La noche se cierra sobre San Antonio, Texas, y sus hobos, sus junkies y sus facinerosos comienzan a rondar la terminal de ómnibus Greyhound. La camagüeyana es un animal arisco con bolsas de cansancio debajo de los ojos. Su primera noche en los Estados Unidos le toca dormir en una terminal llena de gente rara. Carga con pocos efectos personales, entre ellos una memoria flash en la que alguien le grabó un documento con treinta lecciones de Inglés Rápido, que ella espera aprender con celeridad.
Su hijo de ocho años mal duerme a lo largo de un banco de hierro. La camagüeyana le pone unas chanclas de goma, y le sube el gorro de su chamarra roja, acomodándole la cabeza sobre una pequeña mochila con motivos de Disney.
La camagüeyana vigila tiernamente el sueño de su niño, en la noche fría de Texas. Ambos llevan tres días sin bañarse, pegando los ojos por tramos, desde que salieron de Cancún, México. Surcaron el Puente Internacional No. 1, uno de los que separa el territorio mexicano del estadounidense, por la ciudad de Nuevo Laredo, pidieron asilo político, y en sendos pasaportes azules les presillaron el Parole que les permitirá, como ciudadanos cubanos, solicitar la residencia americana al año y un día.
Ella y su hijo –después de las huellas, las fotos y las firmas sobre las planillas correspondientes– trasponen la azarosa línea que los convierte en dos refugiados políticos, en un país separado por solo 90 millas de su Cuba natal.
En Camagüey fue manicure, “no de las que ponen uñas postizas con las que las mujeres no pueden ni agarrar un vaso de agua” sino de las que disfrutan el arte sencillo de mojar la brocha en miniatura y deslizarla por la uña, para cambiarla de color.
Lleva días sin tomar un café decente. Calcula cuánto ha gastado en el viaje y cuánto le queda en el bolso. Solo entonces decide comprar un vaso de Gold Peak.
–Esto es agua de culo. No hay quien se lo meta –maldice, antes de expresar su decepción y ofrecer, en forma de prematura nostalgia, una charla sobre las razones que hacen al café cubano el mejor café del mundo.
El niño despierta y se pone a cantar una canción cuya letra onomatopéyica es una verdadera letanía. Los vagabundos y los pasajeros adormilados miran la escena con curiosidad. Ella piensa que él no se está portando a la altura de las circunstancias. Pero el niño está nervioso.
El Plan A de la camagüeyana era Las Vegas, donde una amiga le había asegurado, antes de viajar, que tendría techo provisional y jugosas oportunidades de trabajo lejos de la superpoblada Miami, donde termina el grueso del exilio cubano. La camagüeyana pasa la madrugada telefoneándola, pero su amiga no responde.

Este es el trayecto que siguió Jorge Carrasco para migrar de La Habana a Miami. Ilustración: Ricardo Weibezahn
Cinco minutos después le comunica a su hijo que ya no vivirán en Las Vegas sino en Houston, a lo que el niño responde con un “ño, mamá”. En Houston un amigo le había prometido lo mismo. Le telefonea, pero tampoco obtiene respuesta. Entonces le comunica a su hijo que ya no vivirán en Houston. Él empieza a cansarse. Finalmente, la camagüeyana recuerda que la madrina del niño vive en la superpoblada Miami, y que ahí vivirán. Se lo comunica.
La camagüeyana ha cambiado tres veces de destino en la última media hora y su hijo ya deja de tomarla en serio.
Cuando amanezca en San Antonio, la camagüeyana tomará el bus de Greyhound a la Florida. Sus aspiraciones en Estados Unidos no son sofisticadas. Señala a la empleada de limpieza, quien, trapeador en mano, friega el churre de la madrugada y aparta los equipajes que forman bultos inconexos en el suelo de la terminal. Entonces dice: –No me importaría hacer eso mismo. A Cuba no puedo regresar porque vendí mi casa para venir.
La única sonrisa de la camagüeyana es una mueca agónica antes del alba. La presencia de un coterráneo la alivia. La camagüeyana alcanza niveles imprevistos de tierna fragilidad sobre todo cuando, al preguntarme cuánto ha costado un pomo de agua, y al escuchar que cuatro dólares, hace una conversión de cuyo absurdo no está consciente, multiplica cuatro por veinticinco (un dólar en Cuba equivale a veinticinco pesos cubanos) y suelta, con la espontaneidad más grande: – ¡Yo no doy cien pesos por un pomo de agua!
Cuando clarea el día y su cara luce más estrujada que en la noche y limpia las lagañas de su niño y anuncian por el altavoz que su ómnibus va a salir, que estará sola de nuevo, la camagüeyana llora, me pide que la abrace, levanta su magro equipaje y se pierde, con valentía y espanto.
Deporte nacional
La camagüeyana y yo tenemos en común lo drástico de la situación, y lo irreversible. Somos números en las estadísticas que contabilizan la nueva oleada migratoria cubana. Los balseros en tierra firme, los de nuevo tipo, aunque las balsas caseras tradicionales rumbo a la Florida no han dejado de zarpar clandestinamente de las costas cubanas. Los protagonistas del apodado “éxodo silencioso”, que en los últimos meses, luego de que Cuba se sentara a conversar con Estados Unidos el pasado diciembre de 2014, puso más aceite al engranaje de la estampida nacional.
Ante el miedo creciente de que terminen los privilegios para los cubanos que tocan tierra estadounidense por la política de “pies secos, pies mojados”, de la Ley de Ajuste Cubano vigente desde 1966, los de la isla han protagonizado las peripecias más arriesgadas, viajando a los pocos países que no les pedían visa, principalmente Ecuador, para emprender desde ahí la azarosa aventura de la selva, llegando a atravesar hasta ocho países antes de llegar a su destino.
Los éxodos en Cuba comenzaron tan pronto como la misma Revolución. Camarioca fue la primera huida, en 1965; el Mariel, la segunda, en 1980, cuando alrededor de 125,000 personas alcanzaron las costas de la Florida; en 1994 los Balseros, período en que se lanzaron al mar al menos 50,000 personas durante los días más severos del Período Especial. Y ahora esto: como si fuera la fuga el deporte nacional y la isla viviera unas Olimpiadas permanentes, las cifras de emigrantes en busca de suelo estadounidense no dejan de romper marcas. En 2015 fueron 43,159, un 68% más que en 2014.
En lo que va de 2016, al menos 46,000 cubanos han logrado fugarse de la Isla. Hasta el momento, figuras políticas como el cónsul general de la Embajada de Estados Unidos en La Habana, Brendan Mullarkey, mantienen que la actual administración de la Casa Blanca “no tiene planes de modificar la política migratoria con respecto a Cuba, incluyendo la Ley de Ajuste Cubano”.
Quien pretende irse del país, sin embargo, escucha los discursos con escepticismo y desconfianza. Todo puede ser parte del proceso de negociación bilateral y, si algo está a punto de cambiar, la gente lo sabrá cuando la decisión esté tomada. La última vez que esto sucedió, en 1994, el anuncio fue tan inesperado que cientos de personas se quedaron con las balsas fabricadas. Por retorcido que pueda sonar: vestidos y sin ir al baile.
Adiós a La Habana
Mis últimos días en La Habana pasaron bajo el efecto de la anestesia emocional y el rosario fastidioso de la propaganda política. Yo levantaba velas el día 15 de agosto. Fidel Castro cumplía 90 años el día 13 y hasta entonces los medios cubanos no tenían mucho más en su parrilla que la novela brasileña Imperio y las infladas crónicas periodísticas –las radiales, las impresas, las digitales y las televisivas, todas juntas– que hacían el coro grotesco a unas de las verdaderas hazañas de la Revolución: que Fidel Castro llegara a ser, aunque encima de una cama y orinando a duras penas, un personaje nonagenario.

Carrasco se informó por internet de las posibles vías de entrada a EEUU desde México. / Ilustración: Ricardo Weibezahn
Yo había conseguido una visa para residir temporalmente como estudiante en México y, a diferencia de la camagüeyana, tenía una idea más concreta de cómo buscar información sobre los puestos fronterizos y los posibles obstáculos de la travesía.
En Cuba, irse del país es un asunto muy serio, algo de sumo secreto que generalmente se les confiesa a familiares muy cercanos o ni siquiera a ellos. Los cubanos heredamos esta paranoia de ser delatados, de un sistema que te mantiene en estado vigilante respecto al otro. Esta paranoia es algo tan asentado en nuestra cultura como el espíritu internacionalista o las frondosas palmas reales.
Durante semanas leí con atención el blog Cubanos al Vuelo, una útil compilación de testimonios y consejos tanto de quienes cruzaron frontera por México o Canadá, como de los propios administradores del blog (quienes no respondieron a la petición de ser entrevistados). Aunque aún tenía algunas dudas, no me atreví a despejarlas usando el correo electrónico que los administradores dejan a los usuarios para hacer preguntas. El correo era [email protected]. Leer LA PIRA NOW era lo mismo que leer LA FUGA AHORA, y esas palabras me ponían la piel de gallina.
Durante las noches de más aburrimiento en Cuba, miraba el gracioso policíaco-dramatizado Día y Noche, y sus no menos simpáticos sucesores. Una forma de amedrentamiento hipodérmico, con su toque didáctico, que le enseña al cubano cómo es imposible escapar al ojo vigilante del Estado, y que cualquiera alrededor tuyo puede estar informando sobre tus movimientos y tus deslices al margen de la ley. Tipo Stassi.
Con esa educación sentimental en mi background, algunas veces me imaginaba escribiendo un correo a lapiranow, y recibiendo una amigable respuesta de un amigable cibernauta, quien me preguntaría si yo en realidad quería escaparme de Cuba, a lo que yo respondería que sí. Él diría: “Qué bien, te voy a ayudar”. Yo diría: “Qué bien, gracias”. Después él diría: “Te voy a ayudar, pero a llegar hasta prisión por salida premeditada del país. Por aquí el Teniente Fernández, desde las oficinas del Ministerio del Interior.” Piel de gallina. Final del capítulo.
La fuga
Me abstuve de escribir a ese correo y me quedé con mis dudas, por si acaso. Me despedí de más gente de la que lo merecía. Viajé al Distrito Federal. Pero la parada en la capital mexicana fue corta. En la madrugada del 17 de agosto tomé el vuelo 2470 de Aeroméxico destino a Nuevo Laredo, en la frontera con EEUU, con un boleto solo de ida. Me tocó el asiento 5A. Ventanilla. Mi madre, en La Habana, debía tener las velas encendidas a esa hora.
Desde la puerta de abordaje se podían distinguir los cubanos. Uno conoce lo suyo. Y hay esferas de la vida como los viajes al extranjero y las visitas a las embajadas en las que nuestros coterráneos son verdaderos clichés, ataviados en trapos blancos de pies a cabeza, esperando que un poder divino (¿Obatalá?) los acompañe.
Una oficial de emigración se dirigió a mí en la puerta de abordaje:
–Un momento, señor –dijo.
La madrugada estaba poco más que fresca, y sin embargo la frente sudaba. Nadie desea tener el menor contratiempo en este momento. Pasar inadvertido es lo que se quiere.
–Sus donuts (mis donuts) no pasan, señor.
La oficial no demoró en sonreír –quizás hizo la maldad a propósito– y dijo que estaba bromeando, que podía abordar con mis dulces.
Los cubanos son huraños en trances como este. El vuelo era pequeño y, a pesar de que los asientos vacíos abundaban, ninguno buscaba compañía. A bordo de una Yutong que viajara, por ejemplo, de La Habana a Santa Clara, todos estarían contándose hasta los detalles más íntimos de su vida los unos a los otros, sin siquiera conocerse de vista. Pero en este punto aún no había nada seguro y los casi diez cubanos que viajaban a bordo del 2470 de Aeroméxico con destino a Nuevo Laredo –6:01 am, hora local– decidieron que, incluso a miles de kilómetros de la isla, no era el lugar ni el momento de confiar en nadie. Tan persistente es la paranoia.
Algunos cubanos van a cruzar la frontera demasiado arreglados para la ocasión, que debía ser austera y discreta como lo es la fuga en sí. Aún en este trance tan serio, el cubano no quiere ser menos que nadie. Su debilitada autoestima no se lo permite.
Antes del amanecer, el DF parecía, desde las alturas, un hermoso rompecabezas cuyas piezas lucían perfectamente engranadas unas con otras, en el resplandor amarillo de las grandes luminarias. Aterrizamos en Nuevo Laredo pocos minutos antes de las 8:00 am. Dos policías de emigración esperaban el vuelo en las puertas de un aeropuerto que no sobrepasa en tamaño al teatro Trianón. Los que tenían pasaporte mexicano pasaron rápido, los que teníamos pasaportes azules, AKA los cubanos, debíamos pasar a un segundo chequeo de inmigración.
No es casual que esto suceda cuando la Patrulla Fronteriza ha dicho a la prensa recientemente que, desde 2014, más de 60,000 cubanos han llegado a Estados Unidos por el sector de Laredo, en la frontera de Texas. Mientras esperaba en un banco por la segunda revisión, leía las noticias del día en El Mañana, periódico local. El hijo del Chapo Guzmán era secuestrado en un restaurante de Puerto Vallarta. Elena Poniatowska recibía las llaves de la ciudad de Nuevo Laredo. Moría el actor Polo Ortín a los 88 años, de un paro respiratorio.

«Son tres de los verdes», le dijo el oficial de inmigración a Jorge antes de salir del aeropuerto de Nuevo Laredo. / Ilustración: Ricardo Weibezahn
Fui el segundo en pasar a una pequeña oficina donde los mismos dos oficiales que nos retiraron los pasaportes me ofrecieron asiento. Solo habló el canoso, quien lucía esa mañana un peinado demasiado juvenil para su edad, y al que le había puesto más gel del necesario. En lugar de policía bueno-policía malo, jugaron a policía cínico-policía autista. El canoso (el policía cínico) rompió el hielo con una pregunta infame.
– ¿Te gusta leer el periódico?
– Me gusta.
– Qué bien. Y cuéntanos, ¿qué haces por aquí?
– Vine a estudiar.
– ¿Tan lejos?
– Lo único que quisiera es saber cómo puedo salir pronto del aeropuerto.
– ¿Ya te dijeron cómo es eso?
– Dígame usted.
El policía autista escuchaba la conversación recostado a una mesa. El canoso subió su mano izquierda (era zurdo, quizás), la puso delante de mi cara, encogió el índice y el pulgar mientras estiraba los tres dedos restantes, como un resorte de tres puntas.
–Son tres de los verdes –dijo con serenidad. De los de allá adonde tú quieres ir.
Preparado para la ocasión, desenfundé la billetera donde viajaban los ahorros de varias personas en Cuba. El canoso agarró los billetes sin apuro, con la elegancia de un buen mercenario. Nos despedimos con fingida amabilidad.
El cruce
Ya en la taquilla de los taxis federales, la encargada me cobró 200 pesos mexicanos (casi 11 dólares) por reservar mi transporte a la frontera. Un chofer de Gara Express con las manos comidas por el vitíligo apareció en la entrada. Era el taxi G1 y, por una extraña razón, a uno le daban cosquillas en el estómago mientras agradecía que no fuera el G2.

Una vez en territorio estadounidense, Jorge rellenó los papeles para solicitar asilo político. / Ilustración: Ricardo Weibezahn
En boca de la vendedora de los boletos, el matrimonio de las palabras ASILO y POLÍTICO no sonaba tan grave.
–No tengas miedo. El taxi es seguro. Una vez en el Puente vas a echar tus cuatro monedas, y en la garita de la izquierda vas a pedir tu ASILO POLÍTICO. Aquí tienes mi tarjeta, recomiéndanos.
Para todos los trabajadores del aeropuerto de Nuevo Laredo el 17 de agosto era, sencillamente, un día normal de trabajo.
Media hora después, del otro lado del Puente Internacional No.1, un oficial de emigración repartía las planillas correspondientes. Además de los cubanos que reconocía del trayecto, se sumaron un par de caras nuevas que debían haber llegado por tierra, seguramente para capear la extorsión del aeropuerto.
Sumábamos 14, contando dos niños pequeños, en el Customs and Border Protection, una instalación con capacidad máxima para cincuenta personas. Cuentan que en los días de más concurrencia, muchos cubanos duermen a la intemperie hasta que nuevamente se hace sitio en la sala. Las madres sacaron provisiones para los niños, consistentes en barras energéticas y galletas dulces. Un par de mulatos fornidos llenaron sus planillas apoyándose en una hoja donde tenían anotadas decenas de números telefónicos y direcciones, por ejemplo, de personas llamadas Silvio, Yaima, Pimpi, etcétera.
Algunos hablaban por sus celulares para preguntar una fecha de nacimiento que no recordaban o para decir que finalmente estaban a salvo. Aun así, el nerviosismo hacía que varios se confundieran en el llenado de los datos más insignificantes.
El oficial Ortiz y el oficial Ramos, bilingües y rechonchos dentro de sus uniformes azul prusia, también tenían un día de trabajo normal. Mientras me tomaban huellas y fotos, y preparaban mi Parole de refugiado, los oficiales Ortiz y Ramos hablaban sobre videojuegos y sobre su emoción por el lanzamiento de algo llamado NES, que parece ser la nueva consola de Nintendo.
Casi cuatro horas después, orondo con mi Parole, busqué la terminal de ómnibus de la compañía Greyhound de Laredo. Hasta el momento, Estados Unidos no se sentía como uno pensaba que se iba a sentir. Aún todo era demasiado surreal. Por un momento te cruza la mente un pensamiento tan atroz como fugaz. Ese pensamiento se podría resumir en la pregunta ¿Qué hice con mi vida? Pero uno sacude eso, porque no quiere ser autodestructivo.
En el salón de espera de la terminal vi las primeras imágenes de Madonna celebrando su cumpleaños 58 en el Centro Histórico de La Habana. Uno viene de Cuba, donde sabe que el tiempo está detenido, y no hace más que poner un pie fuera para saber que la televisión es el espejismo más cruel de nuestros tiempos. Que, en este caso concreto, también estira la realidad de forma tal que llego a sentirme triste porque están pasando cosas importantes en la isla y yo me las estoy perdiendo.
En la taquilla, alguien que también se dirigía a la Florida pidió un pasaje a mi lado. Los pies de ese cliente –o los pies de alguien que anda cerca– olían a ratón muerto. Uno no se hubiera imaginado que hasta en los Estados Unidos –la superpotencia, el país número uno– le fueran a oler los pies a la gente.
Miami
Más que cualquier otra cosa, el primer choque con Miami es la televisión local. Y ella, a su vez, como la representación más exacta de una filosofía de vida. Cuba es algo de lo que la televisión local y los cubanos –no importa cuán en contra estén del sistema, cuánto dolor sientan por haberse ido, o cuánto aborrezcan la idea de regresar de visita– no pueden olvidarse. La televisión local, por su parte, se aprovecha del resentimiento, de la nostalgia o de lo que sea que sientan los cubanos por la isla para venderles noticias cada vez más mediocres y chistes cada vez más baratos.
Presentadores de nueva adquisición como el actor cubano Lieter Ledesma (el Juan Andarín de Marcolina y la sombrilla amarilla, entre otros) tienen su propio show de variedades. Lieter (quien en Cuba nunca disintió de lo más mínimo, quien probablemente hubiera cantado –si cantara bien y lo hubieran invitado a hacer tal cosa– en la Tribuna Antimperialista, lo hubiera hecho con la misma convicción que una vez lo hizo Jenny Sotolongo) ahora se enternece de lunes a viernes haciendo bromas insustanciales sobre el regreso de los apagones en Cuba y cómo el pan en la isla es duro y ácido. Ambas cosas son ciertas, pero hay que variar la dieta de la mente.
No pasa un día sin que algún cubano recalque públicamente –ya en la televisión local, ya en la vida diaria– que tiene derecho a decir lo que está diciendo porque esto no es Cuba, y “aquí la libertad de expresión te permite, incluso, burlarte de tu propio presidente”. El cubano, que vino buscando todas esas libertades, pocas veces llega a acostumbrarse a hacer uso de ellas con naturalidad, sin tener que recordárselo a sí mismo y a los demás diariamente.
La prensa local, que no se distancia demasiado de los shows de variedades, funciona como el Granma en Cuba, pero a la inversa. Si aquel era estéril en sus formas de propaganda, la mayoría de estos medios también lo son en las suyas. Estas formas no son mejores que las del gobierno cubano ni resuelven más problemas que aquel, solo que se miran desde una sala con aire acondicionado, en hermosos televisores con pantalla LED.
La comida no es tan deliciosa como luce en las películas, ni tan sana. Pero las sofisticadas formas de venderla y presentarla te hacen pensar en el cáncer por transgénicos como una cosa sexy. Un pepino luce de goma y se siente como goma. Las manzanas duran semanas en el frutero sin echarse a perder. La obesidad les hace invertir a los estadounidenses unos 147 millones de dólares al año en gastos médicos. La comida procesada tiene a más del 33% de los estadounidenses obesos. En Cuba porque escaseaba, aquí porque desconfías de ella: aparentemente no se está feliz del todo en ningún lado.
Por lo demás, los días pasan rápido. La familia se extraña. Ser un emigrante no es una cosa tan extraordinaria; no es nacer de nuevo. El hogar –dice una frase barata pero cierta– es donde está el corazón.