Años recios de la Guerra Fría

    Por su conocido desplazamiento del socialismo en los 60 al neoliberalismo en los 80 y por su controversial revaloración del papel de la derecha anticomunista en América Latina, a partir de los 90, Mario Vargas Llosa es percibido, con frecuencia, como un intelectual voluble. Su última novela, Tiempos recios (2019), sin embargo, dedicada a la Revolución guatemalteca de Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz, al golpe de Estado de la CIA que la frustró, en 1954, y al asesinato en 1957 de Carlos Castillo Armas, jefe de la invasión, muestra a un escritor bastante fiel a sus ideas juveniles.

    Aquel joven peruano, autoretratado en La llamada de la tribu (2018), estudiante de la Universidad de San Marcos y militante de la organización comunista Cahuide, a fines de los 50, tenía dos ambiciones: escribir novelas perfectamente realistas y denunciar las dictaduras de la derecha latinoamericana. Eran los años en que regímenes militares proliferaban en la región: en Perú dictaba Manuel Odría; en Colombia, Gustavo Rojas Pinilla; en Venezuela, Marcos Pérez Jiménez; en República Dominicana, Rafael Leónidas Trujillo; en Nicaragua, Anastasio Somoza, y en Cuba, Fulgencio Batista. Vargas Llosa accedió a una estética realista de la novela moderna de la mano de un genuino rechazo a aquellos regímenes.

    En Tiempos recios el realismo de Vargas Llosa se explaya a sus anchas. La ficción se ve tan avasallada por la historia que casi todas las situaciones y personajes son reales: Zemurray y Bernays, Arévalo y Arbenz, Castillo Armas y Johnny Abbes, Trinidad Oliva e Ydígoras Fuentes… Tal vez, el único ficticio sea Marta Borrero Parra, la joven hija de médico, violada por un colega de su padre, simpatizante de Arévalo y Arbenz, que termina como amante de Castillo Armas, primero, y luego del siniestro esbirro dominicano Abbes García, quien la lleva a vivir a Santo Domingo. Pero ni tan ficticio, al parecer, ya que el personaje está inspirado en Gloria Bolaños Pons, una guatemalteca real.

    A diferencia de otras novelas recientes de Vargas Llosa, como El paraíso en la otra esquina (2003) o El sueño del celta (2010), en las que una historia real es sometida a múltiples mediaciones, desde glosas de entornos naturales o urbanos hasta escenas centrales de la trama, no parece haber aquí casi nada fuera de la historia. En este sentido, Tiempos recios se parece más a La fiesta del chivo (2000), de la que es, en buena medida, una saga lateral. No obstante, se distingue por un tono más nostálgico o ideológico, que en varios momentos rearma la promesa de la Revolución guatemalteca.

    La novela arranca con una descripción de la United Fruit Company como un Deus ex machina de la realidad centroamericana y caribeña a mediados del siglo XX. El emporio de Sam Zemurray aparece de manera muy parecida a como lo describió siempre la historiografía marxista y nacionalista latinoamericana: un pulpo que secuestraba las soberanías, expandía el latifundio en la propiedad territorial, explotaba miserablemente la mano de obra campesina y orientaba las agriculturas al monocultivo y la monoexportación. La UFC es, en Tiempos recios, la aliada natural de la CIA, el ejército y la Iglesia, en el golpe contra Arbenz.

    En cambio, la Revolución de Octubre guatemalteca y, específicamente, su Reforma Agraria —el famoso Decreto 900 del 18 de junio de 1952—, son presentadas como actos redentores y dignificantes. De acuerdo con la mejor historiografía sobre el tema —desde los clásicos ensayos de Luis Cardoza y Aragón y Manuel Galich hasta los estudios más recientes de Piero Gleijeses y Jim Handy—, Vargas Llosa inscribe la ideología de Arévalo y Arbenz dentro del reformismo social y modernizador del nacionalismo revolucionario, surgido en México en las primeras décadas del siglo XX y profundizado por Lázaro Cárdenas en los 30.

    En los pasajes dedicados a José Manuel Fortuny, Carlos Manuel Pellecer y el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), la organización comunista que respaldó a Arbenz, Vargas Llosa vuelve a coincidir con la lectura tradicional de la izquierda: aquellos asesores y aliados, que seguían la línea moderada o frentista de los partidos comunistas latinoamericanos hasta los años 50, no proponían una orientación marxista al programa revolucionario. Se mantenían dentro de posiciones reformistas porque, en esencia, apostaban por la forma democrática de gobierno y querían buenas relaciones con Estados Unidos.

    Vargas Llosa vuelve a coincidir con los historiadores académicos en que la lectura del programa de Arbenz que predominaba en la UFC, la CIA y el gobierno de Eisenhower era, precisamente, esa: la Revolución guatemalteca no era comunista sino democrática. El ángulo más perverso del golpe contra Arbenz habría sido el derrocamiento de un proyecto comprometido con la modernización y la democracia, que los medios norteamericanos distorsionaban como «comunista» , para entonar con las furias del macartismo. Era la democracia, y no el comunismo, la verdadera amenaza para una oligarquía acostumbrada a regir Guatemala desde diversas modalidades del autoritarismo.

    La segunda parte de la novela, dedicada al asesinato de Castillo Armas, es más especulativa. Entre todas las hipótesis de aquel magnicidio, desde la del asesino solitario (el sargento Romeo Vásquez Sánchez, que disparó al dictador en la residencia presidencial y luego se suicidó) hasta la del complot militar-empresarial, Vargas Llosa escoge la más novelesca: un acto de venganza de Rafael Leónidas Trujillo, enojado porque Castillo Armas no lo invitaba a Guatemala, ni lo condecoraba con la Orden del Quetzal y se negaba a colaborar con la ejecución de Arévalo y Arbenz, exiliados en Santiago de Chile y Montevideo.

    A través del personaje de Mike Laporta, el agente de la CIA que habría coordinado con Johnny Abbes el asesinato de Castillo Armas, Vargas Llosa sugiere que la política de Estados Unidos en Centroamérica y el Caribe, durante la Guerra Fría, no solo no estaba interesada en la democracia sino que, con frecuencia, alentaba el relevo golpista de sus propios dictadores de derecha. Esa manera despiadada de entender e intervenir en el contexto regional está en la raíz de las ideologías más radicales de la izquierda nacionalista y socialista en América Latina.

    Al rebajar al mínimo la ficción y entregarse tan plenamente al discurso histórico, la novela puede decepcionar. El relato de la historia demanda una coherencia de sentido que la narrativa de ficción no tiene que —o no debe— asumir gratuitamente. Pero aún en sus momentos más frágiles Tiempos recios ofrece la radiografía de una época de América Latina en que las dictaduras eran más frecuentes que las democracias. Tan frecuentes que no pocos, lo mismo en Washington que en Moscú, La Habana o Buenos Aires, se convencieron de que esta región no estaba hecha para ser regida desde la libertad y la ley.

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