Le iban a hacer a Sanders la pregunta sobre Fidel Castro o sobre la URSS o sobre Nicaragua. Pendía sobre él, que se dice socialista, que ha viajado varias veces a Cuba, que pasó su luna de miel en la URSS, que en 1980 visitó Nicaragua. El algún momento saldría a flote, así que comenzó diciendo: «Nos oponemos mucho a la naturaleza autoritaria de Cuba», y a continuación: «pero es injusto decir que todo es malo… Cuando Fidel Castro llegó al cargo, ¿sabes lo que hizo? Tenía un programa masivo de alfabetización. ¿Es eso algo malo? ¿Aunque Fidel Castro lo hizo?»
Fidel Castro posee una fama mundial de tirano o autoritario de cuya magnitud en Cuba, en la Cuba profunda, no se tiene suficiente idea. En cambio, fuera del caldo proteico de sus escuelas, centros de trabajos estatales y medios de comunicación oficiales, fuera de su zona vital, entre exiliados y emigrados, entre algunos jóvenes y/o emprendedores, a menudo se le adjetiva de forma severa y resulta incómodo —y hasta contagioso— mostrar algún grado de simpatía hacia «el Comandante».
No obstante, Fidel podría no parecer del todo un tabú en los Estados Unidos luego de que su liderazgo fuera cautelosamente rescatado del foso de las fieras por Barack Obama en 2016 y puesto en una especie de cuarentena o libertad condicional para reos poco peligrosos. Quizá ese fue el cálculo que hizo Sanders: exponer sus simpatías personales acompañado del recuerdo de Obama.
Pero si a Sanders nunca se le ocurriría salir a un mitin con un pulóver rotulado con el perfil de Castro, o con la hoz y el martillo, o usando la boina de Ernesto Cardenal como muestra de simpatía hacia el buen sandinismo, ¿por qué habrían de sacarle cualquiera de estos temas? Mi hipótesis es que escudriñan —de buena o mala fe— los dos recursos políticos más importantes de su campaña: el acceso libre y público a la salud y la educación. Alrededor de recursos similares se levantaron y se levantan actualmente figuras y regímenes autoritarios que han bloqueado entre otras cosas la libertad de expresión. Aun cuando en Cuba millones de conciencias se preguntan a diario si la libertad de expresión se come, o cura, u ofrece escuelas (porque el régimen se encarga de plantear esa dicotomía), pocos en el siglo XXI están dispuestos a darle luz verde a alguna forma de autoritarismo, tiranía, o dictadura.
Antes de proseguir vendría bien hacer notar que las prevenciones ante el totalitarismo han atravesado la cultura occidental durante por lo menos los últimos tres siglos. Saltándonos a Orwell, que bien pudo ser una especie de nerd obcecado luego de estar expuesto a demasiadas bengalas cruzando la noche en la Guerra Civil Española, podemos comenzar por el frío cálculo de Alfred Hitchcock. Hitchcock creaba situaciones donde un hombre común se enfrentaba a fuerzas totalizantes que lo oprimían y reducían a la mínima expresión porque intuía que reproducir una predisposición colectiva era la mejor manera de conectar al protagonista con el corazón del espectador. Kafka elevó eso a una categoría ontológica (otros dicen que teológica). En sus historias no se sabe bien si al hombre común le es inherente ser frágil, ser poca cosa, o si un poder ciego y sin cabeza, un dios errático y colectivo, diseminado entre la gente, en los detalles, en los errores, en los miedos, es el que lo oprime. Philip K, Dick, en los años sesenta y setenta, mientras el supuesto peligro nuclear pendía sobre Norteamérica, tras el reinado persecutorio del senador McCarthy, mantenía viva (y creando, generando historias) su noción de asfixia ante el ejército de agentes susurrantes y con fedora del FBI. Su cuento «El informe de la minoría» fue llevado al cine en 2002 por Steven Spielberg. En él la paranoia lleva a la paradoja totalitaria: se juzga y condena a personas por cometer crímenes que no han cometido. Pero a saber por narraciones como el Michael Kohlhaas de Heinrich von Kleist, quien murió en el XIX, pero vivió la mayor parte en el XVIII, ya existía antes del siglo pasado una sensibilidad que prevenía contra un Poder Absoluto y Opresor.
¿Quién es Bernie Sanders? ¿Será Bernie Sanders un ángel oscuro, un autoritario, un prototipo soviético, un Fidel Castro? Aceptar una pregunta de esta clase o profundizar en ella no solo es trivial, a mí se me hace peligrosa, predelictiva. Más allá de las opiniones y convicciones de Sanders, nadie sabe lo que ocurriría (y parece que ya no lo sabremos) en caso de que llegue al poder: si sería un tirano, si serían suficientes las fuentes económicas para cumplir sus promesas, si aguantaría la guerra que le hará el establishment, los media o la opinión pública en sí misma inyectada de fantasmas.
Lo que sí podríamos es intentar distinguir hasta qué punto es cierto que un proyecto de salud (ver la actual pandemia Covid-19) y alfabetización gratuitas y universales es en sí mismo maligno o, digamos, totalitario. ¿No puede concebirse como un logro neto de una sociedad organizada que se curen a miles de personas de ceguera, o de padecimientos coronarios sin que sea un privilegio, o que haya acceso libre al estudio? Nadie sabría decir en qué momento y bajo qué paquetes de prejuicios versus simpatías a un hombrecito se le prendió la chispa de encontrar un dispositivo social que garantice la igualdad a través de salud y educación para todos. La historia habla, por ejemplo, de Saint-Simon, Fourier, Robert Owen o Flora Tristán en el XIX, pero a saber por el pudor, la culpa o el miedo que experimentamos ante una escena de pobreza, mendicidad y caos existencial podría aventurar que la idea de una educación y una salud pública universales es un germen, una obsesión mucho más antigua, y cercana más bien a la voluntad gradual de conquistar o comprender el Universo, vencer o ganarle terreno a la Muerte y, en fin, ordenar la casa. Si a esto lo llamamos una pulsión que persiste como persiste la necesidad de ser virtuoso, o el miedo ante un Poder Opresivo, digamos que es una pulsión que Occidente ha ido politizando, llevando a agenda aun a expensas de convertirse en un quebradero de cabeza su sostenibilidad.
Podría decirse también que estas políticas de amplio impacto social llegan al mundo o, mejor dicho, principalmente a países del Tercer Mundo, en calidad de advenedizas, inmunodeprimidas por la pobreza, por la carencia de infraestructura, por una falta de correspondencia entre la oferta seductora de productos y la capacidad de consumo, por un campo sembrado tanto de empresas foráneas como por los espantapájaros y las holografías anticomunistas que estas empresas siembran para defender su pedazo. Quiero decir que cuesta hacerlo legítimo.
Un cubano que pone un pie en la Unión Europea se sorprende entonces de que allá hayan logrado esos derechos conservando la libertad de expresión y de empresa, sin guerra económica o mediática, sin que les estrujen en la cara ser «socialistas». Un cubano, o sea yo, cómo explicarlo, se descubre en la UE como si se descubriera de pronto en un sitio que siempre le habían dicho que era inconcebible, pero que quizá existía, en alguna fábula, en un lejano pasado.
A los europeos no se les señala por mantener el pulso de una asistencia de salud y una educación públicas y universales, ni por ser campeones de la ineficiencia, ni por tener dirigentes que duren más de diez años en el poder, como la Merkel en Alemania. Esas se reconocen como conquistas en educación y salud NO derivadas directamente del comunismo, sino del propio capitalismo, un modo de capitalismo cauteloso, prevenido contra el malestar social, el nazismo y el comunismo, que emergió después de la II Guerra Mundial. A nadie se le ocurre creer que las fuentes de inspiración están en aquellos proyectos autoritarios, porque ello implicaría hacer malditas esa atención sanitaria y ese empeño educacional.
Por un lado, están las veleidades de que son presa en muchos casos los dirigentes que impulsan esas políticas sociales. Estos de alguna manera se exponen a peligrosas dosis de sobre-legitimación popular. Son amados y adulados por grandes sectores sociales que se benefician de ellos y este amor se vuelve un padecimiento, un sobrecompromiso. Mucho peor si en dicha conquista del poder hubo, por ejemplo, levantamientos armados, numerosas muertes. Siempre quedará sobre la conciencia de sus sobrevivientes y herederos el fantasma de la sangre derramada, el peso de un esfuerzo que en absoluto puede haber sido en vano.
Dicho de otro modo: implementar este soporte de salud y educación conlleva violencia, entropía y su memoria suele dejar un saldo negativo; eso me recuerda, no sé bien por qué, acaso por lo atractivas tanto como por la volubilidad y la levedad de las circunstancias que las rodean, el anillo que seduce y fascina a la criatura Gollum de El señor de los anillos. Su custodia parece inducir una responsabilidad sin traspaso, que ni siquiera podría interrumpir la muerte del portador.
Es difícil separar la perla del estiércol sin embarrarse, pero puedo decir que la intención de mi madre subiendo a las montañas para alfabetizar no era totalitaria, era generosa, entregaba herramientas de emancipación cultural. La moral que tal gesto «épico» (alfabetizar) le inyectó la seguía emocionando cada día en que se celebraba la fecha en que se declaró a Cuba «Territorio Libre de Analfabetismo». El punto es que esa energía pudo haberle servido para ejercer o consentir algún tipo de ejercicio de poder desbordado sobre persona o grupo de estas, aunque eso no era de ninguna manera lo que la emocionaba. Le emocionaba, mirando hacia al pasado, haber sido alfabetizadora voluntaria, haber creído en ello. Este sacrificio, esta entrega al otro, esa sensación de llevarle luz a una época, fue acaso el momento más feliz e impecable de su vida, y no aquellos en los que excluyó a alguien por el modo en que pensaba, en caso de que lo hubiese hecho. Por otra parte, haber sido alfabetizado no implica necesariamente ser contagiado de una infección estalinista. La alfabetización es un bien instrumental que antecede a la ideología, se está alfabetizado o analfabeto como se está vivo o muerto, vidente o ciego. Es esencial para el desarrollo de un individuo en sociedad.
Fidel Castro no pudo alejarse del control, la virilidad y el potencial creativo que le otorgó el Poder. En el pueblo prevaleció su Presencia y él, además, no era pasivo, hacía la tarea en nombre de «la unidad». En ese sentido arrancó de raíz todo foco de oposición, ilegalizándola, persiguiéndola en el territorio nacional para luego tildarla de deshonesta y mercenaria cuando esta era lanzada por las circunstancias al extranjero para sobrevivir, organizarse y buscar fondos. Pero digamos que, en el gesto de aplastar la libertad de expresión y posponerla infinitamente en nombre de esa «unidad», se posicionó sobre el mantenimiento de un estado de excepción, un estado de sitio, una escenografía que nunca retiró. Todo lo contrario. Quiso acentuarla intransigentemente hasta volverla el aire que se respiraba. Fidel y la sociedad permisiva y agradecida que lo acompañaba, unida a él, contagiaron de represión sus conquistas universales de sanidad y educación como si estas implicaran necesaria y definitivamente un estado de represión permanente. Fidel & Cía. elaboraron entonces un patrimonio residual, una cadena de consecuencias, una entropía, que ha sido promovida oportunistamente —del mismo modo en que Fidel promovió su estado de sitio— por los ideólogos del capitalismo y el neoliberalismo como justa medida, como presa de guerra. La Falta de Libertad de Expresión, como valor en sí mismo, se volvió un rehén fácil, una de esas cabezas que los ejércitos enemigos deslizan de noche ante las puertas de las plazas sitiadas y las clavan en estacas para desmoralizar a sus habitantes.
Es difícil asumir a estas alturas en Cuba que tanto en el Capitalismo como en el Socialismo son posibles ciertas manifestaciones superiores de consenso social, tales como una conciencia antitotalitaria, o una conciencia anticorrupción. Estos gérmenes se encuentran en ambos sistemas sociales y no pueden promoverse del todo en una Constitución o un paquete de leyes, porque los dispositivos antitotalitario o anticorrupción son fáciles de violar, conllevan vigilancia individual, un acervo frágil, perecedero, que se conserva, pospone y disfraza en las relaciones interpersonales según sea el grado de honestidad, coherencia, y perspicacia. O sea, se preservan según un determinado grado de cultura y de memoria funcional, que permanece activa y consciente de sí. De otro modo se sostienen solo fugazmente, como se sostiene una de esas pasiones abrasadoras que desaparecen del mismo modo en que se presentan, luego de poner todo patas arriba. Se pueden llevar a «contrato social», por supuesto, y tratar de asir esos gérmenes, esas voluntades, y es un espectáculo emocionante leerlos en muchas constituciones, pero serán inútiles, serán letra muerta si no se asumen como un imperativo categórico inmediato.
Las sociedades del futuro (en Cuba como en Estados Unidos, por ejemplo) no deberían renunciar —por estos miedos, malos ejemplos, prevenciones o fantasmas inoculados— a la posibilidad de que todos sus ciudadanos puedan asistir libremente al médico, o a las universidades, según sean sus necesidades o elecciones. Pero deben asumir que la libertad de expresión ha sido a menudo la primera víctima del autoritarismo. Y negarla, o sea, prohibirla, es multiplicarla a nivel simbólico; negarla también implica —y esto es lo más preocupante— no haber aprendido nada: o sea, estancamiento, ofuscación, ceguera. Una ceguera similar a la que describe Ray Bradbury en aquel cuento de Crónicas Marcianas, «Un camino a través del aire», donde todos los negros de una ciudad toman cohetes hacia Marte. Los blancos se preguntan por qué se van, por qué se van todos al demonio si… «Las cosas mejoran, es indudable. Todos los días tienen nuevos derechos. En fin, ¿qué quieren? Han quitado el impuesto electoral y hay cada vez más estados que aprueban leyes contra el linchamiento y la discriminación. ¿Qué más quieren? Ganan casi tanto dinero como los blancos, y sin embargo se van».
Es probable que a Sanders le sea más fácil asumir esta realidad (aunque ya nadie cree que Sanders pueda remontar a Biden en las primarias demócratas). En Estados Unidos hay una especie de desalmada alma mater, una desalmada tradición crematística que lo cobija. En Cuba, a sus dirigentes y vectores sociales les tocaría innovar en plena soledad, sin referentes inmediatos, una nueva manera de concebir el ejercicio del poder y la gobernabilidad. Esto quiere decir que es bastante probable que en el legado de Fidel Castro haya respuestas muy peligrosas y limitadas. Gobernar sin una criatura disolvente llamada Internet, sin figuras similares a lo que propone Internet, fue una tarea que ocupó al Comandante durante un buen tiempo, durante toda su vida. Aunque su principal legado fue restaurar la unidad a toda costa, a cualquier precio, sus métodos de aislamiento como parte de esa búsqueda de la unidad son hoy improcedentes técnicamente hablando.
Los azotes que recibe el presidente Miguel Díaz-Canel en Twitter y Facebook no se diferencian mucho de los azotes que recibió Fidel en vida; la diferencia cualitativa reside en que los cubanos pueden verlo. Ven estos azotes, y cuan desarmado moralmente se está ante ellos. Cada vez que alguien desaparece, explota o bloquea a otro en Facebook porque no resiste estar sujeto a escarnio o escrutinio público, podría asumir que algo similar hizo Fidel. Cerró su perfil, o llamó a sus amigos para que le trolearan, buscó no estar expuesto a tal cosa para no confundir la absoluta verdad que él creía que portaba, o en todo caso (en el supuesto de que sabía que era falible), para no debilitar o quebrar la unidad de la que él se sentía agente de cristalización. Actualmente Díaz-Canel está expuesto a estas críticas como lo han estado todos los mandatarios en el mundo desde que las monarquías fueron desechadas.
La sociedad cubana consiguió importantes recursos sociales en el acceso popular a la salud y la educación. El efecto igualitario, irreverente, anticlasista que tal cosa construyó en la manera de relacionarse unos con otros, es algo a tener en cuenta. Pero al mismo tiempo es un museo permanente, disecado, que muestra cómo quienes disienten pueden ser anulados y excluidos no solo del disfrute de alguna de esas conquistas sociales que se muestran al mundo (y que Sanders y Obama han reverenciado), sino de cualquier puesto laboral o forma legal de subsistencia.
Es cierto que a nadie se le pregunta qué religión, simpatía o filiación política tiene cuando ingresa a un hospital o a un puesto de salud familiar, pero un paciente con historial conocido de opositor está potencialmente expuesto a ser ninguneado o tratado con displicencia por un médico bajo adoctrinamiento y presión política; una indefensión análoga a la de comparecer ante un juez que supuestamente debe impartir justicia imparcial. (Del mismo modo son agredidos por «agentes» en plena calle las personas que se atreven a protestar de forma pacífica contra el gobierno). Tan anatemizado está un opositor en Cuba. Tal es la ausencia de una protección legal severa que defina cuán inmoral es reprimir la libertad de pensamiento.
El edicto de que todas las universidades están reservadas para quienes declaren ser o demuestren ser «revolucionarios» es una muestra locuaz de hasta qué punto ha sido impuesta una ideología que a priori desdeña la circulación de ideas plenas, incluso en el sitio donde estas deberían brotar y circular a velocidades de fibra óptica. Una operación que termina no solo restándole peso y valor a la libertad, sino vaciando su discurso, ahuecándolo. Todo el que ha pasado por una escuela cubana sabe de qué se nutre la hipocresía de este dispositivo represivo, y cuán predecible y fácil de complacer se vuelve el statu quo de la isla. Se estimula y se hace moneda corriente la reproducción de poses y consignas, o sea, la doble moral, un cinismo críptico e inconfesable (del que suelen estar al tanto solo las parejas o los amigos más íntimos); se educa al individuo supuestamente mejor capacitado en la relativización de su conducta y en la elaboración de intrigas y complicidades. Si alguien, con ánimo de levantar ampollas, dijera que una parte considerable de la juventud cubana más culta y preparada está especialmente lista para cambiar de color y de discurso de la noche a la mañana, no encontraría ningún mentís sólido, sino una sarta de lugares comunes. Una sarta similar a la que demanda el sistema en su predecible dispositivo de apaciguamiento.
El autoritarismo es una forma de gobierno que prospera muy bien con esas operaciones de simulacro y la autocompasión tan comunes en los seres humanos. Rechazarlo podrá ser posible solo gracias a un acervo, a una tradición, a una acumulación de experiencias vitales que todavía Cuba no posee, pero que podría estar en camino de poseer, dado el expediente de censuras, detenciones, procesos amañados y arbitrariedades laborales que hoy son más públicas que antes y que comienzan a pesar sobre el Socialismo cubano como pesan sus respectivas culpas sobre la Rusia que sobrevivió a la URSS y la Alemania que sobrevivió al nazismo.
En lo profesional, como periodista independiente, me parece una falacia asociar el acceso a una educación y a una salud públicas y universales con el autoritarismo porque esa deducción se me parece más a otra operación que conozco bien. La de asumir, como se asume, por facilismo, por autoconsuelo, incluso por envidia, que los medios independientes en Cuba, o el cine independiente en Cuba, son productos de laboratorio del imperialismo norteamericano. En sí mismo, en condiciones normales, en un ecosistema sin totalitarismo, dicho fenómeno se entendería, por supuesto, como una pulsión basada en necesidades creativas legítimas; en las circunstancias de Cuba es además una reacción orgánica al hecho de leer, digamos, la harto complaciente y mojigata prensa oficial cubana. Pero no, estas explicaciones fallan desde el punto de vista del Poder: es más natural que recaiga la emergencia de esos fenómenos en una conspiración política externa, en el enemigo.
Entonces, los vectores políticos inmediatos y amplificados por la propaganda, como el diferendo Cuba-Estados Unidos, sustituyen o aplastan a aquellos vectores más, digamos, dialécticos, como la presión que lo nuevo ejerce sobre lo viejo. Las escaramuzas políticas sustituyen en la lógica del Poder a las operaciones (más) «naturales».
De modo que la operación retórica que convierte el libre acceso a la educación y la salud que propone Sanders en un programa «castrista» contaminado de totalitarismo se acerca más a esas vacunaciones masivas que suele hacer la propaganda oficial cubana: a saber, inyectarle dosis de «Fidel» a todas las principales obras sociales exitosas, o relativamente exitosas, a partir de 1959. Ocurre que se erigen e imponen héroes o villanos como coagulantes universales. Y estos al parecer son más eficaces que la pasarela de valores morales universales. Como mismo el Galileo Galilei de Bertolt Bretch declaraba desgraciada la tierra que necesita héroes, podríamos declarar desgraciada la tierra a la que imponen villanos.