Después de la escritura de Posmo, se puede declarar que Iván de la Nuez nació en La Habana en 1964 y murió —es de suponer que no en Barcelona, donde parece seguir vivo— en 2015. Al menos así consta, según el escritor, en los archivos de la funeraria cubana que expidió su credencial de fiel difunto.

Más allá de los papeles y la broma, el muerto real era su padre, el caricaturista René de la Nuez. Pero durante un viaje a la isla, la burocracia —nunca supo si a propósito— transfirió la defunción del padre al hijo, ofreciéndole a Iván la oportunidad de reconvertir su exilio en muerte efectiva, metafísica, avalada por un régimen que no lo quiere bien. Recién estrenado como fantasma, libre del pudor que amarra a los vivos, escribió Posmo, un extraño volumen que comienza con un llamado de auxilio y acaba con un mensaje de texto.

Por definición, Posmo es un objeto extraterrestre. Neblinoso, opaco, con un fragmento de la contracubierta cortado en triángulo e ilustrado con una fotografía —la escalera envuelta en trapos— que parece un emblema cabalístico. El propio libro no se siente en la mano: es incorpóreo o no es.

De la Nuez no se cansa de repetirlo: Posmo no alude a lo posmoderno o al posmodernismo, ni siquiera a la posmodernidad —conceptos agotadores— sino a post mortem. Es un muerto que habla, reflexiona, escribe, viaja, recibe impresiones, tiene deseos, se deja picar por la nostalgia, sufre de vértigo y no logra o no le interesa resolver el trámite para retornar «legalmente» a la existencia.

«Una vez que estás muerto, ¿qué más te puede pasar?», medita De la Nuez antes de organizar el centenar de fragmentos que integran Posmo, un ensayo que solo puede ser definido, usando un término de su autor, como de necroficción. Desde una letanía heterodoxa sobre el urinario de Duchamp hasta la revisión despiadada de lo que significa lo cubano, el comunismo, el liberalismo, la Historia y la supervivencia, Posmo es una introducción al siglo XXI, incapaz de separarse de la cáscara del XX.

En Posmo se repasan todos los símbolos y mitos, como la expedición del Che Guevara al Congo —y también a Bolivia o a Sierra Maestra—: un verdadero descenso al corazón de las tinieblas. A pesar de las advertencias de un faraónico presidente Nasser, que le pidió que no se convirtiera en un «nuevo Tarzán» entre los congoleños, Guevara insiste en morir y reencarnarse —tentación posmo— en los pulóveres de los universitarios crédulos.

La idea es que al final el libro se transforme en un «monstruo de bolsillo» —sí, un pokémon—, tan inquietante y expansivo como la tarjeta necrológica que recibió De la Nuez. Otros monstruos pululan por el volumen, «hombres del saco ideológico» que cazan a los «militantes descarriados» para abrirles el cráneo, como hizo en su momento Ramón Mercader, campeón del pioletkult, con Trotski.

A fin de cuentas, quién puede criticar a los muertos si el abortivo siglo XXI —reflexiona De la Nuez— no acaba de nacer. No comenzó en 1991, con la caída del campo socialista; tampoco en 2000, tras el «error del milenio»; ni en 2001, con los ataques terroristas a las Torres Gemelas de Nueva York; y después de la pandemia ya es muy tarde para que algo empiece bien. El problema es sencillo: «Demasiado origen para tan poco destino».

No hay reconciliación del fantasma con la Historia, enuncia Posmo. Pero siempre quedará la fórmula del novelista Antonio Benítez Rojo contra el Nuevo Orden Normal: «Morirse es buenísimo».

En 2020, durante el confinamiento, falleció también la madre de Iván de la Nuez. El escritor no pudo ir a La Habana hasta el año siguiente, para arrojar las cenizas al mar desde la azotea de un amigo. Faltaban unas pocas horas para que estallaran las protestas del 11 de julio, provocadas por el hambre, la oscuridad y el hastío político. Estaba en el país de los fantasmas, pero solo él contaba con autorización oficial para serlo: en el bolsillo del pantalón, envuelta en un plástico protector desde 2015, iba su carné de muerto.