Mi Periodo Especial

    En una tarde soleada y algo fría de enero del año 2000 levantó vuelo el avión que por siete meses me separaría de mis hijos. Observé por la ventana de mi asiento cómo se hacían cada vez más pequeñas las imágenes de La Habana y dudé seriamente por primera vez si había tomado la decisión correcta. Me fui sola al aeropuerto, no me gustan las despedidas. Los besos que me di con mi familia minutos antes de salir de mi casa me parecían entonces lejanos, como si nunca los hubiese dado. Dejaba atrás, y prácticamente solos en sus cuidados y apoyos mutuos, a una hija que ese año culminaría sus estudios universitarios de Diseño Gráfico y que recién comenzaba su trabajo de tesis de grado, y a un adolescente que empezaba la Segunda Enseñanza en una escuela interna, una de las pocas opciones disponibles para quien quisiera continuar hacia la universidad, y que él recordaría como una «de las peores experiencias de su juventud».

    La década anterior había sido desastrosa para mi familia. Junto al período de carencias que atravesaba el país, mi vida personal se había visto afectada de muchas formas durante un tiempo que comencé a considerar eterno. En cierto punto comprendí que mi única salida económica vendría de una estancia temporal en alguna institución académica fuera del país. No tenía entonces ni las intenciones ni las condiciones para emigrar definitivamente. Tampoco quería abandonar mi labor como profesora de la Universidad de La Habana para irme a trabajar a otro lugar en Cuba que me reportara un mejor salario, pues mi razón de ser y mi único aliciente eran mis clases de Química Analítica y el contacto con mis estudiantes.

    Entonces, de forma casi repentina, llegó la oportunidad que esperaba. Una universidad mexicana me invitó junto a un colega, a través de un convenio con la Facultad de Química de la Universidad de La Habana, a desarrollar un diplomado sobre Didáctica de la Enseñanza de las Ciencias para profesores de la institución. Ausentarme de mi hogar por tanto tiempo frenaba un poco mi entusiasmo, así que durante los trámites para el viaje intenté concentrarme en la necesidad del paso que iba a dar y no pensar demasiado en la separación. Pero una vez que me vi sentada en aquel avión, sin posibilidades de arrepentirme, tuve remordimiento y un poco de temor.

    La llegada al país del llamado «Periodo Especial en Tiempos de Paz» se entrelazó con eventos aciagos para mí y que me marcarían para siempre. El más importante fue el primer accidente cerebrovascular sufrido por mi madre en junio de 1989. El suceso ocurrió durante una de las noches en que, a la par de millones de cubanos fascinados, mirábamos en la televisión nacional los videotapes editados por el gobierno que mostraban el juicio de la Causa No.1. Un tribunal militar, formado por los cuarenta y siete oficiales de mayor jerarquía en Cuba, juzgaba por narcotráfico y otros delitos asociados al General de División y Héroe de la República de Cuba Arnaldo Ochoa Sánchez, a los hermanos Antonio y Patricio de la Guardia —que dirigían el nombrado Departamento MC (Moneda Convertible), cuya misión era conseguir divisas y artículos que Cuba no podía importar libremente a causa del embargo comercial estadounidense— y a otros militares de menor rango.

    Aquel primer incidente llevaría la salud de mi madre, tal como lo pronosticaron los médicos, a un deterioro que se extendió por más de tres años y que desembocó en su fallecimiento en enero de 1993. Para entonces mi vida había llegado a una situación compleja, no solo desde el punto de vista material y económico, sino también emocional. Durante al menos dos años había estado luchando por mantener un matrimonio que se deshacía día a día, y a mediados de 1992 supe que había una sola opción, por lo que tomé una de las determinaciones más difíciles de mi vida, la separación.

    Junto al deterioro progresivo del país, que se adentraba en un período desastroso, sentí que necesitaría mucho valor y mucha fuerza para sacar adelante a mi familia sin el apoyo económico del padre de mis hijos y sin la compañía tan necesaria de mi madre; y temía que no pudiera lograrlo. Me sumergí yo misma en una rutina que me llevaba solo a un objetivo: no dejarme caer y no preocuparme demasiado por lo que me rodeaba, sino seguir adelante con mis recursos y mi voluntad.

    Terminada la secundaria básica, mi hija se encontró con la decisión del gobierno de cerrar todos los institutos preuniversitarios del país con régimen externo (en La Habana solo quedaron dos o tres centros a los que accedían alumnos con enfermedades crónicas graves y algunos  privilegiados), por lo que optó por prepararse para realizar los exámenes de ingreso a la Vocacional de Ciencias Exactas de La Habana, una institución que, si bien era de régimen interno como las otras, tenía unas condiciones materiales un poco mejores y contaba con un claustro de excelencia. En septiembre de 1992 la vi partir con el dolor y la incertidumbre propios de una madre.

    Cuando vuelvo a aquella década de los noventa, o cuando alguien me pregunta cómo viví aquel fatídico «periodo especial», lo primero que repaso no son los horribles apagones programados o la falta de transporte que me obligaba a caminar más de cuatro kilómetros para llegar a mis clases o para regresar a mi casa (la bicicleta china fue desechada rápidamente cuando me di cuenta de que el «combustible» necesario para mantener su uso era cada vez más escaso). No rememoro con demasiada frecuencia la dificultad para adquirir los alimentos necesarios para subsistir, los precios cada vez más altos para acceder a ellos, los cortes de agua o gas, casi siempre inesperados. Ni siquiera me resulta tan dolorosa la evocación de las enormes dificultades que atravesaba para tener listas, cada fin de semana, las pocas cosas que podía llevarle a mi hija y que reforzaban un tanto la alimentación casi nula que recibía en su escuela: algo de cerelac (un producto que intentaba sustituir la leche en polvo); una panetela que aprendí a hacer en olla de presión con escasos huevos y harina de trigo que compraba a precios elevados en las panaderías del barrio; torticas de morón que también hacía yo con casi nada; turrones de zanahoria y tostadas hechas con el pan que nos correspondía diariamente por la canasta subsidiada, tres piezas de 50 gramos cada una, que yo repartía de la mejor forma para el desayuno y la merienda de mi hijo y para el avituallamiento de ella.

    Todo eso lo dejé atrás y lo único que he tratado de preservar, por mi salud mental, es el inmenso orgullo de haber logrado superar aquella etapa. Lo que recuerdo con mayor énfasis es mi temor siempre latente a no lograr salir de aquella situación, y el miedo a que mis hijos o yo nos enfermáramos por el déficit de proteínas y vitaminas, todo ello enmarcado en una tristeza que me ahogaba, por el recuerdo de un hombre al que seguía amando, y la nostalgia por una madre que me hacía más falta que nunca.

    Mientras yo sorteaba de la mejor forma posible los obstáculos para seguir adelante y mis hijos lograban sobrevivir, la falta de una alimentación adecuada nos llevaba a todos a un estado de depauperación que se refleja muy bien en las fotos que algunas familias guardan de la época. Para combatir algunas de las enfermedades que hicieron mella en aquellos tiempos, el Estado repartió millones de pastillas de polivitaminas que la gente tomaba sin medidas y que se usaban, incluso, para darle color a algún que otro plato de arroz.

    Durante esa época fui sometida a una intervención quirúrgica necesaria, y cerca del final de la década sufrí un accidente doméstico que prácticamente me paralizó por unos meses. De todo esto y de mucho más pudimos salir airosos mis hijos y yo, sin que tuviéramos necesidad de caer en delitos de corrupción o de robo.

    ***

    Aún no sabemos si realmente el régimen cubano sospechaba que Ochoa fabulaba con una rebelión dentro de las Fuerzas Armadas Cubanas, y de ahí la rapidez de los arrestos, el juicio y la ejecución de los principales involucrados en el caso. Lo que nadie duda ya es que Fidel Castro tenía suficiente información sobre lo que sucedía por esos tiempos en Panamá y prefirió sacrificar a varios incondicionales suyos para no dejar ninguna huella que lo relacionara con los negocios del General Noriega, acusado de narcotráfico y apresado pocos meses después.

    Hacia finales de los años ochenta, las noticias que llegaban de Europa del Este no eran nada agradables para el gobierno cubano: la ejecución del presidente rumano Nicolae Ceausescu después de una súbita rebelión popular; la caída del muro de Berlín; la llegada al poder en Polonia del grupo Solidaridad; la renuncia al comunismo del Parlamento de Hungría. En cuestión de días los síntomas iniciales de cambio en Europa Oriental se habían transformado en una estampida general hacia el capitalismo.

    A medida que la ayuda del bloque soviético mermaba por sus propias crisis internas, Panamá se fue convirtiendo en la principal salida económica del régimen cubano hacia el mundo capitalista, y en el socio más importante para burlar las medidas asociadas al embargo estadounidense, por lo que el arresto a comienzos de 1990 de Noriega traería consecuencias funestas para el país, sobre todo desde el punto de vista económico. Pocas semanas después, en febrero de ese mismo año, el gobierno de izquierda de Daniel Ortega resultaba derrotado en las urnas. Fidel perdía entonces su principal socio ideológico y su centro de operaciones políticas. Casi simultáneamente Cuba terminaba su presencia militar de 15 años en Angola y su presidente, José Eduardo Dos Santos, con escaso apoyo popular, comenzaba negociaciones secretas con Jonas Savimbi, el líder guerrillero anticomunista apoyado por Estados Unidos.

    Pero Fidel Castro no solo perdía tres aliados importantes: Panamá, Nicaragua y Angola, sino que en los meses siguientes la magnitud de la disminución de la ayuda soviética y del CAME (Consejo de Ayuda Mutua Económica), organismo del bloque comunista de Europa Oriental, se volvió más evidente. Ya en 1990 el drástico recorte en los suministros de petróleo, tan abundantes mientras el país era un socio privilegiado de la Unión Soviética, nos llevaron muy rápido a una situación catastrófica y a principios de 1991 se declaró la entrada de Cuba en el «Periodo Especial en Tiempos de Paz». Después de una década en la que habíamos tenido un pequeño respiro económico y un aire de bonanza, a través de un comercio muy ventajoso para Cuba con sus socios comunistas, el batacazo recibido en ese inicio de la década final del siglo XX demostró que el país había sido destruido en todas las esferas: social, económica y política, de forma paulatina y metódica.

    De aquella década se ha hablado y escrito mucho, pero sigo pensando que cada quien tiene un recuerdo diferente de lo que vivió en el llamado «período especial». Por eso siempre me limito a hablar de «mi período especial», muy similar al que sufrieron muchos de mis amigos y conocidos, pero también distinto a otras experiencias atravesadas por otras condiciones, o al recuerdo de muchachos demasiado pequeños para entender del todo lo que pasaron sus padres.

    Aunque trataba de vivir un poco al margen de la situación política del país (de la económica no podía abstraerme), los acontecimientos más importantes de la época me marcaron tristemente, como les sucedió a todos. De esa década recuerdo las sustracciones de embarcaciones para escapar del país, las represalias por esos hechos, incluido el horrible hundimiento del trasbordador «13 de Marzo» en el que murieron ahogadas 41 personas, entre ellos diez niños; las protestas antigubernamentales conocidas como el Maleconazo, enfrentadas por los represores de las Brigadas Blas Roca disfrazados de pueblo enardecido, y seguidas por la llegada de Fidel Castro una vez que estuvo neutralizada la rebelión; la decisión del régimen de autorizar y alentar las salidas ilegales en embarcaciones frágiles que llevaron a la muerte en el mar a un número indeterminado de personas; el malestar creciente de la población.

    Viví varios años con el temor de que una revuelta parecida a la que había ocurrido, al parecer espontáneamente, en las calles de Centro Habana y Habana Vieja el 5 de agosto de 1994, llevara al país a una guerra civil de consecuencias desastrosas. Unos años después, un colega de la Universidad de la Habana, sociólogo, me confesó que el grupo que preparó y ejecutó ese levantamiento había sido penetrado por agentes de la Seguridad del Estado y estuvo monitoreado durante varios meses. Se conocían sus planes. No hubo para el gobierno una sorpresa tan grande como la que imaginábamos entonces y se calculó muy bien cómo ese «revés podía ser convertido en victoria».

    Las pequeñas y limitadas reformas, como la despenalización del dólar, la aparición del peso cubano convertible y algunas tiendas donde comprar con él, la mayor apertura al turismo, los mercados agropecuarios, la aparición de alguna inversión extranjera, la autorización del trabajo privado (trabajadores por cuenta propia), trajeron un poco de tranquilidad, sobre todo para aquellos que tenían acceso a la moneda convertible por las razones que fuera: ayuda de familiares en el extranjero, trabajo en turismo u otro giro donde se pagara en esas monedas, prostitución, corrupción…

    Y llegó entonces el triunfo de Chávez en Venezuela en 1998, y con él, el petróleo ansiado, pero seguimos viviendo de limosnas, hundiéndonos en la miseria y la desesperanza.

    Hace poco tiempo, mientras rememoraba con mi hija aquella dura etapa de sus estudios preuniversitarios, ella me declaró que había comprendido cabalmente lo que había significado para mí el Periodo Especial luego de tener sus propias experiencias con su familia, tal vez en mejores condiciones financieras, pero con parecidas dificultades materiales y angustias. Evocamos entonces las llamadas «oncenas», un método que se instauró en los preuniversitarios internos debido a la falta de combustible para el traslado semanal de los estudiantes, y que consistía en que estos pasaban once días seguidos de actividades lectivas y luego descansaban por cuatro días en sus casas. Había un domingo intermedio en que yo debía viajar hasta su escuela y llevarle las provisiones de la semana; con el transporte pésimo y la lejanía del lugar, me resultaba una verdadera odisea llegar a la institución al mediodía, almorzar en su compañía, dejarle un pozuelo con la cena y entregarle las cosas que le llevaba. Con los ojos húmedos por el recuerdo mi hija me confesó que, a pesar de mis intentos por ocultarlo, ella se percataba de que algo se repetía domingo tras domingo. La comida que yo llevaba casi siempre consistía en arroz moro y vianda hervida para las dos, pero solo en su pozuelo había, además, un pedazo pequeño de alguna carne. En el mío, nunca. No había querido hablarme de ello, ni entonces, ni después, porque sabía lo triste que hubiese sido para mí. Creo que no existe un ejemplo más fehaciente de lo que significó, para mis hijos y para mí, aquel «periodo especial».

    ***

    La entrada del nuevo milenio trajo para mi familia un respiro en la economía. Luego de mi regreso de México se sucedieron algunos otros contratos en países latinoamericanos, todos a través de convenios entre la Universidad de la Habana e instituciones académicas, de cuatro o cinco semanas de duración, por los cuales recibía solo un 25 por ciento de lo que me pagaban, pero que representaba un monto mayor de lo que recibía como salario anual. Mi hija se graduó en julio de 2000 y comenzó una labor profesional exitosa, mientras que mi hijo concluía en 2002 la enseñanza media superior y, tres años después, comenzaba la carrera de Historia del Arte en la Universidad de la Habana, luego de transitar por dos años de Servicio Militar Activo y un año de reforzamiento de los estudios preuniversitarios, obligatorio para acceder a la Educación Superior.

    Mi vida sentimental, además, pasó por un breve pero hermoso oasis en mi soledad de más de diez años, con una relación que me devolvió las ganas de vivir, algo diferente a la rutina de casa-trabajo. Y la vida siguió, llena de retos, de dificultades, de pequeños logros, de felicidad incomparable por el nacimiento de mis nietos. Y junto a todo ello, vino mi despertar del letargo en el que me encontraba hacía tanto tiempo, gracias a la información que me llegaba por diferentes vías, lo que podía leer fuera del país, el encuentro con otras realidades y otras ideas diferentes a las que me habían sido inculcadas a través de un adoctrinamiento perenne y perfecto y los intercambios honestos, no exentos de discusiones enriquecedoras, con mis hijos, sus amigos y mis estudiantes.

    Nunca se ha reconocido un final oficial del Período Especial en Tiempos de Paz. Creo que ha sido, precisamente, porque nunca hemos salido de él. De hecho, aunque con diferentes epítetos eufemísticos, hemos seguido deslizándonos por la pendiente de la pobreza, la miseria y la falta de democracia y libertad que se implantó en el país desde enero de 1959 y que algunos demoramos en reconocer. Hoy el país vive un deterioro total en todas las esferas de la vida, social, política, económica, y resulta bastante difícil pensar con optimismo y esperanza en lograr finalmente la libertad tan ansiada. La férrea represión impuesta durante seis décadas ha llevado a la cárcel, al destierro o a la muerte a muchos cubanos dignos a lo largo de la historia. El poder de la dictadura está asegurado por la ayuda e impunidad de sus órganos represivos, con acciones cada vez más criminales; por el apoyo de gobiernos de la misma calaña; por oportunistas internacionales disfrazados de izquierda solidaria; por la hipocresía de algunos opositores; por el miedo tan arraigado en nuestras venas, que nos convierte en esclavos sumisos. De todas formas, cuando me preguntan si avizoro un final de libertad para mi patria, siempre contesto de la misma forma: podrán quitarme muchas cosas, pero jamás la esperanza.

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    1 COMENTARIO

    1. La autora resume muy bien aquel período negro de la historia cubana del cual, como bien dice, nunca se ha anunciado el final pues, en realidad, el país ha segudio cayendo más y más bajo. Las tibias medidas que se supone debieran resolver esta situación han sido inocuas porque, esta es mi opinión, la cúpula en el poder no quiere dar los pasos necesarios para cambiar de raíz los principios en que se basa el sistema político y económico cubano. Temen perder el poder Saben que han sido los culpables de mucha desgracia y que por ello les exigirán cuentas. Sin embargo, al igual que la autora, yo no pierdo la esperanza. La vida es un cataclismo

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