«She sells seashells by the seaschore».
Trabalenguas inglés.
Para volver de Regla es como mismo se llega, en la lancha. Claro, te pudieras ir en automóvil, pero casi nadie está tan loco como para pagar quinientas veces el precio de la lancha. Dos pesos si vas solo. Tres, si es con bicicleta. Para subir no puedes traer armas blancas, ni armas de fuego, ni arpones, ni varas de pesca, ni otras cosas que, siendo sinceros, nadie llevaría consigo, pero es cierto, nunca se sabe. Y como nunca se sabe, antes de abordar la lancha, dos policías revisan tu equipaje, tus bolsillos, y una oficial, como en los aeropuertos, circula sobre ti la banda detectora de metales. Si la banda dice que puedes seguir, atravesarás un saloncito de espera donde hay bancos ahogados por el sol.

***
Una sola vela encendida no se escucha, pero veinte velas encendidas son un concierto. La esperma resbalando por la cera produce el delicado crujir del bacará si se cuartea. Por eso, cuando entras a la iglesia de Regla, un coro de llamas te arrastra hasta el velero, donde un matrimonio enciende cirios. El humo de tantas plegarias, puestas en el velero por tantas manos, se va por dos bocas, que solo distingues metiendo la cabeza ahí dentro.
Nomás irse los fieles, esa señora casi escondida bajo el vitral hace su trabajo. Alcanza una espátula alargada como un palo de hockey, y despega con oficio de las baldosas, una por una, las gotas de cera.
Son gotas blancas.
Gotas malvas.
Y gotas rojas.
Tiene que hacerlo muchas veces en el día. Hasta cuatro. Y más hoy, que es domingo. Después, con el escobillón, barre, y de paso, también recoge esas plumitas de los gorriones… ¡Avemaría!
¿Se ponen muchas velas?
La señora afirma. Y ostenta otra espátula, de mano, con la que desincrusta las velas apagadas.
¿Y qué se hace con los cientos de mochos?
Velas, responde. Estas, dice apuntando una bastante rústica, de tonos lavanda.
¿Y quién las hace?
Un hombre, dice. Las hace un hombre. Se venden allá afuera en 25 pesos.

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La calle es de piedras. Una piedra, otra, otra, así toda la calle. Son del tamaño de un puño. Mujeres con un no sé qué de gitanas venden tabacos, cigarros, tiran los naipes españoles…, y el tres de oro, el cinco de bastos y el once de copas te cuentan del futuro. Una, ya bastante mayor, está vendiendo girasoles gachos. Otra colocó una piedra sobre los billetes del cambio, y así el viento no se los lleva a ninguna parte. Tiene en el hombro un tatuaje de jaguar y mientras pasa la tarde, ella fuma.

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Bajando por esa calle, justo al frente, se tambalean los esqueletos de antiguas empresas, y ya no se ven más personas. Nadie pasa. Nadie. Salvo, mira, aquel joven. Está sentado. Sentado en la acera. ¿Qué hace? Habla, el joven habla por un teléfono público. Es un chico local. Alguien que conoce este silencio, que se confía de este silencio. No pasa un bus, no pasa un carro. Salvo, mira, viene el carro de la basura.
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Un parque, el típico parque cubano de provincias. Pocos bancos, algunos árboles; dos mujeres hablan sobre una tercera, «ella lo sabía todo». La que habla tiene el pelo dentro de una malla, mordido con presillas plateadas.
En la plazoleta, los niños patean una vieja pelota de futbol. Se la pasan con agilidad frente a un busto que los mira patear una vieja pelota de futbol. La portería es un banco. Y el portero es un niño que se aburre. Son las tres y diez de la tarde y caen desde las ramas esos griticos de las rabiches, ohhh, ohhh. Las calles, que suben y bajan, se llenan de esos griticos. Ohhh. Ohhh. Las esquinas vacías, las paradas vacías, se llenan de esos griticos.
Ohhh. Ohhh.

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En las puertas los mariwos ondean, los hay largos y más modestos. También, de una rejería privada pende un cactus. Cuando el viento marino sopla, la soga roja se balancea. Las espinas se balancean. El viento en Regla es sopor. Te duerme. Quizá por eso hay tan poca gente en la calle, quizá aquí están todos dormidos.

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Una vez que dejas el parque, yendo por una calle cualquiera, te das cuenta de que ya anduviste por esta calle, que ya viste a esa niña corretear y desaparecer por la misma puerta, que miras arriba y la misma red del tendido eléctrico araña el mismo cielo. Y que ese hombre sentado en un escalón te va responder cuando le preguntes: «Pero, ¿qué buscas tú aquí, qué buscas?», y aun así le preguntas, para cerciorarte, para negar que estás en un laberinto silencioso, señor, disculpe, ¿Qué es aquello rojo, a lo lejos, una empresa?
Y el hombre: «¿Pero, ¿qué buscas tú aquí, qué buscas?»

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Un joven metido hasta la cintura en el agua saca del mar lo que es, visto desde lejos, una pala. Mete la pala y saca la pala. Y cuando la saca, la espulga. Es algo entrenado. Pero parece no encontrar lo que ansía, pues todo cuanto sacó en la pala volvió al mar.

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La Habana, desde Regla, se perfila como una enorme postal opaca. Se distinguen solo dos destellos: la cúpula bruñida del Capitolio y la cúpula conopial de la Iglesia Ortodoxa. Parece que uno no ha venido desde allí. Que dentro de esa ciudad no pasa nada. Nadie. Un electrocardiograma de concreto.
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La lancha en la que llegué a Regla se llama «4to Congreso». Dos policías barbilampiños, con uniformes perfectamente planchados y botas con seis capas de betún, jalaron la reja que especulo deben custodiar hasta que la lanchita arribe al muelle. En el muelle, que sería justo llamar muellecito, cuelgan recámaras de camiones…, un salvavidas naranja te anuncia: «Puerto. Regla. Habana».
Un hombre muy amable, de la tripulación, me dio la mano al bajar. El sol me reventaba los cachetes, y, no sé por qué recordé a Saramago. Un libro que se llama El equipaje del viajero. Una frase dentro del libro que dice algo así: Al hombre solo le basta una mañana de sol para olvidarlo todo.
El hombre amable me da su mano, en el piélago de la bahía pasa un buque, El Peton, y el sol en los cachetes me hace pensar: cuán ingenuo el señor Saramago, si hay dolores que no los borra ni todo el sol del mundo.