Julio Llópiz Casal (La Habana, 1984) es un artista y productor cultural de «creatividad inespecífica», como le gustaba decir a George Maciunas, uno de los fundadores del mítico grupo vanguardista Fluxus. Graduado de Historia del Arte por la Universidad de La Habana, Julio se ha constituido como uno de los artistas conceptuales más relevantes de la escena artística cubana. Su obra, con un alto grado de sofisticación intertextual, habita la historia del arte como un cuerpo vivo y establece una conversación constante con obras pasadas.
Durante mi experiencia como curador, mis conversaciones con Julio han sido esenciales para modelar muchas de mis ideas ensayadas en exposiciones, y estoy convencido de que estos intercambios constituyen en sí mismos una obra de arte. Es por eso que invité a Julio Llópiz Casal a realizar esta entrevista motivada por una clase impartida en 2021 por el artista, escritor y profesor Evan Calder Willians, que tomé como parte del programa de Máster que estoy cursando en el Centro para Estudios Curatoriales (CCS) Bard College, en Hudson Valley, New York.
La clase, llamada Contrapiano (Contraplano) e inspirada por una revista radical de arquitectura fundada por el arquitecto Italiano Manfredo Tafuri en 1969, se proponía imaginar una contranarrativa alternativa al diseño cultural de Occidente, al mismo tiempo que revelaba las prácticas culturales contemporáneas como un ejercicio de perpetuación del orden establecido por el capital global a través del colonialismo, el urbanismo, los museos de arte moderno, la tecnología, el archivo, entre otros dispositivos.
La idea de la entrevista surgió en septiembre pasado cuando, después de una visita a la colección del Archivo de CCS, comencé una conversación telefónica con Julio acerca de nuevos aspectos que había hallado en la obra de Félix González-Torres, gracias a la correspondencia del artista con una de sus coleccionistas, la señora Marieluise Hessel. Descubrí, por ejemplo, que su célebre instalación de la longaniza de bombillos (Untitled, 1992) en realidad era una abstracción de las Cataratas del Niágara, un lugar fundamental para la memoria cubanoamericana desde Heredia hasta José Martí, y en donde Félix había pasado uno de sus últimos momentos de retiro con su pareja Ross Laycock, antes de que el Sida acabara con su vida en 1991.
La conversación se convirtió en el medio que exponía nuestra distancia de New York a La Habana motivada, en principio, por el exilio. En segundo lugar, nuestra plática también expuso algo que medio en broma, medio en serio llamamos «La imposibilidad física del arte contemporáneo en la mente de un artista caribeño», como parodia a la célebre obra de Damian Hirst, un gran símbolo del mainstream en el arte. Este juego hace alusión a la dirección (de Occidente al Sur Global) en la que fluye el conocimiento y el capital (simbólico o financiero) dentro del diseño cultural dominante establecido históricamente. Al mismo tiempo que desafía la «imposibilidad» con una producción artística auténtica desde el Caribe que cada vez más gana prestigio y participa del mundo del arte internacional.
En la entrevista hablamos de estos fluidos de conocimiento, de apropiación, de canibalismo cultural, de privilegios, de políticas culturales, de supuestos «rezagos» temporales, de lecturas devenidas ejercicios artísticos, de site-specific, de censura, de hallazgos arqueológicos. El tema no es nuevo, las vanguardias artísticas han ensayado estas conversaciones. Sin embargo, tanto Julio como yo creemos en la persistencia de una vanguardia (mezcla de arte y vida) local, un espacio de resistencia doblemente difícil de mantener dentro de un contexto donde la vida ha sido confiscada por la dictadura cubana, y el arte se ha convertido en una forma peligrosa de habitar el mundo.
No es casualidad que Julio haya sido de los miembros fundadores del movimiento 27N en Cuba, un grupo autodefinido como «artistas e intelectuales libres» que ha liderado junto al Movimiento San Isidro la lucha contra la dictadura y ha defendido la libertad de expresión desde su constitución en 2020.

AGF: Hagamos un ejercicio en el que intentemos reconstruir tu imaginación acerca de algunos artistas y obras de arte producidas en los llamados «centros culturales», en este caso New York. A los dos nos importa Félix González-Torres, es un artista que vamos descubriendo sobre la marcha. A pesar de haberlo seguido ya por mucho tiempo, seguimos encontrando nuevas avenidas de sentido en su obra. Sin embargo, la imposibilidad de acceder a la obra de Félix ha motivado tu capacidad agencial sobre su patrimonio artístico, ya sea que tenga forma de archivo, obra o escritura.
Quisiera que me ayudaras a trazar el «mapa» de tus relaciones con la obra de Félix. Digo mapa porque aquí la geografía es muy importante. En principio, es lo que nos ha separado de la obra del cubanoamericano, la distancia entre New York y La Habana.
JLLC: La respuesta del origen geográfico de mi relación con Félix es simple. Conocí a este artista en 2005, gracias a un catálogo publicado por la editorial alemana Taschen, una de esas antologías que agrupan a los artistas del mainstream internacional llamada Art Today,editada en 2004. La persona que me la regaló me dijo que en el libro había dos artistas cubanos. Esos dos artistas eran Félix González-Torres y Jorge Pardo, quienes eran totalmente desconocidos para mí. Noté que Jorge Pardo estaba vivo y que, en contraste, a pesar de que su fecha de nacimiento lo delataba como alguien que debería ser joven (nació en 1957), Félix estaba muerto.
Según las biografías de ambos, me llamó mucho la atención el hecho de que Pardo nació en la Habana y que Félix había nacido en Guáimaro (Camagüey, Cuba), pero la historiografía los recoge, cuando mucho, como artistas cubanoamericanos (tanto la de Cuba, como la internacional), sin hacer énfasis en sus orígenes isleños. De ahí recuerdo las imágenes de las longanizas de bombillos encendidos puestas de extremo a extremo en una calle oscura, la instalación de caramelos en una esquina de la galería, y la valla impresa con la foto de la marca de las cabezas en almohadas. En ese punto, la poca información que tenía de su obra no me hizo cobrar conciencia sobre la dimensión de la importancia de la obra de Félix para mí, aunque se me quedó grabado y cada vez que veía un catálogo con su nombre, o alguien hablaba sobre él (son muy escasas las ocasiones en las que se habla de Félix en Cuba) la idea de su obra iba creciendo.
Todo cambió años más tarde cuando vi la imagen de Perfect Lovers (1991), pocas obras me han marcado tanto como esa. Mi interés por Félix se disparó con una bala de trayectoria parabólica que aterrizó en Fountain (1917) de Marcel Duchamp, pero esta vez con un matiz sentimental que a Duchamp no le interesaba. Si bien Fountain es una broma semántica, objetual y artística que escapa a toda convención, cuando me enfrenté a Perfect Lovers (una obra de ready made realizada más de 60 años después) lo primero que sentí fue conmoción. Es una obra conmovedora.
A partir de ahí también comencé a pensar en Félix desde el punto de vista cartográfico: que había salido de Cuba, que había vivido en España, que había vivido en Puerto Rico y que finalmente había vivido y tenido éxito en New York, y que había muerto en Miami, un desplazamiento que expresa mucho acerca de la dimensión geopolítica del Caribe.
Sin duda, su obra también está informada de desplazamientos, como es el caso de la foto tomada entre la tumba de Alice B. Toklas y Gertrude Stein, en París, o su trabajo fotográfico en el desierto de Arizona. Se trata de sitios específicos en los que el viaje hacia el lugar es parte de la energía que documenta la obra. En casos como el primero, el viaje se convierte en una búsqueda existencial ante la inminencia de su propia muerte a causa del Sida, y en una forma colectiva de supervivencia que incluye a su pareja, también fallecido de Sida.

Hay mucho trabajo de Félix que apunta hacia una geografía global diseminada e interconectada por la política, la emigración y las pasiones humanas, como las fotos convertidas en puzzle de su infancia en Cuba antes de ser enviado al exilio en Madrid aún siendo niño, sin la presencia de sus padres.
Para mí fue una señal importante el hecho de que Félix fue un artista nacido en Cuba, en una isla sin fronteras, pero que tuvo esa relación atomizada con el espacio, el tiempo y la memoria. Todavía sigo aprendiendo de su obra y no termino de estudiarla. Aún siguen apareciendo referencias que cambian mi percepción de sus objetos, como es el hecho de que tú te encuentres en New York y puedas tener acceso a un archivo (el de CCS Bard College) que yo no tengo y que puedas informarme acerca de ello.
Cómo llegas a imaginar Archivo 1 (2015)? Me gustaría que citaras ejemplos de cómo la falta de información motivó que la lectura de ciertos síntomas parciales sobre la obra de Félix como catálogos, textos críticos, y otras fuentes que llegaban con el flujo que atraviesa el Caribe dieran paso a una lectura que intentas completar creando una obra.
Mi obra en general tiene que ver con tu pregunta. Teniendo en cuenta que yo he crecido en Cuba, un país con una relación tan traumática con la historia, yo creo que los vacíos de memoria son espacios de libertad. En el caso de Félix, pasaba que en La Habana no había maneras de acceder a su obra de un modo que no fuera fragmentaria. Se rumoraba, había una especie de leyenda sobre que existía un catálogo de su trabajo en la biblioteca de San Alejandro que se habían robado. En adición, a finales de la primera década de los dos mil mi inglés era muy precario, y casi toda la literatura que podía consultar sobre Félix me era incomprensible, como solía ser casi toda la literatura que se produce en los «centros culturales».
Sin embargo, eso no me detenía en lo más mínimo a la hora de imaginar qué sentidos podían esconderse detrás de lo que era la obra de Félix. En algún punto, comencé a comprender que el cubano tenía un trabajo político cercano al activismo que provenía en principio de su relación con el grupo material, pero que se expresaba a través de los grandes temas de su obra posterior. Por un lado, el hecho de no ser un sujeto canónico dentro de la sociedad norteamericana (gay, latino y activista por las minorías) y la finitud del tiempo vital durante los tiempos más terribles del Sida. Por otro lado, el tema de la memoria, que considero es la parte menos publicitada de su obra y que trabaja fundamentalmente con sus fotos familiares y la experiencia del exilio en Cuba.

Este último aspecto de su obra es difícil de mapear por la peligrosidad que implica tanto para la narrativa de la dictadura cubana, como por la falta de interés que genera a la hora de tratar y convertir el trabajo de Félix en un producto internacional. Sin embargo, fue esto lo que me hizo aventurarme a llenar libremente los espacios de la biografía de Félix y de algunos núcleos de sentido sobre su trabajo.
Este es el caso de Archivo 1, una pieza realizada en 2016. La obra está inspirada por un número muy particular de la revista Arte Cubano del año 2000, una revista editada desde el Ministerio de Cultura de Cuba que paradójicamente incluyó una portada de un performance de Tania Bruguera y que incluía un texto del académico cubanoamericano Elvis Fuentes sobre Félix González-Torres. Con el paso del tiempo he notado que se trata de un número muy interesante, pues Tania Bruguera hoy es considerada por el gobierno cubano como uno de sus enemigos públicos número uno, y la obra de Félix González-Torres está muy lejos de ser objeto de interés para la burocracia nacional.
Dentro del texto de Fuentes había una nota al pie (para mí fue muy importante que la referencia haya venido de este lugar marginal dentro de los textos) donde explicaba que Félix había intentado comunicarse con su familia en Camagüey, cuando todavía vivía en Puerto Rico. La nota aclaraba que, de hecho, Félix llegó a enviar varias cartas, pero que su familia nunca las respondió. Este hecho anecdótico permaneció en mi mente hasta que un día encontré en la oficina de mi padre algunos floppy disks de 5 ¼ obsoletos y me decidí a hacer Archivo 1.
Imaginé que las cartas de Félix a su familia habían sido interceptadas por la policía política cubana a principios de los años ochenta para que esta comunicación nunca se diera. En lugar de imaginar las cartas, diseñé un objeto apócrifo de archivo en el cual solo se describe la metadata y se muestra el continente. Archivo 1 está compuesto por este floppy disk encontrado y presuntamente usado por la Seguridad del Estado cubana para almacenar contenidos de interés, y una etiqueta de archivo que dice: «félix gonzález-torres, cartas a sus familia en cuba, (1979-1982)».
El uso de etiquetas es algo que siempre me ha interesado en mi trabajo, un procedimiento que remite al conceptualismo clásico, en el cual el lenguaje es parte constitutiva de la obra y las relaciones contenido-continente, o la identificación entre medio y mensaje es fundamental. La etiqueta en este caso es una marca que hace referencia al contenido pero que no lo muestra, mientras que el disquete es un objeto minimalista, sin duda, que en este caso funciona de modo hiperrealista con el objetivo de lograr la verosimilitud. En la etiqueta usé el papel que solía usar tu abuelo arquitecto para sus dibujos en los años setenta, gracias por eso, y una máquina de escribir de la época.
A mí siempre me ha interesado el sentido hermenéutico de Archivo 1. De alguna manera imagina a la policía política cubana como una banda de lectores exhaustivos que intenta agotar el sentido último de cada texto producido en relación a la nación, y que es capaz de llevar la interpretación a niveles de lectura tan insospechados como paranoicos. En adición, como en muchas de tus obras, este acto de lectura está asociado al ejercicio del poder, como si la policía política se hubiera tomado muy en serio La muerte del autor de Roland Barthes y como si la historia del arte en Cuba pudiera ser entendida como el producto de un solo autor, la Seguridad del Estado. Esta es una idea que escuché esbozar en algún momento a Luis Manuel Otero Alcántara, hoy preso en las cárceles del reǵimen, pero que adquiere mucho sentido tras las protestas de este año y tras el surgimiento de movimiento artísticos y cívicos como el Movimiento San Isidro y el 27N, del cual tu formas parte activa y que se encuentra en constante tensión y represión a manos de la Seguridad del Estado.
¿Has pensando en este procedimiento creativo como una contranarrativa de la cultura producida en el mainstream? Es decir, invertir el flujo de de intercambio de conocimiento en donde lo producido en el centro viaja de modo fragmentario hacia la periferia, y desde ahí devolvemos un producto deforme o completo, en cualquier caso con una marca particular producida por la agencia de un lector-productor. Pienso en esa frase de Sartre: «un hombre es lo que hace con lo que hicieron de él», y en tu obra La muerte del autor se paga con el nacimiento del lector, en la que te apropias de la Biblia y la declaras de tu autoría. ¿Crees que ese goteo de información hacia el Caribe es un producto de un «diseño cultural» colonial y de la globalización como parte de este diseño?
Yo considero que este «diseño cultural» global, marcado por la historia colonial muy seguramente, es parte constitutiva de cómo fluye la información desde «los llamados centros culturales» hacia la periferia, lo que no es más que una de las tantas maneras en las que se concreta la relación global entre privilegiados y desposeídos. A mi no me interesa tanto esa parte como el «desfasaje» que se produce a la hora de leer y administrar esos contenidos. Un desfasaje que para mí no es temporal, es decir, no tiene que ver con la noción de atraso, sino semántico y que tiene que ver con la agencia cultural del factor racial y étnico, sobre todo, la perspectiva que emana de las culturas indígenas en Latinoamérica, o de la herencia africana experimentada fundamentalmente en el Caribe y Estados Unidos debido a la esclavitud.
En el caso de Cuba, este desfasaje se convirtió en parte del proyecto socialista cubano, que intentó invertir esta relación de consumo y con eso apareció la represión, la censura y el sesgo, aunque esto último provino de la influencia soviética, otra metrópoli. En cualquier caso, la relación con los contenidos producidos en el «centro» desde el Caribe es distinta, y me gusta pensar en esa noción del goteo como algo que genera, en primer lugar, una sed de conocimiento, y en segundo, un vacío que es capaz de motivar una cultura diferente a través de los retazos de la cultura occidental. Aunque internet ha acercado los contextos y es más fácil hoy la comunicación, el foco de visibilidad aún sigue estando en New York, Londres, Los Angeles o Berlín.
No obstante, la producción cultural no se detiene fuera de estas ciudades. En los años ochenta, en Cuba, un artista con fuerte influencia del minimalismo y el land art como José Manuel Fors vio por primera vez Spiral Jethi de Robert Smithson a través de una fotocopia en blanco y negro. Primeramente pensó que era un dibujo, hasta que años más tarde cuando vio la foto de la instalación en el terreno quedó asombrado.
Durante esa época, en Cuba, la producción artística norteamericana era un elemento peligroso para el gobierno, por lo que cualquier relación con ella tenía una dimensión traumática. Aunque el corte nunca pudo ser radical, gracias a una cultura clandestina de intercambio que fue común en el eje comunista y a la cercanía geográfica entre Cuba y Estados Unidos. Durante los años noventa y los dos mil, el gobierno de la isla mutó de ser una dictadura comunista a una dictadura regular nacionalista, y comenzó a enfrentarse cada vez más a la triste realidad latinoamericana de la falta de presupuestos, la corrupción, la inmovilidad política y la cultura de castas heredada del coloniaje español, donde al acceso a la información ha sido un importante campo de batalla. Esta batalla por la conquista de la memoria o el archivo cultural, no solo se expresa en relación a lo producido en el mainstream, sino también en relación a la historia nacional. Es sintomático que muchas de las historias de la vanguardia en el Caribe existan como un rumor oral, pues la carencia de bibliografía es un hecho que nos afecta a todos. Con mi obra, he tratado de convertir la carencia en un espacio de imaginación y fundación de mitos artísticos, pero esto último no ha sido fácil de hacer sin recursos.

No obstante, volviendo a Félix, hoy puedo acceder a la paǵina web de su fundación y obtener mucha de la información que necesito, pero hay cosas que sigo encontrando. Como, por ejemplo, el hecho de que la semana pasada supe por ti que la longaniza de bombillos para Félix es una abstracción de las Cataratas del Niágara, según una carta enviada a Marieluise Hessel contenida en CCS Bard Archive, a la que tú, al mismo tiempo que atraviesas un proceso de exilio tienes acceso. Si este encuentro no es una contranarrativa, lo mismo en relación al régimen cubano que a una escuela diseñada para el uno por ciento más rico de la población mundial, no sé que lo es.
Quiero que hablemos de un hallazgo en común que podemos considerar un site-specific geográfico y trashumante, un suceso que solo pudo darse por mi presencia en CCS Bard College en New York y tu manera de habitar el arte contemporáneo en La Habana.
Hace poco descubrimos juntos al artista angelino Daniel Joseph Martínez, lo curioso es que tanto tú como yo ya habíamos sido motivados por una imagen suya, pero desconocíamos su obra. En tu caso, un catálogo consultado en el año 2012 dejó grabado en tu mente los pequeños pines que decían «I Can’t Imagine Ever Wanting to Be White» («Nunca me podré imaginar querer ser blanco», 1993). Mientras que yo, en una visita introductoria a los archivos de CCS Bard, tomé fotos de algunos objetos que me llamaron la atención ese día. Entre ellos, estaban los pines de Martínez contenidos en el archivo de John G. Hanhardt, uno de los curadores de la Bienal de Withney de 1993. Ninguno sabía que nos habíamos conectado con la misma imagen en diferentes momentos y espacios distintos, hasta que hablando sobre Félix González-Torres describiste la obra de Martínez y yo te devolví una foto con imagen.
Me gustaría que reprodujeras ese hallazgo desde tu perspectiva y que narraras el encuentro que tuviste con la imagen de Daniel.

Era el año 2012, yo estaba comenzando a trabajar y me interesaba mucho poderme involucrar con procesos creativos lo más sintéticos posibles. En ese momento me cae en las manos un catálogo de la colección angelina de arte contemporáneo de Tom Patchett, el creador de Alf, que le pertenecía al artista cubano Ezequiel Suárez, quien estaba incluido en este catálogo. Me acuerdo que vi obras que no conocía de Mike Kelly, que vi por primera vez las pinturas de Manuel Ocampo, y las obras de Rubén Ortíz Torres. En el catálogo también había una imagen muy ríspida de un pin con el texto: «I Can’t Imagine Ever Wanting to Be White». La frase me pareció un aforismo formidable, un género que siempre me ha interesado practicar y que comencé a publicar en redes sociales desde el año 2020 bajo el nombre de Aforismos ensartados. La frase me pareció muy buena, en sintonía con la tradición aforística de Emil Cioran o Lichtenberg, pensadores conservadores que profesaron una fe exquisita en el lenguaje y un gran talento poético, pero que a la misma vez son muy políticamente incorrectos. Aunque esta pieza de Daniel Joseph Martínez viene de un sujeto latino en Estados Unidos, situado al otro lado del espectro político de estos europeos, creo que lo políticamente incorrecto debe ser un derecho que las personas no blancas debemos tener.
Lo que más me sedujo fue que la obra había formado parte un megaevento de arte como la Bienal de Whitney del año 1993, y el hecho de que los asistentes y los trabajadores del museo tenían que usar el pin durante la bienal. El procedimiento artístico era muy simple, podía haber llegado a perderse, el pin es pequeño y no tiene más atractivo visual que un buen diseño tipográfico con un color plano de fondo, todo un ejercicio postconceptual de intervención pública. El catálogo hablaba de cómo la obra había llegado a convertirse en portada de Artforum en mayo de 1993. El hecho de que este pin ilustrara la portada de una de las revistas de arte más importantes del arte internacional me parecía un triunfo del arte entendido como un recurso didáctico, al estilo del conceptualismo más clásico, sin recurrir, no obstante, a ningún tipo de didactismo. Esta especie de anarquismo sintáctico infiltrado en los formatos de la publicidad, al estilo de los mensajes subliminales en la película They Live, de Carpenter, o de los truismos de Jenny Holzer, ha inspirado constantemente mi obra.
No obstante, todo lo que he dicho hasta ahora tiene un carácter retrospectivo. Porque la imagen del pin se mantuvo en mi cabeza durante todo este tiempo, pero no podía recordar lo que decía la frase exactamente, aunque tenía la idea. No podía recordar en qué año había sido la portada de la revista Artforum, tampoco recordaba que el megaevento de arte había sido la Bienal de Whitney de 1993, y ni tan siquiera podía nombrar al artista. Está claro que ese olvido tiene que ver con el entendimiento precario que tenía en aquel entonces del aparato que rige el mundo del arte, bienales, eventos, publicaciones, autoría, etcétera. Pero la imagen de la obra permaneció como un principio activo en mi memoria hasta hace un par de meses cuando, durante una conversación contigo sobre los archivos de Félix González-Torres en CCS Bard, redescubrí todo lo anterior.

Recuerdo que durante la conversación sobre Félix estábamos hablando de cómo su obra adquiere para nosotros nuevos sentidos a través de la información que has podido obtener de CCS Bard archives, y que te lancé una pregunta random sobre un artista que había hecho un pin con un mensaje racial durante los noventa en New York y que había permanecido en mi memoria por nueve años. Me conmocionó que, sin ninguna esperanza ni pretensiones de encontrar respuestas, me mandaras de vuelta la imagen de una foto con la obra de los pines de Daniel Joseph Martínez, que CCS Bard conservaba como parte de su colección de los archivos de John G. Hanhardt, uno de los curadores de la Bienal de Whitney de 1993. Para mí, este rápido intercambio tuvo un sentido casi místico, que me ha hecho pasar largas horas de los últimos dos meses investigando sobre Daniel Joseph Martínez, cuya obra, por cierto, me encanta.
Me gusta considerar esta entrevista-exposición como un site-specific migratorio. El tiempo es un factor fundamental dentro de tu trabajo, pienso en Reencuadre (2012), una obra producida el mismo año en que viste por primera vez «I Can’t Imagine Ever Wanting to Be White». Reencuadre retoma la fotografía del fotógrafo cubano Luis Korda publicada en 1959 cuando Fidel Castro tomó el poder en La Habana. La imagen fue recortada para la prensa por otro gran fotógrafo, Alberto Korda, por motivos formales para poder publicarla en un formato de prensa. Irónicamente, el recorte deja fuera la figura de un revolucinario negro (la revolución cubana no construyó héroes negros) y la del comandante Hubert Matos, un prestigioso lider revolucionario que a solo unos meses de tomada esta fotografía sería considerado un traidor por el propio Fidel Castro. ¿Crees que podríamos tratar esta entrevista-exposición como una forma singular de arte hecho de tiempo y de desplazamiento al estilo de Reencuadre?

Nadie negará, que el tiempo es uno de los elementos que hacen al arte. En el caso del trabajo de Daniel Joseph Martínez creo que la obra no es un pin, sino un aforismo, un verso con una secuencia temporal que los años no han logrado mitigar su sentido. Solo hay que mirar las tensiones raciales que disparó la muerte de George Floyd dentro y fuera de Estados Unidos, y está obra adquirirá nuevos significados gracias al tiempo, el desplazamiento y la memoria. Además, literalmente, la obra estuvo diseñada para ser movida alrededor del museo a través de los asistentes, por lo cual el elemento kinético es importante. Quizá el movimiento, la inestabilidad, la precariedad y lo efímero sean esenciales para el sujeto no blanco en Estados Unidos, entiendo lo blanco como un privilegio asentado, empoderado, inamovible, como una pintura en el MET o en el MoMA. Lo underdog va colgado en una camisa y pasa del elevador a la sala de exposiciones, de los baños o a la zona de carga con facilidad.
Con respecto al site-especific, considero que es un género intimidante. Si bien el ready-made se basa en el proceso de descontextualizar un objeto de su espacio extraartístico al transportarlo hacia el marco institucional del arte. El site-specific intenta llevar el objeto artístico fuera de este marco institucional. De ahí que ya no es la convención arte la que resguarda al objeto, sino el objeto el que debe crear la convención, crear el espacio artístico. Para mí el site-specific total es The Base of the World (1961), de Piero Manzoni. Aunque los críticos hablan de The Base como una escultura, me gusta leerla como un site-specific que convierte el mundo en un espacio artístico.
Bajo esta óptica, nuestra entrevista convierte mi proceso migratorio en un espacio artístico, quizá de haberlo pensado así hace un año hubiera sido menos estresante. Me fascina que hayas mencionado The Base, teniendo en cuenta que para Manzoni era un homenaje a Galileo, lo que recuerda cómo en los inicios de la modernidad y el capitalismo la pregunta más importante de la filosofía era de carácter formal. Galileo además inventó el telescopio, una revolución óptica que sin duda no escapa a la perspicacia de Manzoni cuando se le ocurrió esta obra. The Base es el telescopio, situado metafóricamente en la Luna, desde el que se mira la dimensión escultórica de la Tierra, definida por el pedestal como un espacio artístico.

Estoy muy de acuerdo. En cuanto a nuestra exposición, debemos tratar de habitar el espacio de una manera delicada y poética y contar nuestra historia. Creo que eso será suficiente para convertir el proceso que nos llevó hasta aquí en algo específico. Porque en lo que a mi obra respecta, soy más un artista conceptual, un archivero, que un instalacionista.
Me interesa saber cómo ves este hallazgo en común desde la perspectiva de estar situado en el Caribe. Y sobre todo, me gustaría que especularas sobre cómo este hecho en particular puede estar relacionado con tu proceso creativo.
Lo que más me interesó y me sigue interesando de la obra de Martínez es la tradición en la que se inscribe. Por supuesto que el arte conceptual es responsable (entendiendo el arte conceptual, desde Duchamp hasta nuestros días) puede ser leído como un cambio de paradigma del artista como demiurgo, al del artista como un productor cultural. Te invito a pensar solo en una parte de las significaciones a las que hemos accedido gracias a un texto grabado en un pin: la poética del aforismo, la cuestión de la forma en el arte contemporáneo, la discusión racial, la emigración, el privilegio blanco y el acceso al archivo, los megaeventos de arte y las portadas de revistas.

Si alguna de las obras que yo produzco llegara a tener tantos significados, ya yo me consideraría afortunado. Solo cuando las obras no pretenden ser más que un pin colgado en los asistentes de una bienal, pueden llegar a abrazar tantos aspectos como esta, porque se diluyen con la vida misma, y la vida, en principio, también está hecha de tiempo. De este tipo de arte es del que me interesa aprender.
Volviendo a Félix González-Torres, esta misma sencillez sin pretensiones puede encontrarse en una obra como Perfect Lovers, que incita pensar en una idea del amor como un asunto de correlación temporal. Mientras que la obra de Daniel Joseph Martínez invita a pensar la racialidad como una difracción temporal, en la que el adverbio ever marca la distancia entre sujetos blancos y los sujetos no blancos. El hecho de que una obra como esta haya terminado en la portada de Artforum es una fiesta que me motiva cada día a hacer arte, sin menospreciar el impacto que pueden tener pequeñas acciones subversivas de la narrativa de lo cotidiano, que en última instancia también es la narrativa del poder.
Desde el Caribe, ver una obra como «I Can’t Imagine Ever Wanting to Be White», en 2012, fue un empujón de autoestima para un artista conceptual como yo, teniendo en cuenta que se trata de un área donde los formatos tradicionales del arte tienen mucho peso tanto en el mercado y la academia como en los museos. El estigma del arte conceptual en el Caribe es el de ser considerado por muchos como un gesto esnobista, o el de la falta de visibilidad, en el que gestos como este suceden y no hay nadie quien los recuerde o los documente. En un contexto como el caribeño, esta obra difícilmente te llevaría a la portada de una revista importante como Artforum, sino que más bien te apartaría de los circuitos que legitiman y mantienen financieramente el arte que se produce en la región.
En efecto, es interesante lo que dices acerca de la «revista importante», lo que me hace pensar que en realidad de lo que adolece el Caribe es de un marco institucional que le da valor a prácticas menos tradicionales del arte. Creo también que, aunque existan instituciones o prácticas curatoriales interesadas en la tradición de arte conceptual dentro del área, el diseño cultural imperial no está interesado en que el Caribe sea un centro productor de este tipo de arte.
Hablo de la mirada del colonizador que, a la manera de Cristóbal Colón en 1492, proyecta expectativas de exotismo sobre la tradición del arte caribeño y viene a las islas en busca de colores fuertes y experiencias traumáticas, algo así como lo que el arte moderno extrajo de las periferias a través del término «primitivismo». De ahí, por ejemplo, que el artista insigne del Caribe hasta ahora sigue siendo Wifredo Lam. Si bien Lam fue un artista increíble, su éxito incomparable en relación a otros modernistas caribeños de su época, tan buenos como él, tiene que ver con que Lam fue el artista escogido por Occidente para depositar sus expectativas sobre lo «caribeño». Dentro del diseño cultural de Occidente, el Caribe no puede no participar de cierto matiz primitivista, colorista o tropical, teniendo en cuenta que la razón, la geometría, la planificación y la abstracción pura son el dominio del hombre blanco y su conquista absoluta de la naturaleza. Mientras que en el Caribe, el hombre se encuentra a medio camino entre la civilización (el dominio del instinto) y la naturaleza, al estilo de un salvajismo sofisticado.

Estoy muy de acuerdo contigo, la mirada del colonizador es algo contra lo que luchamos constantemente y algo que nos define sin más coerción que el orden de cosas que construye el conocimiento. Para mí ha sido muy liberador poder convivir con una imagen como esta durante mucho tiempo sin haber experimentado la Bienal de Whitney de 1993, sin haber visto en vivo alguno de esos pines, pero finalmente adquiriendo una comprensión mayor de la obra a través de mi diálogo constante contigo en New York. La suerte es que tú no necesitas venir al Caribe en busca de exotismo, no se si en realidad necesites venir al Caribe en general, porque el exótico ya eres tú. Como decía Borges: «En el Corán no hay camellos». Pero los dos sabemos que la subalternidad del Caribe es un producto muy rentable para Occidente y más que rentable, necesario como antesala de la colonización. Porque Occidente necesita enmascarar su cultura extractiva y colonial como un plan civilizatorio, al mismo tiempo que demanda una autenticidad de los contextos coloniales como prueba de que el plan civilacitario funciona y debe continuar. Una obra como esta de Daniel Joseph Martínez desafía cualquier formato de lo turístico caribeño, incluyendo esa noción de desastre, magia, surrealismo y disfuncionalidad que permea el área. Me viene a la mente una frase de Maurice Blanchot: «El desastre lo deja todo como estaba».