Hace unos meses, caminando por Barranquilla, mi ciudad, empecé a sentir que un carro me perseguía. Como iba lento en la calle desocupada, pensé primero que el conductor se había perdido, o que buscaba una dirección, un sitio donde parquearse. Pero volteé en la esquina y el carro siguió detrás; después más cerca, y después al lado. Paré y el carro paró. Pensé: «Me está persiguiendo, me va a hacer algo». Y pensé: «Si comienzo a correr, seguro acelera». Entonces caminé más rápido, como si acabara de recordar una cita inaplazable, y el carro aceleró también. Volví a parar y volvió a parar. El hombre bajó el vidrio y me gritó: «¡Mariquita! ¡Se te va a partir la cadera!» Pitó, no le pude ver la cara. «Camina bien», siguió gritando, ya más lejos. Y al final: «¡Cacorro!» El tipo me dejó con su insulto, que trajo de vuelta más insultos del pasado (más intentos de corregirme). No voy a repetir ninguno, cada mal recuerdo es una variación más o menos violenta y grotesca del que acabo de escribir.
Recurro a esa experiencia para iniciar una respuesta a la columna que, en días recientes, el escritor bogotano Carlos Granés, radicado en Madrid, publicó en el periódico colombiano El Espectador. Cito un primer fragmento: «Siempre albergué dudas sobre la rebeldía de quienes luchaban contra abstracciones. Es decir, de quienes se oponían al sistema, al heteropatriarcado, al colonialismo, a la burguesía o al imperialismo. O digámoslo de otra forma: no me parece en absoluto difícil ni meritorio enfrentar estos conceptos o usarlos como blanco de una diatriba revolucionaria. Ni la burguesía ni el imperialismo van a devolver la bofetada. Las abstracciones no tienen rostro, y cuando reciben las tres piedras del rebelde nadie se da por aludido. Muy distinto es decirle ‘no’ a una persona concreta: a un dictador, a un mafioso, a un productor de Hollywood, a un empresario; ellos sí pueden devolver la ofensa».
Me parece importante —urgente— distinguir lo que Granés llama «abstracciones» de todo aquello que en este mundo es estructural o, en otras palabras, de todo aquello que es difícil o directamente imposible de individualizar —de todo lo que no se puede ni debe reducir a lo que «tiene un rostro» particular o único—. Un sistema no es una abstracción sino justamente eso: un sistema, es decir, una serie de elementos, procesos, dinámicas, historias y políticas integradas y enmarañadas. Así, el heteropatriarcado, el colonialismo, el imperialismo (y yo agregaría: la misoginia, el racismo, la homofobia, la transfobia) no son «abstracciones» sino procesos históricos y problemas estructurales; realidades concretas, muy lejanas de lo abstracto, que han tenido y, por supuesto, aún tienen efectos devastadores, materiales, en millones de personas de carne y hueso. Pienso que Granés estaría de acuerdo conmigo.
Entonces, que estos problemas terribles sean largos o difíciles de explicar, y que a veces sea largo y difícil de señalar individualmente a los responsables de tanta matanza —el heteropatriarcado, el colonialismo, el imperialismo son una matanza— no implica, insisto, que estemos ante una abstracción. Y de hecho, como el propio Granés sugiere, conocemos los rostros y nombres propios de muchas de las personas responsables de empobrecer o aniquilar la vida de tantos. Pero, de nuevo, al ser problemas estructurales, su solución no siempre puede limitarse al rechazo de líderes específicos, por más que sean símbolos de todos los problemas mencionados. Pasaría, como se suele decir, que cambian los nombres y los rostros, pero siguen los problemas —pienso rápidamente en Colombia: ahora, como están las cosas, si no estuviera Álvaro Uribe seguiría el uribismo—. Enfrentarse o sacar del poder a líderes del sistema no siempre es el punto de llegada, pero es un gran punto de partida para una transformación profunda.
Vuelvo a mi recuerdo. Cada vez que lo repaso, tengo esta claridad: que ese insulto no se reduce al hombre que me gritó, sino que es algo mucho más grande que la palabra despectiva, mucho más grande que esa persona. Que su homofobia —sí, la homofobia, que no es una abstracción, sino una realidad que aún se concreta en distintas formas de discriminación y condescendencia; una forma de exclusión y matanza no solo perpetuada por individuos y líderes específicos, sino validada por toda una forma extendida de estar en el mundo— no se queda en él mismo. ¿Es necesario decir que, por amplia e inasible que parezca, la homofobia, inseparable del heteropatriarcado (esa abstracción, según Granés), es algo que todo el tiempo se concreta en experiencias desagradables y miedosas, que es algo que ha torcido mi cuerpo literalmente, y que ha quebrado el cuerpo y la vida de muchos como yo? Como dice el escritor Juan Cárdenas: «Las abstracciones dejan de serlo cuando a alguien le aplastan la tráquea con la rodilla y no lo dejan respirar».
Más adelante en la columna, Granés menciona al director de cine colombiano Sergio Cabrera (cuya vida ha sido recreada por el escritor Juan Gabriel Vásquez en la novela Volver la vista atrás) y a la autora y financiera francesa radicada en Nueva York Laurence Debray para decir que ambos hicieron «su propia y gran revolución»: distanciarse ideológicamente de sus padres —romper con personas concretas, según el autor, que lucharon contra abstracciones como «la burguesía, el imperialismo y el sistema capitalista»—. Escribe Granés: «Imposible no pensar en Laurence Debray, la hija de Régis Debray, el compañero del Che en su aventura boliviana, que hizo lo mismo. Renunció a las causas de su padre para convertirse en su antítesis, en admiradora de un rey y en financista neoyorquina. Ahí, en ese gesto hay rebeldía, porque el padre es quien puede devolver la peor bofetada, y no necesariamente con la mano. Más valor se necesita para decirle ‘no’ a él que para enfrentar a un ejército, y ya ni hablar de desafiar al imperialismo o a la burguesía: nada más fácil». Y agrega: «En el desafío al padre resalta el elemento crucial de toda rebelión: la ruptura. El revolucionario es aquel que ha encontrado un buen motivo para traicionar a su entorno, y ese buen motivo suele ser la libertad. En algunos casos la libertad individual, en otros la colectiva. El caso es que la libertad siempre supone traicionar la convención, la tradición, el status quo o el guion moral preponderante. Y todo ello lo puede imponer la familia, la institución, las iglesias, los mundillos, el gobierno. Laurence Debray y Sergio Cabrera mandaron al demonio la insurrección tercermundista, a pesar de que sus padres encarnaban sus mitos y valores. Convertirse en burgués puede ser, a veces, la más trascendente rebelión».
Llevo tiempo creyendo en la necesidad —también digamos urgencia— de repensar la idea de «matar al padre». Un padre no es siempre poder. Un padre no es siempre patriarca. Un padre no es siempre amo u opresor. Se mata al amo —se rompe con el amo—, se mata al opresor, se mata al patriarca, pero no se mata al padre por ser padre. La relación padre-hijo no siempre es un equivalente de la relación amo-esclavo. Tristemente —y acá no hablo de las relaciones que menciona Granés, pues no conozco los detalles y recovecos de las mismas—, he visto con mucha frecuencia a hijos que presentan como un asunto intelectual, despersonalizado, algo que claramente es un nudo afectivo. Y para irnos ya a lo concreto y no hablar de esto, ahí sí, desde la abstracción, quiero decir que, en el plano personal, yo tuve muchos desencuentros con mi padre (sobre la forma como yo vivía el día a día, por ejemplo), pero siempre admiré —admiro— las ideas y sensibilidades que, con su truncada escolaridad, él tuvo con respecto a la desigualdad radical de nuestros países —una mirada condenatoria de los autoritarismos que él supo transmitirme sin ser autoritario—. Es una mirada que atesoro y que no ha dejado de conmoverme. Está en mí resolver los nudos afectivos con él. Y está en mí que el intento de desenredar esos nudos no se convierta en una transgresión frívola: sería terrible, vergonzoso, inaceptable, que por querer «rebelarme» contra él, terminara negando o, peor aún, abrazando y validando un sistema —sí, un sistema concreto que empobreció su vida y empobrece la mía, la nuestra: el neoliberalismo, el heteropatriarcado— solo por llevarle la contraria. Eso sería una falsa liberación.
Es una columna muy bella. Si hay que reñir con el padre pero para matar está la vida.