Llegamos a Nápoles un mes después del peor temblor de tierra que haya vivido la ciudad en los últimos 40 años y dos semanas antes de que, a 500 kilómetros de allí, el Estrómboli mostrara un aumento repentino en su actividad.
La idea de que se moviera el suelo bajo nuestros pies ni siquiera disparaba mi adrenalina. Los tres años que viví en Quito bastaron para saciar mi curiosidad. Y es algo que tengo asumido: no me interesan las carreras de autos, nadar con tiburones, correr delante del bufido de un astado cornalón o lanzarme por una ventana porque el espejo de la cómoda se quebró y el techo de mi habitación vino a desplomarse sobre mis zapatos. Que prefiero morir en mi cama. De ser posible, dentro de 30 años.
La muerte, sin embargo, siempre estuvo presente, al menos antes de llegar a Nápoles y durante las primeras horas. Sin mucha algarabía —aunque ignorando mi susceptibilidad, mi piel fina—, la prensa española habló de un «enjambre sísmico» de casi 50 movimientos separados que provocó escenas de miedo y tensión, fisuras en paredes y caídas de cornisas, la evacuación de edificios (incluida la cárcel femenina de Pozzuoli), la suspensión de las clases, un alto en la circulación de algunos trenes y la habilitación de refugios para los afectados.
El Estrómboli, por su parte, está en medio del mar entre la península y la isla de Sicilia. No sé qué dicen los geólogos, pero antes de viajar a Italia, cuando trazamos nuestro itinerario sobre un mapa, ya había imaginado cuán comunicado pudiera estar bajo tierra este monstruo siciliano con el Vesubio y los Campos Flégreos, la caldera activa más grande de Europa. Y si por allá uno comienza a desprender lava, humos y flujo piroclástico, ¿por qué los otros, incluso a medio millar de kilómetros, habrían de mantener la calma?
(Por cierto, como sintagma, Campos Flégreos no tiene nada que envidiarle a los hermosos términos del almanaque revolucionario de Fabre d’Églantine: Vendimiario, Nivoso, Germinal, Fructidor…).
Así que antes de desembarcar en Napoli Centrale ya me estaba encomendando a San Genaro, el santo al que acuden los napolitanos para que impida que la lava arrase la ciudad con la parsimonia de un vapor fluvial. ¡Ay, Genaro, otra vez tú!
Dice Curzio Malaparte que aquí hay un proverbio antiguo que asegura que los seres humanos no solo son iguales ante la muerte, sino además ante la vida. Dice también que por eso en la pintura napolitana «las nupcias y las exequias se repiten con una frecuencia obsesiva». Esta es una ciudad marcada por lo macabro y lo galante, la sangre (empezando por la de San Genaro) y la risa. El detalle más impactante de nuestra visita a la pinacoteca de Capodimonte no es justamente Caravaggio ni la Cleopatra en mármol que parece venirse en silencio, diríamos, para que no se despierten los suegros; tampoco el San Jerónimo y el ángel del Juicio, concluido por José de Ribera, El Spagnoletto, en 1626, sino una cabeza cortada que es exhibida en la segunda planta del palacio.
En medio del salón, trabajada por una luz teatral, está aquella cabeza labrada a mediados del siglo XVIII por un artista local cuyo nombre se desconoce. La pieza es de cera polícroma, todos los cabellos y los pelos de la barba son humanos y se supone que pretende evocar la testa de San Juan Bautista. La zona del tajo en el cuello es impresionante; se observa la pulpa, la culminación de la columna vertebral.
La verdad, no me lo esperaba. Su presencia me regresa al relato escrito por Ángel Saavedra, duque de Rivas, en 1848, sobre la rebelión de Tomás Aniello, más conocido como Masaniello, un simple pescadero, joven e impulsivo, que comandó la sublevación de los napolitanos contra las gabelas a la harina y las frutas impuestas por el virrey Rodrigo Ponce de León, duque de Arcos, en el verano de 1647, y que se convirtió en el gran héroe de la ciudad… uno, dos días antes de devenir caprichoso, delirante dictador.
Durante los escasos nueve, diez días que duró la rebelión de Masaniello fueron varias las armerías asaltadas, los palacetes saqueados, los allanamientos de prisiones, las explosiones en depósitos de pólvora, los incendios en viviendas y atarazanas; muchas las cabezas de uniformados españoles y tudescos que rodaron por lo que hoy llaman Centro Histórico. Justamente en la calle de Toledo —en una de cuyas heladerías (Casa Infante) nos comemos unos sublimes biscottos all’Amarena—, fue erigido «un ancho patíbulo con los instrumentos más espantosos de muerte y dos verdugos, que no pasaron ociosos el día». Otros parecidos ornaron la urbe para saciar, delación mediante, tanto la sed de justicia como las veleidosas rencillas entre vecinos.
Al final, Masaniello terminó con cuatro tiros de arcabuz en el buche. Uno de sus ajusticiadores, carnicero de oficio, le cortó la cabeza, y otro de nombre Carlos Cataneo la asió por la cabellera y, relata Saavedra, «la llevó chorreando sangre por entre el gentío aterrado y mudo que ocupaba aún la iglesia y la Plaza del Mercado».
Cuenta la historia que, tras ser exhibida en una pica, la testa del joven dictador «fue arrojada a un muladar junto a los graneros públicos», y que el resto del cuerpo, luego de pasar por diferentes vejámenes, terminó en los fosos de Puerta Nolana, cerca de donde hoy han instalado un espacio para recargar autos eléctricos, a tres cuadras del puerto. Hasta que poco después otra turba de fieles recuperó ese cuerpo y esa cabeza para coserlos «lo mejor que les fue posible»; luego lavaron el conjunto en el río Sebeto y —no sin rimbombe popular, como a reguetonero traicionado en Hialeah—, «lo perfumaron y vistieron con ricas ropas, y puesto en un sillón de brazos, lo pasearon en triunfo por la ciudad con fúnebre algazara y dolorosa gritería».
Para acercarse a Nápoles hay que ver el cine sobreactuado y esquemático de Mario Martone y el mágico, polícromo, de Paolo Sorrentino, leer Aguamala, de Nicola Pugliese, tres novelas de Elena Ferrante, mucho de lo que dejó Matilde Serao, lo esencial de Roberto Saviano (con la precaución de no sucumbir a la fácil tendencia de creerse una Nápoles enriscada todo el tiempo en lo mafioso) y lo que le corresponde de los diarios de Patricia Highsmith, sobre todo cuando en agosto de 1949 admite que aquí ha sido muy feliz.
Para el turista que soy, debo admitirlo, ha sido medular tener a mano, antes y después, un libro como La piel, escrito por Curzio Malaparte, novela y cuaderno de bitácora a la vez, que fue prohibido por la Iglesia y por la alcaldía apenas se publicó en 1950.
El narrador de este libro es un oficial italiano que funge de enlace entre el Cuerpo de Liberación y el cuartel general de la Peninsular Base Section, y que llega a Nápoles en el otoño de 1943 poco después de la expulsión de los alemanes hacia el norte. Como en otros momentos de la historia, a los napolitanos les tocaba «representar el papel del pueblo vencido, de cantar, batir palmas, saltar de alegría entre las ruinas de sus casas, ondear banderas extranjeras, enemigas hasta el día anterior, y arrojar desde las ventanas flores a los vencedores».
El protagonista recorre la ciudad en compañía del coronel estadounidense Jack Hamilton, que lee a Píndaro, a Horacio, a Poe y a Rimbaud, y que es el único que comprende el misterio latente detrás de la historia y la vida de los napolitanos, algo que ni siquiera depende de ellos, y de una urbe gobernada definitivamente «por oscuras fuerzas subterráneas».
Algunas cosas han cambiado desde entonces, pero, tras apenas instalar nuestros bártulos en el hotel y salir a testear las primeras calles, noto cuán certero resulta Malaparte cuando apunta que esta ciudad dizque europea, lejos de la modernidad y de lo cartesiano, desprende efluvios que provienen de un mundo incluso precristiano, y que solo ella pervive casi tal cual, salvaje, más vieja en todos los sentidos que la Vieja Europa.
Al narrador le cuesta entender que la gente que meses atrás se lanzó sin miedo, a pedradas, mordiscos, tijeretazos y hasta con agua hirviendo, contra los alemanes, en gesto supremo de patriotismo y heroicidad, sea la misma que ahora ofrece a los soldados aliados, al fondo de un callejón cercano a la piazzetta Olivella (donde hoy está la boca del metro Montesanto), el espectáculo por cien liras —el equivalente de un dólar— de la virginidad de su hija postadolescente, peinada a la usanza de las vírgenes napolitanas del siglo XVII; la misma gente que vende cerca de la piazzetta della Cappella Vecchia, no lejos de la sinagoga, la vida de niños de ocho, diez años, a los soldados marroquíes, indios, argelinos y malgaches que forman parte del contingente salvador. «Two dollars the boys, three dollars the girls».
«No me gusta ver hasta qué punto es capaz de rebajarse el hombre con tal de vivir», apunta.
Malaparte trabaja con la poesía de lo abyecto, no deja escapar la imagen caravaggiesca, de colores entre sanguinos y obispales, del muerto que, a falta de servicios funerarios, o porque no hay más plata en la familia, tiene que permanecer cinco, diez, hasta quince días sobre la cama nupcial «bajo la luz cálida y humeante de los cirios, escuchando las voces de los familiares, el borboteo de la cafetera y la cacerola de las alubias sobre el fogón de carbón».
Su dibujo de la ciudad es contundente: desde las prostitutas que se arremolinan bajo las arcadas del teatro San Carlo o en la galería Umberto, hasta los jóvenes, en su mayoría exsoldados del ejército italiano recientemente disuelto, que se congregan en la piazza San Ferdinando, no muy lejos de los trenes, en espera de alguien que llegue y les ofrezca un trabajo de una jornada o, en su defecto, que aparezca un homosexual con dinero, ávido de sus servicios.
El otro libro indispensable antes y después de conocer esta ciudad es Nápoles 1944. Un oficial del Servicio de Inteligencia en el laberinto italiano, escrito por Norman Lewis a partir del otoño de 1943, cuando llegó a Italia para laborar en la nueva oficina de la policía secreta británica, en el Palazzo Satriano (via Riviera di Chiaia, 287), en un edificio del siglo XVII donde en la actualidad hay un hotel tres estrellas, una compañía naviera llamada Augusta Offshore y el Consulado de Tailandia.
Para asombro del escritor, los británicos heredan los expedientes dejados por la OVRA, la policía secreta de Mussolini, y los mismos informantes que habían servido a los alemanes. La necesidad de delación y de ronroneo con el Poder es la misma; solo han cambiado gobernantes y administradores.
A inicios de octubre el clima es agradable, Lewis pasa horas en su oficina palaciega revisando «montañas de vilipendio y calumnia» y de vez en cuando echa un vistazo por la ventana que da a una calle lateral y le llama la atención la costumbre entre los napolitanos, sobre todo «familias de clase obrera», de «pasar todo el tiempo posible al aire libre». De tanto barullo, para el inglés la calle en Nápoles es «un aviario tropical».
Cuando Norman Lewis llega a Italia los napolitanos llevan dos años «sin probar pan decente», los transeúntes son rociados con un polvo blanco para combatir el tifus, ha mermado la población de gatos y desaparecido la mayoría de los peces en el acuario, pero aún hay quien le pague diez mil liras al doctor Placella por una restauración de la virginidad. Tampoco vale la pena dejarles flores a los muertos en el cementerio, si pocos minutos después, antes de que el sol las marchite, alguien se las robará para revendérselas a quienes se aprestan a casarse. «¿No te parece todo esto un poco conocido?», pregunto a mi acompañante.
El 19 de marzo, el escritor da cuenta de la entrada en erupción del Vesubio. «Fue el espectáculo más terrible y majestuoso que he presenciado y espero presenciar en la vida», apunta. Sus calificativos confirmaban mi miedo en esos días.
La de 1944 es una Nápoles ciertamente extraña. Si la gente no se come al beato Egidio, cuyo cuerpo incorrupto dentro de una urna durante dos siglos llama la atención del oficial y escritor británico, es porque Dios, María y la Iglesia están casi siempre por delante de todo lo demás. El robo, el contrabando, la malaria, las violaciones y las enfermedades venéreas llegan a índices medievales. Todo es cambiable por una lata de carne en conserva, el soborno sigue siendo visto como «un gesto rutinario de cortesía» y hasta los huesos de las catacumbas son robados para hacer tallas con las que poder procurarse algún dinero. Lewis descubre en un reporte interno que hasta 42 mil mujeres «se dedican de forma habitual o esporádica a la prostitución».
Tengo la certeza de que muchas de las personas con las que me topo son nietos de aquellos napolitanos que cruzaron Norman Lewis y Curzio Malaparte. ¿La bisabuela de quién fue una de esas plañideras expertas en entierros de las que habla el inglés? ¿Cuál de los señores encopetados de hoy es fruto de las copulaciones sin rumbo de una fidanzate con un soldado nacido en Kentucky? ¿Qué taxista de los tantos que hacen piquera frente al Gran Caffè San Marco proviene de la familia que fundó el aviador lombardo que, en 1944, en lugar de regresar a casa, optó por quedarse para siempre en Nápoles cuando cesaron las hostilidades, a pesar de no tener familia en la ciudad?
Necesitaría más tiempo para hurgar y dar con ellos, nuevas visitas para trazar un mejor paralelo entre el pasado y hoy. Creo que regresaré a Roma, luego a Miami, sin saber si los napolitanos actuales se palpan los testículos a través del bolsillo del pantalón cuando están ante un desconocido para protegerse del mal de ojo. Lewis y Malaparte son mis mejores lazarillos en esta ciudad. Lo otro es venir. Sin eso, no deberíamos morir, incluso muriendo en Nápoles, para ajustarnos a ese viejo proverbio, «¡Vedi Napoli e poi muori!», del que todo el mundo habla.
Por lo pronto, sé que tengo miedo de perderme en todos los sentidos en esto que Lewis llama «el pueblo más grande del mundo». Me aterra que tiemble la tierra o que el Vesubio se exalte inclemente, pero también verme atrapado en medio de una balacera entre malandros de 17 años, bisnietos de aquellos scugnizzi de los que habla el gran Curzio. «¿Qué dices?», exclama con salpicaduras de saliva —que la luz solar de la media tarde acrecienta— el taxista que nos conduce a Capodimonte.
Una de las grandes peculiaridades de esta ciudad son sus motocicletas, sus motoristas. En algún lugar habré leído sobre una ley no escrita que prohíbe andar en moto con el casco puesto. O si lo llevas, que sea ligero, con la cara al descubierto. Durante años los peores ataques entre bandas de la Camorra se produjeron bajo el anonimato de un buen casco para motociclistas. Hasta un día en que corrió la voz: si quieres entrar a mi barrio a visitar a tu abuela o a tu novia… que todos puedan verte la cara.
Si a Malaparte le llama la atención el olor del siroco «que sabe a queso de cabra y pescado putrefacto», o ese otro «a carne cocida que gravita sobre Nápoles hacia el ocaso», y si Norman Lewis repara en que la ciudad «huele a madera carbonizada» —si bien a cada rato hay gente con pañuelos sobre boca y nariz para atenuar el hedor de los cadáveres, como en tiempos de la peste—, lo que predomina para nosotros es el olor de la combustión de las motocicletas que se mueven sin precaución ni reparos.
Motos, motos, muchas motos… Miro todo el tiempo a ambos lados, como si me preocuparan los oídos de las moscas, y sobre todo intento leerle el rostro y la mirada al motorista de turno. Muchos de ellos, intensos, palabreros, van en scooters y posiblemente ni sepan que a sus 13, 14 años en cualquier país del mundo hace falta una licencia de conducción para circular. ¿Acaso puedes interpretarles la cara a tres mil sujetos al día? Con cada uno que pasa me pongo fabulador: «Ahí viene el nuestro, va a sacar la pistola», anticipo. «Te vuelves noveloso (su coqueto neologismo), las inventas en el aire», responde mi acompañante.
Yo, más agachado que Gamboa contra Gervonta Davis, evitando la posible bala, el muy kitsch uppercut del destino. ¡Noooo! ¿Venir a morir en Nápoles? ¿Como José Carlos Becerra, aquel poeta mexicano en 1970, entre los fierros de un auto accidentado en una carretera de Brindisi? «¿Te imaginas?», le digo, retórico, bajando la cuesta de la via Stella en dirección a la Piazza Cavour.
Morir en Nápoles —menudo título.
Hace muchos años, en Colombia, justo en junio de 1998, también tuve miedo. Hasta que alguien me susurró al oído que existía un pacto entre los rebeldes de las FARC y los organizadores del Festival de la Poesía de Medellín al que me habían invitado: mientras durara el evento no habría tiros, secuestros ni explosiones. ¡Hasta en una prisión estuvimos leyendo poemas! Así que de aquellos días solo recuerdo el trato con el poeta italiano Edoardo Sanguineti (guardo fotos), el olor de la marihuana y el sabor de unos pastelitos de hojaldre, tipo ladrillo, con pasta de salmón.
Dice nuestro taxista que en Nápoles pasa lo mismo, que la Camorra tiene mucho interés en que tres millones de turistas sigan desembarcando cada año en la tercera urbe (la más astrosa, la apolillada) del noveno país más rico del planeta. Dicen que el Sistema no quiere sangre, al menos no sangre evidente. Y sobre todo no en el centro de la ciudad. No, en el centro no.
Con este convencimiento atravesamos loma abajo Rione Sanità, siempre a pie, siempre atentos, cámara en ristre, partiendo de Salita Capodimonte, luego por via dei Cristallini y más adelante Via Vergini…, lo que viene siendo una experiencia religiosa, como diría hace también muchos años aquel cantante de la gorra.
Ahí están los viejos edificios de siempre, muchos de ellos con adaptaciones, ensanches de ladrillo fresco de hace diez años. A veces parece Luyanó o Regla. Una señora gorda de tez cérea nos observa desde la ventana abierta. No tiene nada que hacer, ya habrá preparado el almuerzo y descansa un rato mirando a los tontos pasar. Más arriba hay unas tendederas con un par de sábanas. Por momentos creo que estoy en La Habana, en 1993, y que atravieso Jesús María de camino a casa del poeta Pedro Marqués de Armas, que tiene nombre de médico y caballero del reino de las Dos Sicilias. Seguimos bajando la cuesta. En una fachada color mamey hay un cartel, «CERASUOLO EDILINFISSI», que no sé qué quiere decir. Un Hyundai Atos ha sido parqueado encima de la acera. Aquí se camina por la calle. Entre un edificio y el de enfrente cuelga un cartel de hule con el dibujo de una camiseta de fútbol: es azul, lleva el 22 y dice Di Lorenzo. ¿Somos en realidad conscientes de cuántas vidas, y tan diferentes, fluyen al mismo tiempo que las nuestras?
Hago más fotos. Algunos apartamentos exhiben sus cajones de aire acondicionado, otros sus antenas parabólicas. Tras los patios interiores, he visto los arbotantes pronunciados de la arquitectura civil napolitana que antes descubrí en las películas. Me detengo ante un portal abierto. Es claramente un invento, una adaptación encima de lo que era espacio peatonal. Pero no pasa nada: es Nápoles. La dueña de casa ha querido decorar su balconcito a pie de calle con unas macetas: cuento 15, todas de plástico, con cactus y otras plantas menores. Más adelante hay un altar con su techumbre de acrílico y hasta dos bombillas LED. El siguiente, más abajo, es metálico, pintado de azul; tiene una imagen de la Virgen María, una especie de búcaro con forma de angelote en el que han colocado un ramo de flores plásticas y la foto de un señor. «A devozione di Antonio Amore», leemos en coro. En la siguiente cuadra, sobre una pared arcillosa, hay una pintada hecha con plantilla y espray: «ULTRAS NAPOLI».
Pasa otra motocicleta a buena velocidad; no sé cómo consiguen no caerse entre adoquines y hoyos varios. Al final me atrevo y me asomo al umbral de otra vivienda. Huele a fritura de salmonete y calamares. A la derecha, al fondo, hay una mesa con apenas dos sillas, junto a una vitrina con piezas de mayólica bizcochadas en azul marino, un cenicero de plata angevina, un jarrón chino sin valor alguno, la foto de un muerto y una postal de cuando Maradona alzó la copa del Scudetto en 1987. A la izquierda hay un sofá de tres cuerpos tapizado hace 30 años con amebas y paramecios. Continúo en la puerta, he perdido el miedo, me he vuelto atrevido. Se me ocurre que adentro, sobre la cama del único cuarto hay un hombre maduro, divorciado, no muy contento con la vida que por momentos lleva, que coloca compresas frías sobre sus fatigados ojos mientras escucha repetidamente Casta diva, de la Norma de Bellini, en voz de María Callas.
Si sigo aquí y soy sorprendido puedo morir de un balazo a mis 53 años. O cuando menos ser agarrado por el cuello por una mano sarmentosa y ser objeto de un escándalo napolitano. Un gato aparentemente dócil se me acerca con la cola enhiesta, pero alguien lo llama desde adentro: su nombre es Teófilo. Mi acompañante me tira de la manga, seguimos bajando la colina tras atenuar una carcajada.
Menuda complejidad —me digo cuando me adapto a la iconografía de la ciudad y paso de la fabulación al análisis—, la de un lugar donde se trastocan las siluetas de Maradona, Ernesto Guevara y Bud Spencer. Nacido en 1971 en la antigua Maternidad Obrera, en La Habana, se me hace imposible no detenerme ante la fusión de estos tres iconos de mi infancia y mi juventud, incluso estando tan lejos. O justamente por ello. Bud Spencer, el grandote que reparte tortazos en sus películas, reseteos del Ser a manera de acto justiciero; Ernesto Guevara, el leitmotiv sobre el espejo, la tara de todo niño cubano, el hombre que puso sin miramientos cualquier cosa por delante de sus hijos, y Maradona, el arte del balón al pie, un reyezuelo ingobernable acostumbrado a la patada dentro del campo y al ditirambo fuera de él.
He empezado a andar por esta ciudad con la peligrosa confianza en sí mismo del pitcher zurdo al que nadie le sale al robo. Todo aquel miedo anterior venía de la conciencia de la existencia del Sistema, como también llaman a la Camorra. «Recuerda», le digo, «que el Sistema no quiere sangre, al menos no tan evidente. Y, sobre todo, no en el centro de la ciudad».
¿El Sistema? «Para nosotros El Sistema es otra cosa», le digo tras un silencio prolongado mientras bajamos por la via dei Tribunali, a la altura del obelisco de San Genaro, que es como la calle Obispo en La Habana Vieja, donde no dejas de rozar, observar y hasta oler a los desconocidos. Dicho lo dicho, el sujeto de nacionalidad acuosa que me adelanta por la izquierda me mira con cara de perro pomerania.
«No te rías, por favor», continúo cuando el hombre se ha alejado, «tú sabes bien de lo que hablo».
«Criticar al Sistema», «atacar al Sistema», «que el Sistema te haga trizas», para nosotros es algo totalmente diferente e igual de trascendental. Pero para qué regresar al viejo tema en medio de Nápoles…
«¿Entonces?», pregunto con sorna, «¿nos cuidamos del Sistema y doblamos por via Duomo rumbo al puerto?». Y ella vuelve a sonreír.
En la novela La séptima función del lenguaje, Laurent Binet pone a un comisario de los Servicios Secretos franceses a investigar el accidente que poco después le costaría la vida a Roland Barthes. El policía valora la opción de que el escritor haya sido víctima de un intento de asesinato para robarle un documento que llevaba en una carpeta. «¿Quién lo habría matado?», le pregunta al personaje de Michel Foucault.
«El Sistema, por supuesto», responde el filósofo, con su «mandíbula ligeramente prognata».
¿Morir en Nápoles?
Por eso —seguramente antes que eso—, en una tienda Antonio Fusaro que da sobre el Corso Umberto I, entre la estación central y los Quartieri Spagnoli, me compro un lindo saco que estaba en rebaja por menos de cien euros.
«¿Me queda bien?», le pregunto.
En lo alto se escucha uno de esos temas melosos de Cigarettes After Sex. «Creo que al maniquí de la vidriera le asienta mejor que a mí», me respondo sin mayor espera mientras me sobo la barriga. Pero no me basta, dejo a la dependienta con la palabra en la boca, salgo, observo de nuevo aquel torso rígido, bien hecho, trabajado a cincel, y constato mi teoría. «Bueno, es lo que hay», mascullo al extenderle la tarjeta de crédito a la señora de la caja, que no entiende lo que ocurre, pero que infiere que no es nada grave, que somos gente de bien. Esa y «no somos nada» se han convertido en expresiones de una edad que también irá pasando.
«¿Ver Nápoles y después morir?». No lo creo.
Nápoles misma pudo ser una de esas ciudades abocadas a desaparecer. Condiciones, las tuvo, habida cuenta de su historia: terremotos, erupciones del Vesubio, bandidos de Calabria, invasiones turcas, acechos de corsarios berberiscos, peste levantina y hasta huracanes.
Cientos de napolitanos murieron hacia 1547, cuando Pedro de Toledo, temiendo una avalancha del luteranismo, intentó sin suerte imponer el tribunal de la Inquisición. Justo un siglo después, Nápoles estuvo a punto de ser incendiada por Masaniello, el pescador/dictador, «en castigo de que no lo amaba y obedecía ya con el entusiasmo de los primeros días», según el duque de Rivas. «Todo esto es sangre nuestra», gritaba la muchedumbre con la vista fija en los muebles preciosos, las alfombras y las ricas telas que iba quemando y que, junto a las cabezas cortadas, se convirtieron en un signo de la revuelta.
Nápoles sufrió saqueos, explosiones y asesinatos en 1799, cuando el pueblo se alzó contra un cobarde Fernando IV, que se había fugado a Palermo ante el avance de los franceses, y las tropas de Napoleón la ocuparon durante la brevísima República Partenopea. Entonces volvió a correr la sangre y hasta la imagen medular de san Genaro fue arrojada al mar. Eran tiempos jacobinos.
Durante siglos, esta ciudad tan poco habituada a días bonancibles lo tuvo todo para desaparecer. Que cuando no son las decapitaciones y los descuartizamientos de antaño, son los bombardeos de los Aliados antes del otoño de 1943, los raids nazis durante su repliegue a Roma (motivo de una de las escenas con mayor apostura de La piel) o la fiebre de sífilis que durante siglos contagió a su gente, diezmó sus calles y desbordó las salas de los hospitales. Tanto hubo de esto último, tan vinculado al gozo, que por mucho tiempo lo llamaron «el mal napolitano».
Definitivamente el lazo de Nápoles con la sangre y la muerte ha terminado infundiéndole vitalidad. Por eso es una de las ciudades más vivas del planeta. Aquí murió Caruso a los 48 años, en 1921, de una pleuresía, justo un año después de pasar por La Habana. Aquí vivió Norman Lewis en 1944 y tomó nota 15 años antes de desembarcar en La Habana, en 1959, para seguir tomando nota, ahora sobre una nueva revolución, y hasta entrevistar a Herman Marks, el jefe del pelotón de fusilamiento de la prisión de La Cabaña.
Mucho de lo que hemos visto nos ha recordado a La Habana, ciudad muerta donde las haya. Muerta ahora mismo. Triste y por tanto muerta. Fatigada y muerta. Desangrada y muerta. Caminas por Nápoles al cierre de la tarde y, aun cuando creas que puedes ser asaltado por un Pulcinella de nuestros días, te sientes más vivo que en la capital cubana. Un vivo en Nápoles recordando una ciudad muerta. Muerta y muda. Ciudad exangüe.
Nápoles tiene paladinamente toda la vida que La Habana ha perdido. Es como si se hubiera producido un trasvase de energía o como si la ciudad donde nací se hubiese ido desangrando, con acento en los últimos años, y ahora estuviera a punto de expirar.
En 1962, en una carta a su amigo Fernando Palenzuela, Calvert Casey le adelanta que «Nápoles es como La Habana, pero con algo malévolo y abyecto». Ha pasado demasiado tiempo desde aquella apreciación del escritor cubano nacido en Baltimore. Tengo la certeza de que hace un buen rato que las fichas terminaron invirtiéndose y que la ciudad donde nací cobra cada vez más galones en el terreno de la afasia y la deshumanización.
«Si muero en la carretera», le digo a mi acompañante al atravesar la calzada, «por favor, que me entierren con mi saco Antonio Fusaro».
En eso subimos la leve cuesta de la via Mezzocannone, me alejo unos diez metros, enarco las cejas y le hago varias fotos a un grafiti enorme con dos rostros de un Fidel Castro, firme y joven, bastante cerca de una hoz y un martillo de color rojo borbónico, obra de un pintor afanoso, también anónimo, sobre uno de los laterales de la Universidad Federico II.
«¿Por qué te molestas?», me pregunta.
«Me estoy poniendo viejo», respondo con mohín de amargura, recupero del suelo la bolsa de cartón bruñido que contiene mi nueva prenda y acelero el paso con cara de «voy a comprarle flores a mis Muertos».
Es una suerte encontrar cerca de aquella propaganda cacofónica una librería de uso llamada Dante & Descartes, justo en el número 63 de esa misma calle, camino a la piazza San Domenico Maggiore. El olor a libro viejo termina aliviándome. Entro al local, saludo como puedo a su anfitrión, observo algunos tomos, todos en italiano, pero sobre todo huyo del exterior y vuelvo a decirme que los libros salvan, que siempre lo han hecho. En este caso puntual, más que su lectura, es su olor.
Poco después estamos subiendo la callejuela en forma de escalera que da a la basílica de San Giovanni Maggiore, deambulamos como lo que somos, turistas etiquetados, y terminamos compartiendo unos zitis en salsa genovesa y sendas copas de Lacryma Christi, paradójicamente blanco, en un restaurante de la viaGiovanni Paladino cuya terraza aprovecha un trozo de las paredes de la iglesia barroca de Santi Marco e Andrea a Nilo, restaurada tras el terremoto de 1980.
«La vejez es un animal horrendo y feroz», le digo a mi acompañante parafraseando al tío Filippo en El amor molesto, de Elena Ferrante, otro libro que sucede en Nápoles. Uno se pone viejo, el saco que me acabo de comprar apenas me cierra por la barriga y cada vez tengo menos paciencia para estupideces y ñoñerías.
«Creo que necesito volver a ver el mar, ¿quieres?».
Que el área exterior de un restaurante confluya con las paredes de una iglesia y que estas, más allá de sismos y epidemias, siga siendo la misma que un grupo de siervos erigió en el año de 1240, es algo en lo que no reparé con la gravedad que merece hasta que no nos alejamos rumbo a otros recodos. Me había ocurrido en Praga, en el verano de 2008, cuando me paré frente a la Catedral de San Vito y, en un brote de animismo, con la certeza de que las paredes tienen ojos, me pregunté cuánta iniquidad, cuántos defenestrados, pero también cuánto amor, habría visto aquella piedra en casi 700 años. Y me ocurrió en La Habana, esa ciudad que ahora muere más de desazón que de terror, la tarde en que, con 18 años, cerré El siglo de las luces —otro libro sobre ciudades, deseo, cabezas cortadas y revoluciones— y me lancé a caminar por La Habana iniciática en busca de ese algo «aquiescente», marcado por el alboroto, el «desaforo» de las parejas que bailan, «la voz ácida de los clarinetes» y un estribillo que se repite: «¿cuándo, mi vida, cuándo?». Desde entonces no he dejado de caminar y sobre todo de buscar.
Se ha dicho que Bruce Chatwin, escritor viajero por antonomasia, entendía el acto de andar como una posible cura contra la melancolía. Hacerlo en Nápoles durante varios días desbocó mi tenaz apego por los enroscamientos de la memoria.
Cuando regresamos al hotel, mediada la noche, permanezco un buen rato en silencio boca abajo sobre la cama. En unas horas tomaremos el tren a Roma. Soy consciente de que es muy pronto para fijar una conclusión sobre el mármol e incluso sobre el papel. Todo está demasiado latente; haría falta un poco de distancia al menos para calibrar el impacto de esta visita.
Al final me incorporo, tomo uno de esos blogs de notas con el nombre del establecimiento que en algunos sitios suelen dejar sobre la mesilla de luz, junto a un bolígrafo. Han sido días intensos. Entonces escribo: «Nápoles me habla».
Y más abajo: «Hay una palabra que se llama hechizo».
Maravilla de artículo: texto e imágenes. De excelencia.
Gracias, Gerardo e hypermedios.