Es casi unánime la opinión de que el colapso eléctrico ocurrido en Cuba a partir del 17 de octubre —que paralizó al país en toda su extensión y sumió en las tinieblas a una población ya extenuada por innumerables penurias— sería un síntoma extremo de la crisis multidimensional, endémica que enfrenta la isla desde hace más de 30 años.
Nada más ilustrativo del desastre que las pinturas negras de estos días… El éxodo actual —cuyas cifras recuerdan la huida de refugiados sometidos a feroces contextos bélicos o insufribles catástrofes ambientales, al punto de que ha llegado a estimarse una merma demográfica del 18 por ciento en los últimos dos o tres años— o el estallido social del 11 de julio de 2021 —y sus incontables réplicas microlocalizadas en gran parte del archipiélago— son, qué duda cabe, hechos incontestables que enuncian dramáticamente la depauperación de la vida cotidiana, la nulidad de los viejos mecanismos hegemónicos de cohesión social, la disolución de toda idea compartida acerca del futuro.
Al mismo tiempo, pareciera que cada vez más gente se revuelve e insiste en tomar las riendas, por lo menos, de su destino individual. Desde hace años, el régimen cubano no ha dejado de enviar señales dúplices, rigurosamente hipócritas, encastradas en el sempiterno bloque retórico del socialismo insular, acerca de este imperio del «sálvese quien pueda» que es la realidad de Cuba.
Y en un país cada vez más ineficiente y desigual —una humillante desigualdad que se mide sobre todo en el acceso a recursos básicos, como la comida o la luz eléctrica (la gasolina o el petróleo, y las plantas domésticas, por ejemplo)—, quien más puede es inexorablemente, al menos por ahora, la élite familiar, partidista y militar del totalitarismo.
Los expertos están convencidos de que el apagón más grande de la historia de Cuba —tierra de apagones tanto como lo es del son y del reparto— se debe esencialmente, no al «bloqueo económico», sino a la pésima gestión gubernamental: es decir, a la falta de previsión y de inversiones en el sector electroenergético, a la corrupción o la irresponsabilidad en el uso de préstamos y subvenciones extranjeras. En general, este no constituiría sino un episodio más del fallo multiorgánico hacia el que desde hace un lustro —desde aquella «situación coyuntural», en la lengua vernácula del poder— avanza sin prisa pero sin pausa la economía nacional.
Decíamos… nada tan icónico como el apagón total, última cifra y manifestación del poder totalitario en Cuba. Cuba y la noche: «¿O son una las dos?».
Vemos en estas fotos la noche del barrio Jesús María; todavía es domingo en La Habana Vieja. La noche del Día de la Cultura Nacional. Aquí nadie tiene ganas de entonar el himno de Bayamo. Quien ha encontrado donde cargar las baterías pone otra música para sus vecinos. La gente cocina con leña en la calle, come en la calle, la luz de un auto los encandila a cada rato…
«Yo pocas veces me había sentido tan inseguro», dice el fotógrafo. «Una pila de gente borracha, y drogada seguramente por “el químico” ese que cuesta 50 pesos. Y mucha bronca, sobre todo en la calle Bélgica, la que pasa por El Floridita».
El apagón total en Cuba ha tenido espacio en todos los grandes medios internacionales. Hemos leído en la prensa cubana independiente las justas denuncias sobre la inoperancia estatal. Ahí están los antecedentes, las proyecciones, el análisis de un colapso infraestructural que, de cualquier manera, no augura un cambio efectivo a corto o mediano plazo. Un cambio para bien, queremos decir.
Las imágenes cuentan el interior del gran apagón, el corazón de las tinieblas cubanas. «Cacerolazos en La Habana Vieja, muy pocos. Gente aislada», dice el fotógrafo. «Ya cuando regresé a casa sí había cacerolazos por todo Santo Suárez, donde yo vivo».
Durante el fin de semana no pocos internautas compartieron en redes sociales imágenes de El gran apagón, la conocida obra del pintor cubano Pedro Pablo Oliva. Hace 30 años, en medio del Periodo Especial, cuando miles de balseros improvisaban su fuga, el artista concibió ese retablo de gran formato cuya imaginería onírica, o lúdicamente pesadillesca —donde se mezclan las aguas turbias del surrealismo, el expresionismo, la tradición caricaturesca de la isla, retazos discursivos de la historia y la política, cierta espiritualidad animista, pagana—, revela hermosamente aquello que esconde la oscuridad en Cuba.
Estos días han confirmado quizá la índole profética de El gran apagón, que ya había sido elogiado en tanto una elocuente crónica del fin de siglo insular. Si esa pintura fue catalogada por algunos como «un Guernica cubano», la etiqueta nunca ha sido más exacta en su reverso. El tan anunciado bombardeo nunca llegó; la muerte y la ruina acontecen aquí como implosión.
Las últimas imágenes de esta galería enseñan la noche de El Vedado habanero: alguien pide «botella» y alguien espera una guagua que probablemente no va a llegar; otros juegan dominó; un camión de combustible abastece la planta eléctrica de algunos afortunados.
Solo la torre del hotel Grand Aston La Habana se nos muestra total, vergonzosamente iluminada. Y una mujer sola se recorta por un instante contra los faros de un auto.
(Fotografías cedidas por el autor).