. Vega proyectó ampliamente su imagen política el pasado año al referirse a la oposición:

    —Quien no sienta garantías, no debería presentarse.

    La oposición considera que es el registrador designado, como tantos otros en diversos cargos, por el Gobierno. Ese domingo 13 de marzo se cayó la página de la Registraduría. Vega salió a decir que la entidad estaba recibiendo un ataque cibernético, algo que el fiscal Barbosa —amigo de Duque— desmintió, y los colombianos quedamos con un sinsabor.

    Mientras escribo estas líneas, la ciudadanía se ha volcado en las redes pidiendo la renuncia de Vega, pues se querella por la pérdida de más de 500 mil votos. Hay una solicitud de reconteo. El hurto de los votos afectaría al Pacto Histórico, que encabeza Gustavo Petro, quien salió a realizar la denuncia.

    Suani Lafevre Bessudo, nieto del presidente de Aviatur, Jean Claude Bessudo, confesó en un video haber modificado el número de cédula de los votantes y el nombre de algunos tarjetones electorales, puesto que fue jurado de votación: «Le hice una hijueputada a los petristas; le di a la gente el tarjetón de Fico».

    La Misión de Observación Electoral apoya la iniciativa de la ciudadanía colombiana para el reconteo de votos debido a que se fueron sumando más jurados en redes que han confesado irregularidades. ¿Alexander Vega es la sombra para modificar las intenciones de millones de ciudadanos que gritan por un cambio en Colombia?

    Aquí la corrupción nunca tuvo tanta atención. Nunca, en tantos años, la ira de los colombianos se hizo tan presente para desterrar la astucia de la politiquería, que nos ubica en los primeros puestos del ranking de países más corruptos en América Latina. La corrupción es síntoma del autoritarismo, del hambre de poder, y a su vez genera eso que llamamos «desigualdad», porque su objetivo es mantener los privilegios de políticos y empresarios mientras los demás reman como pueden en el fango del que hace tanto intenta salir Colombia.

    Gustavo Petro arrasó con sus contrincantes en la consulta por el Pacto Histórico: votaron más de cuatro millones de ciudadanos por el movimiento político Colombia Humana. Seguido, con más de 700 mil votos, por Francia Márquez —un imán no solo para las comunidades negras y afro, que se sienten identificadas con ella. Muchas personas de la Colombia profunda la siguen porque saben de dónde viene Márquez, quien milita en el Polo Democrático Alternativo y oficializó que será la compañera vicepresidencial de Petro en camino al Palacio de Nariño.  

    A Federico Gutiérrez —exalcalde de Medellín—, en la consulta del Equipo por Colombia, le votaron más de dos millones. Lo más probable es que el Centro Democrático —partido del uribismo— le dé su apoyo.

    Por otra parte, Sergio Fajardo, con un poco más de 700 mil votos lideró por parte de Centro Esperanza, con una angustia que se le refleja en su rostro.

    Todavía no amanece el domingo 29 de mayo, día de las elecciones presidenciales. En la calle se escucha: «Ojalá, Dios mío», dice una señora con las manos unidas, y la mirada en los cielos, «que no se roben las elecciones. Por favor, Diosito», y algunos encogen los labios, otros se rascan las cabezas, se lamentan, chasquean, ignoran… Pronto miraremos desde un rincón de la patria cómo los poderes más siniestros se revuelcan, crean fake news, contratan tuiteros y se arman cadenas de WhatsApp para generar malestar entre los votantes colombianos. Para quedarse, a como dé lugar, en el Palacio de Nariño.

    Lo que no cuentan es que están peleando —aunque pareciera contra un solo hombre— contra los que llevan en sí la lucha de los que antes se rindieron, el hastío de toda una raza, la violencia de una tierra mal herida, la furia de los que no pueden hablar, el cadáver de los que hablaron, la camiseta nacional salpicada.

    El dolor tan nuestro, lugar común de todos. 


    [1] Los Comandos de Atención Inmediata (CAI) son unidades de jurisdicción menor de la Policía Nacional de Colombia. ​Se localizan en el perímetro urbano de los municipios, o comunas de las ciudades. ​ En el caso de Bogotá, se subordinan a estaciones de policía.

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    1 COMENTARIO

    1. Felipe me encantó tu reportaje, me siento orgullosa de tu talento, vas a ser grande. Dios bendiga los días y noches que le dedicas a mostrar al mundo este tipo de cosas que pasan en nuestro país.

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