Algunos todavía creen, con la misma plácida inocencia con que los niños creen en los cuentos de hadas, los adolescentes en el amor y una resonante mayoría de los hombres y las mujeres en su derecho a la felicidad, que Cuba va a cambiar, y pronto, y tanto, que no va a ser muy diferente vivir allí de vivir en Ecuador o Panamá. Pero Cuba no puede cambiar, porque los cubanos, por mucho que se quejen de su infortunio y bisbiseen su deseo de vivir más holgadamente y entre dientes maldigan con saña a los que los gobiernan, aún no saben, después de tanto tiempo tratando de averiguarlo, lo que quieren ser.
A muchos, aunque a lo mejor no la mayoría, no les disgustaría que Cuba fuera como Ecuador y quedarían aún más complacidos si fuera casi tan próspera como Panamá. A otros, que quizás ya no llegan a la mitad y uno más, les parecería preferible que la isla se hundiera en el Caribe a ecuatorializarla, o al menos eso es lo que dicen, tronitonantes, cuando toman la palabra en un congreso del Partido Comunista o en la Asamblea Nacional, o cuando los entrevistan en la televisión, sin temor de ofender a los países, casi todos los que existen, cuyos modo de vida y organización política ellos no prefieren a la muerte.
Los demás, que tal vez duplican en número a los otros dos grupos rigurosamente sumados, solo quieren, en principio, comer más, esperar menos tiempo la guagua y que el techo de su casa no les caiga encima la próxima vez que llueva, o se lo lleve hasta la Florida un huracán en vez de llevárselos a ellos. Estos bienaventurados, sin embargo, se contentarían, y mucho, si los otros dos grupos se callaran de una vez y se resignaran a aceptar lo que ellos hace mucho han aceptado sin excesiva, inconveniente tristeza, que Cuba no pasa por una fase excepcional, no padece las furiosas consecuencias de un error o un crimen, que podrían ser, aunque costosamente, enmendadas, sino que lo que es ahora, es lo que debe ser, lo que Cuba es más genuinamente, lo que los cubanos se han buscado, lo que se merecen, y todo lo que van por siempre a ser. No Ecuador, no Panamá, ni siquiera Miami, sino, definitivamente, ellos mismos como son ahora.
La derecha política de Cuba, que restaña sus magulladuras y su sangrante impaciencia cada domingo, sabe en qué querría convertir al país, aunque no sepa, después de sesenta años considerando el asunto, cómo convencer a suficientes cubanos de que semejante cambio traería tantos y tan rápidos beneficios que los más hondos sacrificios de cada uno y de todos para obtenerlo estarían justificados. Lo que la derecha propone es abrumadoramente sencillo, su estridente mediocridad es atractiva, ser como los demás. No tiene encanto copiar a otros, sobre todo copiar a Panamá en vez de a Noruega, pero tampoco se corre el riesgo con ese plan tan desangelado de llegar a un sitio completamente distinto del que se quería en el principio, como le pasó a Cuba en 1959. La derecha cubana ha estado tan dedicada a denunciar la contundente ilegitimidad de los dueños del país, que apenas ha considerado qué haría con él, si de repente le cae en las manos, para poder gobernarlo aunque sea un año antes de que reviente de desengaño y se vuelva crónicamente ingobernable.
Algunos grupos han avanzado borradores muy rudimentarios de una nueva república con unos pocos restos de la actual, salud y educación públicas, garantías para los ocupantes actuales de casas y tierras expropiadas, pero ni siquiera estos bien intencionados pueden explicar cómo, cuando el estado sea radicalmente contraído, podría continuar sosteniendo los extensos derechos y servicios a los que los cubanos están firmemente acostumbrados, y mucho menos, qué hacer para que Cuba primero se desenrede del sinsentido actual, luego sobreviva el caos casi inevitable de la transición, y entonces comience a crecer sin que la prosperidad, si llega, fracture de nuevo al país, lo divida aún más ásperamente de lo que estaba cuando Fulgencio Batista dio su grotesco cuartelazo.
El propósito de la izquierda debería ser responder esa resbaladiza pregunta, cómo obtener, en las groseramente adversas circunstancias de Cuba, que el país crezca en forma continua, justa, proporcional y sostenible, que no salga solo la minoría de esta catástrofe, y que no pierda la mayoría lo poco bueno que tiene. Fidel Castro y su corte nunca adivinaron la respuesta a esa pregunta tremebunda, y después de un tiempo, cuando vieron, quizás con asombro, que los cubanos se habían acostumbrado pacíficamente a vivir con solo lo imprescindible, agua, sol y un mendrugo de pan cada día, dejaron de pensar en ello, aunque pretendan todavía seguir haciéndolo.
La izquierda cubana que sobrevivirá a Fidel y Raúl Castro tendrá que realizar una frondosa introspección para encontrar una respuesta tal vez solo medianamente satisfactoria a este acertijo, y luego buscar un Demóstenes que convenza al país de que este nuevo experimento tendrá mejor conclusión que el anterior y es más tentador que el plan de la derecha de evitar más experimentos basados en la sabiduría de filósofos alemanes del siglo en que fueron inventados el telégrafo y el ferrocarril. Por maltrecha y frustrada que esté, y por mucho que les duelan a sus adalides los verdugones que aparecen en sus cuerpos tras cada encuentro semanal con la policía, la derecha cubana está en bastante mejor forma y tiene más posibilidades de gobernar Cuba cuando no lo haga más el gobierno actual, que sus futuros rivales de la izquierda poscastrista, que ni siquiera tienen verdugones de que ufanarse frente a la prensa extranjera.
Los curiosos sucesos de las últimas semanas han hecho más tortuosa y empinada la ruta de la izquierda cubana después del castrismo. Barack Obama ha intentado liberar a la derecha cubana de su más pesada desventaja, su gran falta política y moral, su asociación directa y no disimulada con un poder extranjero decidido a forzar por cualquier medio la caída de un gobierno de amplísima mayoría popular. El gobierno cubano ya no comanda una mayoría, salvo la de los que lo desprecian, y Obama hizo en La Habana todo lo que pudo para probar que tiene más fe en la creciente, arrasadora influencia de cien mil o un millón de papitos peluqueros, que en la posibilidad de que Antonio Rodiles sea Presidente de Cuba antes del final de la década, que es, si se mira bien, lo mejor que le pudo pasar a Rodiles, aunque él haga como que no se da cuenta.
Mientras el espacio de la derecha se abre, la izquierda ve cómo el suyo sigue cerrado por la vanidad, la ignorancia y la rampante crueldad de Fidel, Raúl y los mil alcornoques que aplaudieron hace unos días, en el Congreso del Partido Comunista, algunos de los discursos más necios que se hayan pronunciado en Cuba, lo que es mucho decir, porque en Cuba los necios tienen el mal hábito de perorar sin jamás cansarse. Si alguna ilusión tenía aún la izquierda cubana de que podía ser reformado el país desde el Palacio de las Convenciones, las universidades, la revista Temas, el Centro Marinello, los conciertos de trovadores, los blogs de fulano y mengano, los programas de maestría y doctorado en Londres, México y Madrid e incontables, infinitas sobremesas en la isla y alrededor del mundo, y no, si de verdad existiera esa posibilidad, desde las calles de las ciudades y pueblos de Cuba, este Congreso, si algo útil hizo, fue romperla.
Llegados a este punto, si la izquierda cubana quiere conservar la posibilidad de presentarse al país en el futuro como una opción realista de gobierno, debe admitir que ni Raúl Castro ni cualesquiera de sus delfines tienen intención o habilidad para sacar a Cuba de su fondo, o van a dejar que otros lo hagan, y debe reclamar tan vigorosamente como pueda, y se atreva, democracia, no una modalidad fantasiosa e ininteligible de ella, cubierta de citas intrincadas y una larga bibliografía de cola, descubierta por sociólogos y politólogos en utopías y no en la historia, con una cáscara de adjetivos, popular, participativa, comunitaria, que en Cuba suenan más como excusas que como teorías, y menos aún como demandas, sino la misma, simplísima, imperfecta y formidable idea de democracia por la que tantos hombres y mujeres de izquierda y derecha, norte y sur, este y oeste, arriba y abajo, han peleado y padecido, y han sido apaleados, encarcelados, despedazados, y lo son todavía, ahora mismo, casi dondequiera, Cuba incluida.
Sería necesario que la izquierda cubana tuviera al menos una pizca de simpatía y solidaridad, o de caballeresco respeto, por los que, aunque tengan un propósito final vastamente distinto, han tenido el rabioso y persistente valor de pedir a gritos lo que la izquierda debería estar pidiendo también, y con los mismos malos modales. Hasta que la izquierda cubana no recobre y pruebe su apego y dedicación a la democracia, y a la libertad, integridad física y derechos políticos de los que piensan distinto de ella, no merece que el país le preste un solo segundo de atención, y, en el futuro, que le otorgue ni un solo voto.
La mayoría de los cubanos, sin necesidad de cavilar profundamente, que no se les da bien de todas maneras, ha concluido lo mismo que Barack Obama y todas las cancillerías de Europa y América Latina, que Raúl Castro y su junta de generales, burócratas y charlatanes, son el único grupo viable de gobierno en Cuba, y que no van a ser echados del poder ni por la oposición de derecha, obstinada, zoquete, pero diminuta, fragmentada y estéril intelectualmente, ni por una oposición de izquierda todavía hipotética, o peor, académica. En manos de Raúl Castro y sus más seguros sucesores, a Cuba le queda mucho así. Este inexplicable desastre ha durado tanto que se ha vuelto cómicamente normal, esto es lo que Cuba es, y a veces sí parece que no puede ser de otra manera.