Elogio de lo que pudo ser y fue escrito

Descubro en el primer número de la revista Parva Forma, que es bollería de la fina, un texto de Octavio Armand titulado «La guillotina democrática».

De inicio me encanta ese oxímoron que sintetiza el pensamiento del revolucionario: al fusilar, guillotinar o pasar a simple cuchillo al opositor, a quien actúa y piensa diferente, estamos creando una sociedad más justa.

«¡La igualdad pasa su hoz sobre todas las cabezas —exclama el personaje de Mercier en La muerte de Danton, de Georg Büchner—, la lava de la Revolución fluye, la guillotina republicaniza!» En semejante tono, toca no olvidar aquello que profirió Robespierre el 18 de Pluvioso: «El Terror no es otra cosa que la justicia diligente, severa, inflexible: una emanación de la virtud». 

De manera que son la Máquina y la «cuchilla nacional», como también se le llamó, las responsables de desbrozar el camino que conduce a la república, la democracia, el Estado virtuoso y la aplicación de la justicia. Está por ver todavía si justicia y democracia caben en un mismo cubículo, si pueden convivir, darse la mano. En un entorno medianamente democrático (una familia, un país), lo que es justo para uno no siempre lo es para el otro; aunque al menos nos quede el consuelo de que se discutió, que se llevó a escrutinio.

Pero, ¿es justa siempre una mayoría? Se trata de una duda universal que no pocos espantan como la caspa de encima de los hombros. Por eso los revolucionarios no creen en la democracia. No, no creen, que no te engañen. «Y si nosotros, dentro de la democracia, hacemos la justicia, tendremos el régimen social perfecto, que a eso es a lo que aspiramos, con la ayuda de todos», aseguró Fidel Castro en uno de los salones de actos del hotel Habana Hilton, el 14 de febrero de 1959, en la sesión almuerzo del Club de Leones de La Habana, en un discurso que devino uno de los documentos más interesantes sobre la génesis del totalitarismo verde olivo en la isla. «Democracia» y «justicia»: cuento de camino. La transcripción dice «APLAUSOS» porque entonces era una mayoría la que se tragaba los cuentos de camino, como ocurre casi siempre. Treinta años después, en aquel 1989 emblemático, el primero de esos dos términos había desaparecido del vocabulario doméstico, a no ser para despotricar de él; el segundo no ha dejado de ser una ilusión.

Toca no olvidar, además, que los jacobinos también tenían una idea peculiar, readaptada y acomodaticia de esa «voluntad popular». Según Hector Fleischmann, en tiempos del Terror colgaban unos enormes carteles en las fachadas de los edificios en los que se leía «Liberté, égalité, fraternité ou la mort!», obra de Jean-Nicolas Pache, a la sazón alcalde de la ciudad. Se trata aquí de una ampliación del conocido emblema de la Revolución de 1789. Estás con nuestro programa, con la decisión del Pueblo (que será lo mismo que con la del Partido, su supuesta representación), o de lo contrario te espera el exilio o la muerte. ¿Democracia? Melindre de otros, cosa de bobos, palabra a evitar, antigualla para el trastero, concepto esmerilado que sería preferible desgastar, distorsionar, domar, reducir. Así que ni por asomo, seas el cuidador de un baño público, la asesora de un ministro o la portavoz municipal del Club Britney Spears, se te ocurra sugerir que la democracia es hasta el momento el mejor de los regímenes de convivencia. ¡Qué los revolucionarios no creemos en esas mierdas, compañero!

Uno de los últimos recursos en Cuba a la hora de un debate sobre sistemas y modelos es este: «nosotros no entendemos la democracia de la misma manera que tú» o «nuestra idea de la democracia es otra», y ahí concluye la discusión. Se acaba la sobremesa, uno se levanta a fumar, la otra dice que va al baño y siempre hay quien se apresta a retirar lo que queda de los platos sucios. «¿Quién va a tomar café?»

Fin del cuento. Mientras se reacomodan ahora en los butacones, a ninguno de los presentes se le ocurre cuestionarse si, en medio de una supuesta y cacareada Revolución, constituye acto de justicia un mitin de repudio —ese pogromo mediocre, light, sin sangre, de baja estofa—, la expulsión de un opositor de su centro de trabajo o la prisión por tiempo indefinido de alguien que ni siquiera ha sido juzgado. «Hay cosas de las que es mejor ni hablar» —se lee en sus miradas. (Todavía mis hijos y mi sobrino se preguntan por qué ciertos temas no se tocaban delante del abuelo). Y en caso de que les apriete el zapato, a mano está el recurso final tantas veces escuchado: «la Revolución tiene derecho a defenderse».

A toutes fins utiles / Robert Doisneau

También en 1794 muchos franceses pensaban que, al condenar al patíbulo a determinadas personas, se cumplía una misión para con el pueblo (razón esencial de la democracia, ¿no?), se hacía justicia, se combatía el enemigo extranjero y se retiraba la hojarasca del camino que conduciría a un mundo mejor. Un genuino acto de defensa, vaya. No por gusto el discurso oficial llamaba «espada de la libertad» a la cuchilla. Eso, que éramos más libres con cada cabeza amputada y dejada caer en el canasto. ¿O no? 

Dos de las supuestas señales de la democratización de la justicia a partir de ese momento fueron que la guillotina se convertía en el único método de aplicación del castigo definitivo para todas las clases sociales, y que los condenados eran conducidos al patíbulo en un carretón llano, abierto e igualador —de manera que todo el pueblo los mirara directo a los ojos. Sin embargo, bastaba también caer en desgracia, que pareciera que se extrañara el tiempo de los reyes, vestirse diferente o contradecir al líder «Incorruptible» para ser colocado bajo la sombra de la guillotina, ese «juguete olvidado de un dios horrendo», como lo nombra Stefan Zweig. Años después, Sainte-Beuve llamaba la atención sobre la cantidad de simples girondinos que fueron «proscritos en masa, degollados al mismo tiempo que vencidos». Todas las revoluciones tienen la epidermis demasiado fina; llega siempre un momento en que cualquier cosa es traición a la Patria.

Regreso a Octavio Armand y constato que no es la primera vez que emplea el sintagma «guillotina democrática». Antes, en noviembre de 2016, lo usó con motivo de un ciclo de charlas sobre José Lezama Lima. Llevo años con una mano sobándome el cuello y la idea fija de que la guillotina no es más que una propela del miedo sin la cual las revoluciones y los Estados totalitarios apenas subsistirían; un artefacto imponente fabricado sobre todo para coaccionar a quienes conservaban la vida, en lugar de una máquina facilitadora de higiene y de justicia —como lo soñaron sus creadores— o una herramienta para la liberación de un yugo equis. Hace muchos años que no leo a Lezama Lima, treinta tal vez, pero sí sé que es de los pocos escritores cubanos que trabajó sobre la realidad sinuosa y la posibilidad, sobre la opción de que la guillotina no te lleve la cabeza, pero que su imagen te acompañe a lo largo de toda tu existencia.

Decía que regreso a Armand en Parva Forma, bollería exquisita: para mi placer, el escritor salta de la Revolución francesa a «las oraciones fúnebres de la época moribunda que nos ha tocado vivir», algo que he procurado llevar a cabo en estas doce entregas quincenales. Pudiera parecer que habla de política o de su historia personal de exiliado. «Aquí la historia es lo que no sucede —enfatiza—, lo que no ha sucedido, lo que no sucederá sino como promesa o ilusión de un futuro que no llegará». ¿Política? ¿Autobiografía? Sigo pensando que el guantanamero anclado en Caracas habla de escritura.

«Aquí la historia es lo que no sucede», remacha Armand y hago mío el axioma. ¿Y si la Bastilla no hubiera sido tomada, demolida y convertida sus piedras en el primer souvenir revolucionario que conoció la humanidad? ¿Y si no hubieran hallado en el palacio de la Tullerías aquel estante casi blindado que contenía las cartas que demostraban la confabulación de Luis XVI con el enemigo en el extranjero? ¿Y si el rey hubiera muerto de viejo, en cama, asistido por el conde Axel de Fersen, quien tenía nombre de estrella del porno sueco y que al parecer fornicaba con su mujer? ¿Y si los revolucionarios le hubieran permitido huir a Virginia, estado ilustre del noreste de Estados Unidos, como lo propuso Thomas Paine, de paso por París? 

¿Y si Marat no hubiera recibido a Charlotte Corday en el cuarto de baño, confiado y soberbiamente allongé bajo el agua tibia que aliviaba el mal de su piel? ¿A quién habría pintado David, ese pintor de talento que siempre estuvo apegado al Poder? ¿Y si los húsares de Bouillé «tan vanamente anhelados», como apunta Stefan Zweig, hubieran llegado media hora antes de que el monarca en fuga, su mujer y sus acompañantes fueran conducidos de regreso a París, donde la suerte estaba echada? ¿Y si la palabra Varennes no significara fracaso, huida trunca, humillación, prisión y guillotina para María Antonieta y su marido espeso?

¿Entonces? ¿Y si los ingleses se hubieran quedado a mandar y vivir en Cuba en el verano de 1762? ¿Y si Martí le hubiera hecho caso a Gómez, quedándose tranquilo en el campamento? (Esta fue la única pregunta de thriller que me hice hace veinte años tras meterme de cabeza en su Diario de campaña). ¿Y si no hubieran desaparecido las tres o cuatro páginas que escribió el Apóstol sobre el encuentro en la Mejorana? ¿Por fin qué pasó aquel día? ¿La cabeza de quién estuvo a punto de rodar?

(Consciente de que las preguntas retóricas no tienen respuesta, Juan Rodolfo Wilcock —ese escritor con nombre de gato; el gato Juan Rodolfo— se hizo la siguiente: “¿quién cantará los sucesos de los cines del sábado/semanalmente renovados?)

¿Y si Chibás no se hubiera disparado, altisonante, en el vientre? ¿Y si no existiera el 10 de marzo de 1952 en el almanaque? ¿Y si a los asaltantes del Cuartel Moncada los hubieran condenado a veinticinco años de cárcel o a una pena mayor, como corresponde hoy en caso de cualquier ataque armado contra un centro militar del Gobierno? ¿Y si Fulgencio Batista no hubiera firmado la amnistía para los condenados por la causa 37 de 1953? ¿Y si Camilo no se hubiera perdido en el mar? ¿Y si Ernesto Guevara siguiera todavía en motocicleta y en lo suyo, de país en país, dando la turra delirante, en lugar de convertirse en imago? ¿A quién habríamos invocado los pioneritos de los setenta? ¿Qué habría pasado si Omar Linares hubiera aceptado aquel supuesto cheque en blanco que le ofrecían desde las Grandes Ligas? ¿Se habría avergonzado la Patria de su decisión? ¿Y por fin la Patria nos contempla orgullosa? ¿Y si aquella muchacha de luz en la mirada hubiera aceptado mis embates más ridículos? ¿Y si los escritores realistas retorcieran un poco sus cansinos conductos y escribieran precisamente sobre lo que no ocurrió, sobre lo que imaginan sus personajes, lo sugerido, lo real posible? 

Lleva razón Octavio Armand: «Aquí la historia es lo que no sucede». 

Que escribir sea, pues, esa opción que se nos ha dado para trazar otra posibilidad antes de perder para siempre la cabeza.

***

BONUS TRACK: Al año siguiente nos sentamos los mismos a la misma mesa. No ha muerto nadie en estos doce meses, por suerte, pero se sabe que puede ocurrir en cualquier momento. Regresan las anécdotas y los relatos de siempre, la cordialidad, el idéntico amor. Se sirve la comida, se comparte lo poco que tenemos, mientras en el otro extremo del apartamento el televisor, ese pariente sempiterno, ha sacado las maracas y sigue hablando a solas.

A las doce de la noche brindamos y en la pantalla aparece la bandera y el himno y los más viejos y los nuevos abducidos se ponen de pie y aprovechan para suspirar y redoblar su orgullo. Entonces uno acelera el sorbo acidulado de la sidra búlgara que llevaba años en la alacena, mira a los lados, embaraja —que es el mejor de nuestros verbos— y evita el lado solemne de la escena. A fin de cuentas, en familia se trata de celebrar la vida por encima de lo demás, aunque luego, como diría un poeta de estos tiempos, uno se siga «haciendo preguntas que no llevan respuestas».

O que son demasiado evidentes.

6 Comentarios

  1. «¡La igualdad pasa su hoz sobre todas las cabezas —exclama el personaje de Mercier en La muerte de Danton, de Georg Büchner—, la lava de la Revolución fluye, la guillotina republicaniza!» En semejante tono, toca no olvidar aquello que profirió Robespierre el 18 de Pluvioso: «El Terror no es otra cosa que la justicia diligente, severa, inflexible: una emanación de la virtud».

    Así mismo es, Gerardo, gracias por cada entrega. Las he leído todas y las agradezco

  2. Tremendo el texto. Tremendas las entregas.
    Cabezas separadas de sus ideas y del cuerpo, que permanecerán colgando en el relato histórico como las de las ristras de ajo.
    Saludos

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