El europeo

    Una noche, varias vidas atrás, vi en el Barbican de Londres una áspera versión de El Lago de los Cisnes creada por la rocosa imaginación del coreógrafo sueco Mats Ek. No podría ahora juzgar los méritos de aquella pieza, pero recuerdo que era fea, cínica, insolente. Era la primera vez que yo iba al Barbican, uno de los grandes salones de la alta cultura en Europa, una ciudadela de artistas levantada en el territorio bárbaro de la City, el distrito financiero de Londres. El público del Barbican es más puro y dedicado que el de los teatros del West End, hay entre los espectadores menos turistas, y tampoco hay tantos de esos rústicos que solo se animan a ver obras muy celebradas en los periódicos populares, o protagonizadas por actores de cine o televisión. En el Barbican el público no es tan atildado como en Covent Garden o en el Coliseum, pero es más afinado y curioso, más heterodoxo en sus gustos y su afecto, casi académico en sus apreciaciones, más Mats Ek que Petipa. Entre ellos, aquella noche remota, yo estaba contundentemente solo.

    Había llegado a Londres poco antes. No tenía dinero, ni amigos, ni un plan. Daba vueltas por la ciudad, iba a los museos, al British Museum, a la National Gallery, que son, como se sabe, escandalosamente, gratis. Cuando me echaban del British Museum, a las seis de la tarde, no sabía qué hacer, a dónde ir, con cinco o diez libras en la cartera, si no al cuarto que había rentado con el modesto y a la vez generosísimo estipendio del British Council en la casa de una buena mujer de Wembley, Mrs Sullivan. Compré la entrada del Barbican al precio muy reducido para los estudiantes, y aún así, sintiéndome irresponsable, y un impostor, un mendigo pretendiendo ser Craso, un hambriento que usa sus últimos peniques para comprar no una botella de leche sino The Times, y se sienta a leerlo en un banco de St James’s Park con la misma obesa dignidad de Lord Ashcroft y Lord Kirkham. Yo sentía que era un intruso, una inesperada anomalía, o peor, algo aún más bajo, un extranjero, entre los espectadores del Barbican, joviales pelotones de amigos, apretadísimas parejas, damas y caballeros que tomaban sus asientos con la blanca serenidad de quienes han visto a cada nuevo artista a lo largo de un siglo, de Fokine a Akram Khan, de los Ballets Russes a los BalletBoyz. Hundido en mi asiento, era como si estuviera en una jaula, esa en la que está encerrado cada hombre que está definitivamente solo.

    Oscuridad. Música.

    Júbilo.

    He estado ayer, muchas vidas después, en la tumba de Tchaikovsky en San Petersburgo. La noche antes he visto en el Mariinsky El Lago de los Cisnes, el de Petipa, por supuesto. No he ido solo, pero si no hubiera tenido compañía, no me habría sentido extranjero, inadecuado, entre el público del Mariinsky como aquella vez entre los espectadores del Barbican. Contrario a lo que creen los que nunca se han atrevido a entrar en ellas, las grandes casas de ópera y ballet de Europa son habitadas no por aristócratas y oligarcas sino por las clases medias, por arrogantes connoisseurs en jeans y mangas de camisa, por panales de muchachas que vienen directamente de sus oficinas, por los turistas que llegan con mochilas en la espalda, y por estudiantes que compran los más recónditos asientos de la galería o ven la función de pie. La ópera y el ballet son abrumadoramente más democráticos y populares que la danza contemporánea, que requiere a menudo más paciencia y agudeza de las que posee el espectador basto y sentimental. En Londres, un novicio, o un extranjero, podría sentirse más a gusto en Covent Garden que en The Place, un teatrico tan humilde y barato como original y generoso en la selección de su programa. Yo no soy ya un novicio, desgraciadamente, no volveré jamás a sentir la furiosa felicidad del espectador que entra al
    auditorio de uno de los grandes teatros del mundo, o al menos al más ilustre de su ciudad, después de haberlo deseado fervientemente durante muchos años en que solo pudo verlos en televisión. Tampoco soy un extranjero en ningún teatro del mundo donde bailen El Lago de los Cisnes.

    Es eso lo que descubrí en aquella función del Barbican, que yo no estaba fuera de lugar, sino que tenía tanto derecho a estar allí como lo tengo a estar en la casa de mi madre. Cuando se hizo oscuridad en la sala, y la música de Tchaikovsky, esa vasta noche estrellada, cayó sobre los espectadores, quise creer que estaba en La Habana, en el Gran Teatro, diez años antes, o cinco, o solo unas pocas semanas, que mi madre había planchado mi camisa, tan amorosamente, y me había despedido pidiéndome que no volviera muy tarde, y que yo había subido, casi corriendo, por Virtudes y luego Galiano y luego San Rafael, saltando entre los charcos y los huecos y la mierda, y había llegado al Gran Teatro con tiempo de sobra para encontrar a mis amigos entre el público aglomerado junto a la puerta, espectadores famélicos y devotos, cotorreando maliciosamente sobre Alicia Alonso y su cancerbero Pedro Simón, y sobre quién se estaba templando a quién, en el Ballet Nacional, en la universidad o en cualquier otra cama, escalera o matorral de Cuba, y sobre quién se había largado de aquel pandemonium a Madrid o México y no iba a regresar, y habíamos tomado nuestros asientos, los más afortunados en el palco de la prensa junto a Ada Oramas y Toni Piñera, los menos, en el heroico gallinero, y se habían apagado las luces y la orquesta del Gran Teatro había atacado la obertura de El Lago con la chirriante destreza de una banda militar, y el telón se había abierto, y había aparecido Lienz Chang, o quizás Osmay Molina, o Victor Gilí o Rolando Sarabia, y luego, casi una hora después, con una ovación que incluso Pavlova, Markova y Fonteyn hubieran juzgado adecuada para ellas mismas, Rosario Suárez, o Lorena Feijoó, o su hermana, o Alihaydée Carreño. En ese momento, cuando Charín o las Feijóo bailaban El Lago en el ruinoso Gran Teatro, con tutús que podían haber sido usados por Pavlova en el Mariinsky, con decorados que hubieran cubierto de infamia a una pequeña compañía transhumante, en un escenario tan liso como la Carretera Central, con el barullo de la calle, los camellos, el bulevar de San Rafael, el Cabaret Nacional, las putas, los pingueros y los turistas del Hotel Inglaterra colándose entre las notas de Tchaikovsky, reventándolas, Cuba esa ilusión de mi juventud, era lo mejor que podía ser, y yo, casi, también. En el Barbican, yo me sentí de repente tan a gusto como si fuera Isabel II.

    Fuera del teatro, volví a ser extranjero, de ese tipo tan particular de ser extranjero, cubano. No es algo que tenga remedio, ni que yo haya querido jamás remediar, ser cubano. No estoy orgulloso de ello, como no lo estaría de ser norteamericano o alemán o sueco, las pocas grandes cosas que han hecho los cubanos, Las Guásimas, los Versos Sencillos, Paradiso, la alfabetización, no las hice yo. Haber nacido cubano no me hace en nada mejor, como prueba la sorprendente cantidad de rufianes que hay en Cuba, y tampoco me hace inferior a ningún hombre o mujer de un país más antiguo, rico o sensato. Aunque viva mil años en Londres, no me volveré inglés, y no me volvería español en Madrid, o italiano en Roma. Otros pueden intentar esa transmutación, buena suerte. Yo no.

    Pero en La Habana, casi sin notarlo, hace tantos años que no podría recordar exactamente cuándo, comencé a ser otra cosa, adquirí una segunda nacionalidad, esta no por accidente, sino por libre elección, algo que hice muy infrecuentemente hasta que llegué a Londres.

    El jueves 23 de junio, poco después de las nueve de la mañana, en el colegio electoral situado en una esquina de Wendell Park, en Hammersmith, voté, fervorosamente, a favor de que el Reino Unido continuara formando parte de la Unión Europea.

    Perdí.

    spot_img

    Newsletter

    Recibe en tu correo nuestro boletín quincenal.

    Te puede interesar

    Pedro Albert Sánchez, el profe, el predicador, el prisionero

    Pedro Albert Sánchez es abiertamente «cristiano». Algo de mártir tiene. Y también de profeta. Cada una de sus acciones, consideradas «exitosas» solo en un plano simbólico, tributa al orgullo de haberse mantenido fiel a sus ideas. El profe condensa en sí mismo todo el imaginario cristiano. El sacrificio es su satisfacción.

    Economía cubana: crisis de productividad, inversión deformada, falta de divisas, descontrol...

    El gobierno cubano reconoce que aún no se concreta la implementación de las proyecciones acordadas para la estabilización macroeconómica del país. Igual admite el fracaso de la política de bancarización y que las nuevas tarifas de los combustibles aumentaron el valor de la transportación de pasajeros, tal como se había predicho.

    Cerdos

    Ruber Osoria investiga el alarido sobre el que se...

    Cinco años en Ecuador

    ¿Qué hace un cubano que nadie asocia con su país natal haciéndole preguntas a los árboles? Lo único que parece alegre son las palomas, vuelan, revolotean, pasan cerca, escucho el batir de sus alas. Es un parque para permanecer tendido en el césped. A algunos conocidos la yerba les provocaría alergia, el olor a tierra les recordaría el origen campesino.

    La Resistencia, los Anonymous de Cuba: «para nosotros esto es una...

    Los hackers activistas no tienen país, pero sí bandera: la de un sujeto que por rostro lleva un signo de interrogación. Como los habitantes de Fuenteovejuna, responden a un único nombre: «Anonymous». En, Cuba, sin embargo, son conocidos como «La Resistencia».

    Apoya nuestro trabajo

    El Estornudo es una revista digital independiente realizada desde Cuba y desde fuera de Cuba. Y es, además, una asociación civil no lucrativa cuyo fin es narrar y pensar —desde los más altos estándares profesionales y una completa independencia intelectual— la realidad de la isla y el hemisferio. Nuestro staff está empeñado en entregar cada día las mejores piezas textuales, fotográficas y audiovisuales, y en establecer un diálogo amplio y complejo con el acontecer. El acceso a todos nuestros contenidos es abierto y gratuito. Agradecemos cualquier forma de apoyo desinteresado a nuestro crecimiento presente y futuro.
    Puedes contribuir a la revista aquí.
    Si tienes críticas y/o sugerencias, escríbenos al correo: [email protected]

    Juan Orlando Pérez
    Juan Orlando Pérez
    Es, tercamente, el que ha sido, y no, por negligencia o pereza, otros hombres, ninguno de los cuales hubiera sido tampoco particularmente estimado por el público. Nació, inapropiadamente, en el Sagrado Corazón de La Habana. A pesar de la insistencia de su padre, nunca aprendió a jugar pelota. Su madre decidió por él lo que iba a ser cuando le compró, con casi todo el salario, El Corsario Negro. Él comprendió, resignadamente, lo que no iba a llegar a ser, cuando leyó El Siglo de las Luces. Estudió y enseñó periodismo en la Universidad de La Habana. Creyó él mismo ser periodista en Cuba durante varios años hasta que le hicieron ver su error. Fue a parar a Londres, en vez de al fondo del mar. Tiene un título de doctor por la Universidad de Westminster, que no encuentra en ninguna parte, si alguien lo encuentra que le avise. Tiene, y eso sí lo puede probar, un pasaporte británico, aunque no el acento ni las buenas maneras. La Universidad de Roehampton ha pagado puntualmente su salario por casi una década. Sus alumnos ahora se llaman Sarah, Jack, Ingrid y Mohammed, no Jorge Luis, Yohandy y Liset, como antes, pero salvo ese detalle, son iguales, la inocencia, la galante generosidad y la mala ortografía de los jóvenes son universales. Ahora solo escribe a regañadientes, a empujones, como en esta columna. La caída del título es la suya, no le ha llegado noticia de que haya caído o vaya pronto a caer nada más.
    spot_imgspot_img

    Artículos relacionados

    Genius loci

    El fotógrafo Nelson Álvarez viaja en busca del genius loci —el «genio...

    Los procesos contra las brujas 

    La primera vez que oísteis hablar de brujas fue...

    En el Barrio Gótico de Barcelona

    En Barrio Gótico de Barcelona, un cubano recién llegado observa las fachadas y observa, quizá, el laberinto de sí mismo como si fuera otro. Una crónica filtrada por la mirada inquietantemente cinematográfica de su autor.

    Cuba es un país de riesgo

    Entre cubanxs existe un ritual de advenimiento que funciona como señal,...

    4 COMENTARIOS

    1. «Aunque viva mil años en Londres, no me volveré inglés, y no me volvería español en Madrid, o italiano en Roma. Otros pueden intentar esa transmutación, buena suerte. Yo no» Yo igual. Gracias

    DEJA UNA RESPUESTA

    Por favor ingrese su comentario!
    Por favor ingrese su nombre aquí