La última Giselle

    La noche del 2 de noviembre de 1993 en el Gran Teatro de La Habana había una atmósfera de enorme tensión y desasosiego. Una multitud bien dispuesta y pintiparada había desbordado la platea y los balcones, y había ascendido hasta lo más alto, asomándose por el borde del gallinero y rozando con la cabeza el estucado del techo. Hasta espectadores habituales del teatro habían sido desplazados de sus lugares y se les veía entonces acompañados lo mejor posible en rincones bien molestos para el buen gusto. Ni siguiera la claque de balletómanos empedernidos había evitado ser relegada a puestos de malos aficionados. Todos haciendo severos pronósticos sobre lo que ocurriría en aquella función.

    Alicia Alonso iba a bailar el pas de deux del segundo acto de Giselle, cincuenta años después de haber debutado en ese papel. Todo el mundo había dejado escapar un suspiro al oír esa noticia. Verdaderamente, es algo insólito que una bailarina pueda asistir al cincuentenario de su consagración estando todavía en activo, y aún mas que pueda enfrentar un personaje riguroso. Por lo tanto, los presagios sobre lo que ocurriría en la gala del homenaje no eran halagüeños. Los más optimistas esperaban que Alicia estuviera digna y que no se empañara demasiado la reputación de la gran artista. Los menos condescendientes habían pronosticado un desastre y tenían algún motivo para hablar así. Las temporadas de los años 92 y 93 habían sido regulares. El ballet languidecía tristemente y solo alguna figura extranjera, de paso fugaz por los festivales reavivaba la emoción de los aburridos espectadores. Las grandes bailarinas cubanas habían visto terminar sus mejores años y su lugar, por entonces, era acaparado en estricto monopolio por Rosario Suárez, Charín, cuyos trepidantes dúos con Lienz Chang se anunciaban por toda la ciudad, colmaban de público el teatro y levantaban en el aire a los fans en plena gritería. Poco después, Charín abandonó la compañía y sus fans quedaron mudos como una tapia. De repente, el público se había quedado sin estrellas a las que adorar y salvo alguna faena ocasional y sorpresiva, las funciones no pasaban de aceptables. En cuanto a Alicia, los escépticos no se ocultaban para manifestar su oposición a que continuara bailando. Después de haberla visto protagonizando Dido abandonadaCleopatra eterna y otras piezas en que su esfuerzo físico era notable, muchos en La Habana consideraban que debía retirarse y culminar con honor una de las carreras más gloriosas del ballet. Solo unos pocos comprendían que Alicia siente por su oficio una pasión tan arrebatadora que se ha dispuesto a desafiar los pudores y cortapisas de la gloria. Por seguir bailando aunque sea pasajes mínimos y sin posibilidad de destaque, ha puesto sistemáticamente en juego su enorme prestigio. Probablemente ella piense que nada puede hacer ya que destruya el recuerdo de su prodigiosa y larga juventud en la memoria de los amantes del ballet. Tiene razón. Pero los jóvenes que van al ballet desde hace poco jamás la vieron en sus días de esplendor. No la vieron cuando Alejo Carpentier decía que Alicia dejaba de ser una persona para convertirse en una verdad. Ni cuando Lezama, viéndola bailar a los pies del Castillo de la Fuerza, creía que todos los hechizos sombríos habían sido vencidos. La mayoría solo ha visto por televisión el video de la función memorable en la que Alicia bailó Giselle con Vassiliev, y el de Carmen. Por el 93 muchos culpaban a Alicia de deteriorar su propia reputación, considerada patrimonio nacional. 

    Es bueno aclarar que esas opiniones eran francamente exageradas desde el punto de vista de un observador imparcial. Sucede que el público del ballet es un tanto especial, y si no se le ofrece un espectáculo a la altura de los de la época clásica del teatro imperial de San Petersburgo o de los tiempos de Diaghilev en París, se siente estafado y cree que lo que ha visto es un desastre. Curiosamente es el público más fiel. En el Gran Teatro de La Habana, en las funciones del domingo a media tarde, es posible encontrar personas que vieron nacer el Ballet Nacional en 1948, cuando se llamaba Ballet Alicia Alonso. Algunos estaban en el teatro la noche tremenda cuando Alicia bailó Carmen por primera vez. Han visto El lago muchas veces, tal vez más de cien, interpretado por bailarines de estilos y temperamentos muy diferentes. Pueden por eso comparar las nuevas figuras con las de antes, que son siempre las que salen ganando. Muchos miran con desdén a los jóvenes balletómanos que no han visto nada. Estos últimos, por su parte, manifiestan las adhesiones más furibundas y los desprecios más rotundos. Ahora adoran a Lorna Feijóo, como antes a Charín, aunque algunos, para no dar el brazo a torcer, digan que le preocupa más encantar al público con su poderío físico que con su interpretación integral. Pero cuando Lorna hace su ronda de fouettés en el tercer acto de El lago, o en un arabesque despampanante, no les queda más remedio que reconocer ante los amigos que estuvo divina. En propiedad, el público del ballet es muy heterogéneo. Se puede encontrar tanto artistas y escritores que están en el bombo como estudiantillos que acuden a su iniciación. También oficinistas, secretarias, bohemios, desocupados y turistas bien acompañados. Van vestidos de traje y corbata o de la manera más informal, aunque la administración ha puesto recientemente un cartel prohibiendo pasar en short. En suma, un conjunto pintoresco, emotivo y hasta pasional. 

    Esa multitud era la que esperaba aquella noche de noviembre del 93 que Alicia Alonso bailara otra vez el pas de deux del segundo acto de Giselle, pieza con la que encontró la gloria cuando pertenecía al American Ballet Theatre, pero aún no era una primera figura. La gran Alicia Markova debía interpretar Giselle pero enfermó repentinamente cuando ya el teatro había sido completamente vendido. Los directivos del Ballet Theatre preguntaron a las bailarinas jóvenes si alguna de ellas se atrevería a sustituir a Markova. A Alicia dudaron en preguntarle porque recién había sido operada en los ojos, pero fue precisamente ella la que se mostró dispuesta a hacer Giselle ante un público que esperaba a otra. Lo que ocurrió esa noche de 1943 parece haber sido excepcional puesto que los cronistas apenas saben describirlo. La más arrolladora y compensadora noche de triunfo, dijo Antón Dolin, el partenaire. Los pies de Alicia terminaron ensangrentados por el esfuerzo hecho en tan poco tiempo y se cuenta que, al finalizar la función, irrumpió en el camerino George Schaffe, un famoso coleccionista de objetos históricos del ballet, y arrancó la zapatilla de los pies de Alicia mientras daba gritos de «¡Para la historia! ¡Para la historia!» Esa historia estaba siendo desafiada medio siglo después «por pura obstinación», según la mayoría de las opiniones.

    Fue una larga función. Hubo varias piezas en el programa, entre ellas un apreciable Grand pas de quatre, al que pocos prestaron atención. Todos estaban concentrados en el momento final, cuando Alicia saldría a escena y pudiera ocurrir una catástrofe no personal, de prestigio, sino cultural. El ballet en Cuba no es, como pudiera pensar un extraño solo una pieza de vitrina que se muestra como uno de nuestros logros. Da a nuestra cultura un secreto regocijo, el de lo cubano que se cuela en el salón clásico, que penetra en extrañas edades de oro a las que no ha sido invitado y baila en ellas desaforadamente en el centro del círculo de asombro. El Ballet Nacional y la obra de Alicia Alonso significa la tradición central de la cultura europea tomando formas perfectas en la plenitud cubana. Eso estaba en peligro si Alicia Alonso no hubiera cumplido aquella noche uno de los pocos milagros a los que asistiremos en la vida. 

    Ella lo hizo. Nadie que la haya visto podrá olvidar nunca su levedad y su pureza. Un suave trazo blanco atravesaba el aire, recogiéndose en puntos de grave y honda densidad, o difuminándose en ligeras y frágiles prolongaciones. Habitó durante un instante en una zona intermedia entre la muerte y la naturaleza superior, donde el cuerpo pierde el arbitrio de sus extensiones y adopta en cambio la fijeza de una hermosura inmortal. Tal vez, mientras bailaba, Alicia Alonso nos dijo algo que no podemos comprender en otro lenguaje que el suyo. Ella debe haber sentido una interrupción en la linealidad del tiempo, un instante abierto entre las sucesiones, por donde se cuela desde otra escala el fragor de la transfiguración de lo humano en la sustancia original. El pas de deux terminó y el teatro se vino abajo. Sobre Alicia llovieron pétalos de rosas, detalle un tanto kitsch, pero que llevó al paroxismo al respetable.

    Alicia Alonso tal vez no bailara más. Ya en el último festival no lo hizo. Pero ahora no importa. Es la artista más grande de Cuba, y la compañía que creó, una de las instituciones fundamentales de la cultura de este país. Aunque uno no vaya al Gran Teatro de La Habana, es tranquilizador saber que allí siguen bailando Giselle y El lago. Mientras eso ocurra, de alguna manera, todos nosotros estaremos a salvo. 

    Este texto fue originalmente publicado en la revista Alma Mater.

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    Juan Orlando Pérez
    Juan Orlando Pérez
    Es, tercamente, el que ha sido, y no, por negligencia o pereza, otros hombres, ninguno de los cuales hubiera sido tampoco particularmente estimado por el público. Nació, inapropiadamente, en el Sagrado Corazón de La Habana. A pesar de la insistencia de su padre, nunca aprendió a jugar pelota. Su madre decidió por él lo que iba a ser cuando le compró, con casi todo el salario, El Corsario Negro. Él comprendió, resignadamente, lo que no iba a llegar a ser, cuando leyó El Siglo de las Luces. Estudió y enseñó periodismo en la Universidad de La Habana. Creyó él mismo ser periodista en Cuba durante varios años hasta que le hicieron ver su error. Fue a parar a Londres, en vez de al fondo del mar. Tiene un título de doctor por la Universidad de Westminster, que no encuentra en ninguna parte, si alguien lo encuentra que le avise. Tiene, y eso sí lo puede probar, un pasaporte británico, aunque no el acento ni las buenas maneras. La Universidad de Roehampton ha pagado puntualmente su salario por casi una década. Sus alumnos ahora se llaman Sarah, Jack, Ingrid y Mohammed, no Jorge Luis, Yohandy y Liset, como antes, pero salvo ese detalle, son iguales, la inocencia, la galante generosidad y la mala ortografía de los jóvenes son universales. Ahora solo escribe a regañadientes, a empujones, como en esta columna. La caída del título es la suya, no le ha llegado noticia de que haya caído o vaya pronto a caer nada más.
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