La importancia (o la maldición) de llamarse Ucrania

    Llegué a Ucrania justamente el Día de la Independencia. Recuerdo bajar de un taxi y caminar por gigantescas avenidas cerradas al tráfico. Recuerdo la luz; pocas veces he visto en Europa días tan claros como aquel. Me pareció que no celebraban del modo en que se celebran estos eventos en otros lugares. No se trataba solo de algún tipo de ritual histórico, sino de la fiesta en su máxima expresión. La bandera nacional estaba en cada cosa que se movía (si los coge Díaz-Canel). Aquella luz y esos dos colores tan frescos y atípicos que componen la bandera ucraniana convertían a Kiev en la máxima expresión visual de contemporaneidad en toda Europa del Este.

    La música en las bocinas se mezclaba con el sonido de los motores de los autos haciendo círculos (drifting); autos tanto americanos como de la era soviética llenaban las calles de humo y ruido. La música era Iron Maiden y era el rock o el folk ucranianos; la comida era perros calientes y pizzas y era pasteles de carne en hojas de col o kovbasa, como llaman a sus salchichas típicas. La ropa, los gestos de los transeúntes, los juguetes de los niños…, todo me hablaba de un país que considera al mundo una parte esencial de sí mismo. 

     Alejandro Taquechel. Ucrania, 2016. Día de la Independencia.
     Alejandro Taquechel. Ucrania, 2016. Día de la Independencia.

    Los ucranianos entendieron hace mucho tiempo que debían independizarse de Rusia. El nombre Ucrania estaría conformado por raíces eslavas que significan «tierra o región fronteriza», lo que supone a priori una identidad problemática: no ser propiamente un territorio, no un todo sino una parte, el borde o el confín de una entidad mayor. Esa noción de límite ha marcado el destino ucraniano.

     Alejandro Taquechel. Ucrania, 2016. Monumento dedicado al planeta; Plaza de la Independencia de Kiev.
     Alejandro Taquechel. Ucrania, 2016. Monumento dedicado al planeta; Plaza de la Independencia de Kiev.

    El comunismo histórico fue una máquina defectuosa, pero —quizá por eso mismo— con alta capacidad de destrucción. Durante el imperio soviético estuvieron bajo amenaza millones de ciudadanos, como también las culturas y las identidades nacionales de cada territorio ocupado. En plena Guerra Fría estuvimos varias veces al borde de la hecatombe.

    Fue justamente en suelo ucraniano donde sobrevino, accidentalmente, el peligro mayor; un desastre de escala potencialmente planetaria que continúa siendo noticia a más 30 años de la caída de la URSS. Chernóbil* es uno de los más nefastos legados soviéticos. 

    Para los ucranianos es la constante incertidumbre de vivir en las inmediaciones del mayor siniestro nuclear de la historia. Radiación en el aire, suelos contaminados, fuentes de agua que jamás podrán ser usadas, enfermedades que acechan… Una parte innegable de Ucrania es la silenciosa presencia esa radiación. 

     Alejandro Taquechel. Ucrania, 2016. Monumento a los héroes de Chernóbil.
     Alejandro Taquechel. Ucrania, 2016. Monumento a los héroes de Chernóbil.

    Honestamente, no tengo amigos allá, no conozco a una sola persona a quien escribirle… Pero desde esta nueva invasión de rusa —y, en efecto, la invasión es tal justo porque Ucrania ha persistido en ser mucho más que una «región fronteriza» de Rusia— he reparado en cuán cercano siento lo que ocurre a esos millones de desconocidos. No puedo poner rostro a quienes ocupan buena parte de mis pensamientos desde hace varios días, desde que Putin lanzó el primer cohete.

    Es la sensación de haber conocido durante unos días a ese pueblo de fronteras (tal vez el menos soviético de los pueblos exsoviéticos) que busca afirmarse, necesariamente, permaneciendo afuera… Y saber que ahora podría retroceder al menos tres décadas en su historia. 

     Alejandro Taquechel. Ucrania, 2016.
     Alejandro Taquechel. Ucrania, 2016.

    Hoy, un amigo —sin saber que me disponía a redactar este texto— escribió para contarme sobre su amiga enferma de cáncer cuya madre habría estado expuesta a la radiación en las cercanías de Chernóbil a finales de los años ochenta. Me cuenta que esta amiga no tiene pruebas de que el cáncer tenga relación con aquel viaje de su madre… Es solo una teoría que prueba cuán cerca estamos de un lugar tan lejano como Ucrania. Conozco otros ejemplos. No solo de cubanos, quienes incluso convivimos con muchas de aquellas víctimas. También sé de europeos, americanos o japoneses que, de un modo u otro, han visto cruzarse en su camino el fenómeno Chernóbil o, en general, la maquinaria soviética. 

    Me gusta pensar que estas y otras fotos que hice en Ucrania no fueron hechas desde la pasión o desde el ego. Pertenecen a una investigación en que las imágenes constituyen un hoy cuya importancia es la revelación del ayer. Por otro lado, no busco ángulos interesantes ni exploto los contrastes y los colores; simplemente muestro las cosas de manera bastante similar a como las habría captado el ojo humano en el presente de la obturación.   

    Espero volver pronto. Ahora mismo no hay vuelos a Kiev u otra ciudad con aeropuerto internacional; han cerrado las fronteras y todos los corredores aéreos sobre territorio ucraniano.

    Desde el día 24 de febrero, sé que estas fotografías, tomadas hace algo más de un lustro, han dejado de ser el hoy para convertirse, vertiginosa, terriblemente en ayer. En cierto modo también han cruzado un territorio fronterizo… Ahora son el pasado de Ucrania.     

     Alejandro Taquechel. Ucrania, 2016.
     Alejandro Taquechel. Ucrania, 2016.

    *Vea también este ensayo fotográfico de Alejandro Taquechel sobre Chernóbil a 30 años del desastre.

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    1 COMENTARIO

    1. Realmente ma ha emocionado tu relato y tu sentir ante estos hechos, tus fotos tomadas en un viaje como cualquier otro son ahora parte de la historia, gracias

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