La primera vez que vine sola a La Habana tenía 18 años. Llegué de madrugada a la terminal de ómnibus, serían las cuatro en punto, y como a los 18 años uno no entiende muy bien el mundo, salí de la terminal con mi preciosa maleta blanca y mi cámara de turista colgando al cuello. Nada más poner un pie afuera, la guagua que debía tomar para llegar a mi destino se detuvo frente a mí. No se me olvida nunca, un P12 con música de piscina. Pagué y me senté entre jóvenes hipertatuados que volvían de no sé dónde y unas mujeres con pantis de malla y cejas de carbón.
Estuve mirando por la ventanilla casi una hora: las avenidas, las estatuas, los bares con sus carteles de neón, una pelea de amantes, chicos en patines… Hasta que la guagua se detuvo en el Parque de La Fraternidad y los últimos pasajeros se desmontaron, entre ellos yo, que no reconocía el lugar, ni veía a mi tío paterno. Así que saqué el teléfono y lo llamé. Pero él me esperaba en una parada de Boyeros, lejísimos, porque yo había cogido la ruta correcta, pero en sentido contrario. Me puse tan nerviosa que le colgué. Y todo lo que vi fue un parque en tinieblas, de gente difuminada con ojitos brillantes que me sonreían como hienas, y entonces lo sentí. Un jalón de brazo, y un chico que me dijo: «¡Móntate cuando vire, móntate cuando vire la guagua! ¿Me escuchas? ¡Te tienes que montar, niña, o no sales de aquí!».
La guagua dio su vuelta en menos de diez segundos, y me subí, y me acurruqué en un sillón del fondo como una tonta, todavía sin entender del todo, intentando ver de nuevo aquel rostro que me miraba serio desde abajo. Como vigilándome. Como cerciorándose. Hasta que el chófer arrancó conmigo adentro y un borracho que le cantaba a la noche, sujeto a una de aquellas canecas desaparecidas.
Todavía cuando vuelvo tarde a casa desde La Habana vieja, cuando paso el Capitolio y atravieso sola ese parque baldío donde apenas queda un revendedor de divisas, un manisero errante y dos mujeres que te ven pasar mientras fuman, cuando veo la larga cola de gente haciéndole señas a los carros para donde vayan, cojan por donde cojan, porque es casi de noche, porque la inflación se ha tragado el transporte y la calma, vuelvo a sentir en el brazo aquel agarre definitivo, aquella salvación, y me repito:
«Te tienes que montar, niña, o no sales de aquí».
***
No sé si debería contar esta historia, pero ya lo estoy haciendo. Hace más de tres años un par de amigos me pidieron acompañarlos a Casablanca y no pude; me había enfermado por comer atún, tenía vómitos. Así que mis amigos fueron solos. Abordaron la lancha que llega hasta Casablanca, subieron la escarpada en espiral que conduce al monumento y se sentaron a los pies del Cristo en unos grandes bancos de piedra desde donde vieron La Habana en lontananza, hasta que oscureció y solo pudieron distinguir, entre el agua gris de la bahía, los reflejos titilantes de una ciudad triste. La primera en sentirlo fue ella, una soledad muy grande. Le trepó por todo el cuerpo como un hormiguero hambriento. A él le tomó unos minutos más, hasta que le dijo: «Me pasa algo, algo me duele». Así que se dispusieron a irse de allí, pero no había en qué. Los últimos carros de renta que trajeron turistas se habían ido antes del atardecer, y un custodio de alguna empresa, que pasaba por allí, les recordó que había una guagua, que podían volver en esa guagua a la ciudad.
Esperaron con aquel hormigueo, con aquella sensación de estar lejos de todo, hasta que a las diez de la noche dobló la curva una guagua con tres pasajeros. Se subieron. A ella se le perdió la cartera al pagar. Él se golpeó en la cabeza al sentarse. La guagua arrancó y antes de que salieran de esos hierbazales que rodean El Morro, le pidieron al chofer detenerse, por favor, y anduvieron varios kilómetros cogidos de la mano en una especie de sopor, de miedo, que les pegaba la ropa al cuerpo, y que ella me contó por teléfono, al otro día, llorando. Un miedo que no había sentido nunca. Jamás. Llegaron a su casa de El Vedado y la anunciaron en venta, con todo adentro, libros y cortinas, zapatos y cubiertos. Todo, todo. Tres cuartos, tres baños, portal, cocina, terraza, placa libre. Lo vendieron todo. Salieron de La Habana rumbo a México días antes de que comenzara la pandemia. Ahora tienen un hijo. Saúl. Viven en Texas. Ella trabaja en una fábrica y él es chófer. «Lo que sentimos esa noche fue un anuncio de lo que caería sobre el país. No podemos hablar de eso», me dijeron la última vez que conversamos, «No podemos hablar de eso porque cada vez que lo hacemos sentimos ese aire muerto de Casablanca soplándonos en la nuca».
***
Hace algunos meses me encontraba subiendo por 60, como quien busca la 5ta Avenida; había pasado horas en un invernadero de la calle Tercera escogiendo una postura de flores para el patio interior. Finalmente me decidí por esas florecitas azules que parecen hechas de satén y polvo, me decidí por esas porque el vendedor desconocía su nombre y porque me recordaron ciertos poemas de Emily Dickinson.
No más llegar a la 5ta Avenida, a esa esquina donde se levanta la torre de la Iglesia de San Antonio de Padua, a quien se le pide amor con monedas regaladas por extraños, una gota helada me calló en la coronilla. Y otra, otra, otra. La avenida y los carros desaparecieron bajo un aguacero que levantó el vapor a un metro del asfalto y me hizo correr hasta las puertas colaterales de la iglesia, donde había dos hombres guareciéndose y un panal.
El panal era enorme y oscuro como la tierra, y las abejas, quizá alborotadas por el agua, volaban en todas las direcciones, pero a los hombres parecía no importarle, ni siquiera las espantaban, se veían entre ellas como se ven dos presos en una celda, sin dejar que la mirada caiga, sin parpadear. Uno estaba vestido de traje negro y llevaba un maletín de ejecutivo, el otro era mucho más joven y parecía haber ganado una maratón, incluso lucía en la frente una banda sudadera de la marca Nike. Llovía mucho más, relampagueaba, y un par de abejas comenzaron a sobrevolar mis flores, y por miedo a las picaduras dejé la bolsa de tierra recostada a una de las enormes columnas, y enseguida vinieron más abejas a libar. Uno de los hombres, el de traje, besó al otro en la boca, salió a la calle corriendo y desapareció. Y el otro hombre se acercó para decirme: «Las abejas te robaron tus flores…». Hizo un intento por espantarlas, pero le pedí que no, que las dejara: «Te van a picar», le dije, «son demasiadas». El hombre se me acercó y vi, bajo la sudadera, unos pómulos afilados por las carreras y un cuello con venas dibujadas, y aquella marca como de mordida, entre el rojo y el violeta, por debajo de su mentón.
—Yo también he perdido algunas flores.
Me lo dijo con pesar y se fue en la misma dirección que el otro, corriendo como una bestia, hasta que el agua también se lo tragó.