Solo en los informes de Marco Polo, Kublai Kan conseguía discernir, a través de las murallas y las torres destinadas a desmoronarse, la filigrana de un diseño tan sutil que escapaba a la mordedura de las termitas.
Italo Calvino. Las ciudades invisibles
Nada más abandonar el desembarcadero ya Regla ha sido todo lo que Regla es, pero el forastero no lo sabe y va a internarse en el silencio y en la luz cegadora del mediodía para averiguar, por sí mismo, el misterio que hay en esas calles estrechas, en sus esquinas abruptas, entre las hendiduras finísimas de las tercas fachadas sin solución de continuidad, bajo la imposible sombra de los aleros de exiguas tejas rojinegras, en los rostros de la gente de Regla, oculta, sin embargo, a estas horas.

Hacia la una de la tarde de un lunes de principios de abril, Regla vive en la más violenta instantaneidad. Abril es el mes más cruel solo si habitas una latitud donde no existe la primavera, y justo ese es el caso del pueblo real y la gran urbe imaginaria de Regla.

Decíamos… Toda la historia, los espíritus, las deidades, la música, los tambores, el abandono, el óxido, la fiesta y el espanto de Regla están ocurriendo ahora mismo. En un flash. Un efecto habitual de la desmedida claridad. Todos los enormes buques y todos los diminutos esquifes que han pasado alguna vez están pasando ahora, sin que esto pueda ser comprobado, frente al semblante de Regla.
El forastero camina bajo un sol que no le permite atestiguar más que transparencias repitiéndose en el infinito, como lejanas manchas de agua en el desierto: se ve a sí mismo subiendo la calle principal (Martí), oteando el breve recorrido de las callejuelas perpendiculares que desaguan la existencia de sus vecinos incomprobables en un negro recodo de la bahía, midiendo los altos puntales y presintiendo la humedad protectora de cada hogar, vigilando el paso tambaleante de un niño pequeño sobre el abismo simbólico de un parque sin árboles, bajo el abismo real de los cielos azules del Trópico…

Ve una maraña industrial, una arborescencia metálica, desahuciada, extraterrestre, que aúlla desde un rincón decrépito…
Ve a la Virgen negra dibujándose en los gestos de unas negras sentadas en la única isla de sombra en toda la ciudad y, quizá, en todo el Universo conocido…
Ve y oye decir a una vieja sin techo que la iglesia abrirá mañana… Hasta mañana…

Escucha… y entonces cree haber descubierto —mientras retorna a la bahía por alguna calle paralela (Maceo)— una gigantesca jaula de pájaros colgada en alguna parte, una alta jaula invisible llena de pájaros invisibles que chillan y gruñen y vociferan como chiquillos… Ahora escucha, o acaso solo intuye, una voz de mujer que grita: «¡Silencio! Voy a poner tarea. ¡No quiero conversación! ¡Silencio!».
El forastero aprecia las sólidas estructuras hechas con ese silencio, que es el mismo de los astilleros y los muelles contiguos en su orfandad de tantos años, un silencio cortado y pulido con el haz invencible del mediodía.

Hacia las dos de la tarde de un lunes de principios de abril, se alzan en Regla transparentes edificios de mutismo deslumbrante. El forastero se dice que solo ese silencio y la demasiada luz son ciertos. Que todos en la incomprensible ciudad de Regla duermen la siesta o se han ido a otra parte desde temprano.
Todos menos aquellos sentados en las bocas del pequeño malecón junto al embarcadero. Gente que reza a Yemayá y se persigna, que ahora se moja los pies y la cabeza, que pronto echará a navegar sus modestas ofrendas.

Desde allí también se mira a La Habana, y se ve llegar o partir la lancha de cabotaje que une dos mundos.
Dos. Porque si desde Regla es posible divisar La Habana, entonces Regla debe ser otra cosa. La Habana misma sería, desde Regla, solo una imagen. Una imaginación. Y Regla sería la mirada de esa gente que ora bajo el sol más despiadado: una forma irrepetible de la observación o del avistamiento.
Es esto último lo que va pensando el forastero mientras la lancha, fatigosamente, se marcha de Regla. En medio de la cháchara asfixiante de un enjambre de pasajeros que nadie sabe bien de dónde han salido.

(Fotos autorizadas por Emilio Belin).