Rostros duros, heridos, sobre cuerpecitos que juegan descalzos en los asentamientos que bordean el río Quibú (La Habana). Pareciera que cargan sobre sus hombros menudos cada plancha metálica extraída del «Bote de Cien» con que fueron construidas sus casas, todos los secretos de la Sociedad Abakuá, diez años sin abasto de agua, sin electricidad…


Unas veces llevan a sus hijos; otras veces, sus juguetes.
Siempre la mirada inquietante de quien sabe que el propio lugar de su nacimiento ha terminado por borrarlo del mundo.

A pocos kilómetros del centro de La Habana, el barrio Los Pocitos se nos presenta custodiado por unos inmensos muros de pobreza, marginación, y también sincretismo religioso, que lo convierten en una isla al interior de la ciudad.




Tal vez se trate de algún estigma ancestral, presuntamente maquillado con el eufemismo de «barriada obrera», o bien de cierta necesidad en sus pobladores de cuidar esta suerte de palenque cultural, religioso y, a menudo, legal. Pero lo cierto es que, a fuerza de ser relegado, este barrio de Marianao ha devenido un nicho de infortunio que recuerda los peores momentos de «la Cuba republicana».

Luego de preguntar a varios de los niños retratados cómo querían que fueran su barrio y sus vidas en unos años, la gran roca de Sísifo volvía a rodar montaña abajo. El pasado imponiéndose al futuro, una y otra vez, como en la maldición clásica.





Ninguno de los niños supo responder algo más allá de lo inmediato… No podían imaginar una vida diferente, mejor. Con frecuencia esa es la mayor condena que los marginados heredan a sus hijos. La incapacidad de soñar con una vida mejor.

(Texto y fotografías por Abraham Echevarría Díaz).
*Rostros duros es el título de la serie fotográfica a que pertenecen estos retratos.