Cuchara de plata

    Tenías 12 años cuando M. te invitó, junto a otros cuatro compañeros, a hacer un trabajo práctico a su «casita», que quedaba muy cerca de la escuela. «Mi casita», así dijo. Salieron de la escuela en la tarde y lo siguieron durante unas pocas calles, anchas, de asfalto renovado y árboles en ambas aceras que intentaban esconder auténticas mansiones con pequeños jardines a la entrada. Todo era tan séptico, tan inodoro, tan silencioso. Ni siquiera los autos, que entonces te parecían modernos, hacían el menor ruido.

    Estabas nervioso. Temías que tus compañeros lo advirtieran y empezasen a notar que aquel era el último lugar al que podrías pertenecer, que eras un polizón harapiento en un crucero cinco estrellas. Te obligaste a disimular. No camines como quien pasea por un museo, no mires nada por más de tres segundos. Baja la cabeza, pensaste. Y entonces viste tus zapatos: un par de botas toscas y pesadas que un amigo de la familia sacó de alguna unidad militar para regalártelas cuando las suelas de tu único par de tenis cedieron otra vez, esta sin posibilidad de aceptar otro remiendo.

    Recuerdas que tus compañeros usaban todos Converse o Vans, las zapatillas más codiciadas entre los adolescentes del país. Recuerdas también que el calzado era algo serio para ellos, que a veces se entregaban a una suerte de tertulia sobre cómo, además del precio, detectar si un par de tenis eran o no copias chinas. Tenían talento para eso, y quizás te acuerdes de cómo los más expertos se hacían rodear de otros, mientras hablaban de la importancia de una raya aquí o tal material allá en cada modelo, como el avezado funcionario de un banco que enseña a los novatos cómo identificar billetes falsos. También hablaban sobre Adidas, Nike y Puma, marcas que consideraban desfasadas, de viejos. Hubieses dado en esos momentos cualquier cosa por un par de esos zapatos para viejo, ¿verdad?, por sentir el pie cómodo, el andar ligero, y no la aspereza de las botas, sus suelas de goma rechinando contra el suelo.

    Tus compañeros no lo decían, pero sospechabas que, en el fondo, se burlaban de aquel calzado grotesco. Ya los habías visto reírse de las miserias de los pocos miserables que asistían a aquella escuela, a veces en sus propias caras. Contigo no lo hacían ni lo hicieron, aunque no porque te tuvieran algún aprecio especial. Sabías que aquel respeto te lo habías ganado apenas a un mes de comenzadas las clases, cuando uno de esos chiquillos lanzó contra ti una pequeña burla y de inmediato estrellaste su cara contra una mesa y después, ya en el suelo, le dejaste las huellas de tus botas recién estrenadas por todo el cuerpo. Marcaste muy temprano los límites de tu tolerancia. Bien. Eso hizo que en secreto te temieran, lo cual, calladamente, te llenaba de orgullo.  

    La «casita» de M. era en verdad una mansión de los años cincuenta, conservada como en el primer día. Te gustó su jardín amplio y sus árboles y su césped cuidado y libre de hojarasca, como si recién lo hubiese atendido un jardinero. El interior te maravilló aún más: muebles de anticuario en perfecto estado, lámparas de diseño, un televisor de pantalla plana y gigantesca, el piso de granito tan pulido como espejo, el refrigerador moderno, el microondas, la cesta de frutas, cuadros y fotos enmarcados en las paredes y sobre las mesas.

    Revisaste las fotos con detenimiento. En muy pocas aparecía M., casi siempre de muy niño, igual de famélico, medio albino y con los mismos dientes. Las demás, recuerdas, eran de una anciana que a veces aparecía junto a Fidel Castro o Raúl Castro o Vilma Espín o Hugo Chávez, siempre aceptando flores y medallas. En las otras, la anciana posaba sola, con la sonrisa bonachona, como una vieja cualquiera. Pero sabías que no era cualquier vieja.

    Su cara te resultaba conocida. Por alguna razón preferiste no hacérselo notar a M. Sin embargo, él se percató de que te interesaba. «Es Melba Hernández, mi bisabuela», dijo mientras servía un vaso de refresco gaseado y unos bocadillos a cada uno de sus invitados. Lo dijo sin hacer mucho énfasis en el nombre, como si hablara de una anciana común, de una insignificante, por ejemplo, de tus abuelas. Aunque no dijo «es mi bisabuela», que es lo que hubieras dicho de las tuyas si estuviesen vivas. M. sabía que ya habías visto a aquella mulata pequeña y arrugada en algún lugar, y que si por las fotos no alcanzabas a reconocerla lo harías por su nombre. De todas formas, no te pareció una respuesta engreída de su parte. A fin de cuentas, pudo haber dicho: «Yo soy el bisnieto de Melba Hernández, la heroína del Moncada».

    Intuiste que el ilustre lazo sanguíneo venía por la madre. M. no tenía el apellido Hernández y tampoco creíste que la vieja anduviese regalando mansiones a las exparejas de sus nietos. Una de tus compañeras se te acercó entonces para susurrarte que cómo no sabías que M. era familia de Melba Hernández. Pero hiciste como que no escuchabas y te escabulliste en silencio hacia las habitaciones de la casa. Querías aprovechar que estaban solos. Mientras, rumiabas las respuestas que no tuviste el valor de dar.

    Los cuartos eran amplios y estaban climatizados. Te tiraste encima de una cama y por un momento imaginaste lo a gusto que se sentiría dormir sobre ese colchón, ni muy suave ni muy duro, sin manchas, nuevo: un colchón de verdad. Fantaseaste con la idea de dormir sin que cortaran la luz de madrugada, sin esperar la medianoche en días alternos frente a un grifo para recoger en jarros, ollas y pomos plásticos el agua de beber y de bañarse de las siguientes 48 horas. Por un segundo te viste con todo un cuarto para ti en pleno agosto: ¡una habitación propia! Y empezaste a detestar dormir encogido en la parte superior de una litera, con tu hermana debajo y tus padres al frente, todos entre las mismas cuatro paredes, sintiendo cómo el calor que el techo acumulaba durante la tarde se desprendía en la noche y te asaba como a un cerdo. Agarraste de la mesita de noche un retrato de la madre de M., y te fijaste en su sonrisa, tan opuesta a la cara amargada de tu padre cuando la lluvia comenzaba a filtrarse por el tejado descarnado de la sala o cuando se interrogaba a sí mismo en voz alta, preocupado: «Qué vamos a comer hoy».

    ***

    Todas esas imágenes te llegan muchos años después, cuando terminas de ver Parasite, la película de Bong Joon-ho. Recuerdas, incluso, el tono sarcástico de M. al decir «mi casita», algo que de seguro aprendió de su madre. ¿Qué será de él? No tienes idea. La última vez que se cruzaron vestía un uniforme militar y ni siquiera te atreviste a saludarlo. Él tampoco lo hizo.

    Piensas que la hipocresía traicionera de quienes tienen muy poco es real, y que comienza a quemar por dentro cuando quienes tienen mucho los invitan amablemente a compartir, por unos instantes, su espacio. El odio y la envidia se confunden entonces con un sentido de la justicia corrosivo, puro ácido estomacal, y vienen pronto las ganas de ver arder el mundo, y luego también la frustración de saber que jamás te atreverías a encender la mecha. Recuerdas ahora el acto final de La última cena, el filme de Tomás Gutiérrez Alea, y quedas contigo mismo en volver a verla un día de estos. Crees que te hará bien.

    Tal vez no todos los que tienen muy poco sienten eso, pero tú, con solo 12 años, le sonreías complacientemente a M. y hacías las tareas del equipo de clase para ir de vez en cuando a su casa y fantasear con el día en que él lo perdería todo e intercambiarían lugares en la vida. En silencio, disfrutabas imaginar a M. cargando con los retratos de su bisabuela, yéndose a vivir a tu antigua casa en Buena Vista, aprendiendo a convivir con el perenne olor a mierda y frutas podridas que llegaba del fangoso agromercado de al lado. Tú, en cambio, reproducirías películas en su televisor gigante y verías a tu madre sentarse feliz a la mesa del comedor que siempre quiso. A menudo pensabas que esto no era justo y remplazabas tu sueño por otro donde un incendio dejaba a M. con solo unas pocas pertenencias, las menos ostentosas, y lo obligaba a vivir como tú y como el resto de los muchachos negros y descalzos de tu barrio.

    Recuerdas también que, sin saberlo, la profesora alimentaba tus odios de lumpen-proletario de 12 y 13 años. En las clases de Historia, aquella mujer siempre hablaba de clases sociales y revoluciones. Lo hacía, incluso, cuando no correspondía y una explicación más adecuada hubiese ido de guerras de conquista, desarrollo de las fuerzas productivas o ambiciones personales. Supones ahora que la orden ministerial de introducir una versión burda del marxismo en las lecciones de Historia era responsable de que la maestra dijese cosas como que los ocasos de los imperios egipcio y romano, o de la Grecia clásica, se debieron a que los esclavos armaban desmadres contra los ricos —¡ay, si Espartaco hubiese creado un partido único y de vanguardia para derrocar la República!— que destruían civilizaciones pero jamás terminaban reivindicando a los desposeídos del mundo. También te inspiraban tus lecturas de entonces, sobre todo aquellas traducciones cubanas de libros soviéticos sobre la Revolución Francesa, con sus páginas amarillas y frágiles, que heredaste de tu abuelo. Entonces aprobabas la guillotina para quien manda a comer brioche y se entalca la peluca con harina mientras escasea el pan. Todas las cabezas te parecían bien cortadas.

    Cierta vez cometiste la imprudencia de contar lo que sentías a tus padres, aunque hiciste bien en evitar mencionar a M., o a cualquier otro blanco de tu odio infantil. Necesitabas aligerar la carga de furia que te atormentaba. Ellos respondieron como se supone que es correcto responder en estos casos, es decir, con cursilerías: te pidieron abandonar «esos sentimientos» y te vaticinaron un próspero futuro que solo llegaría si te matabas estudiando. Como premio de consolación te hicieron advertir que, a diferencia de tus compañeros, no vivías con padres separados y que tu hogar era el de una familia unida, lo cual debía ser motivo de felicidad y orgullo. Hoy recuerdas con cariño la ingenuidad de aquellas respuestas. Pero en aquel momento eso no resultó suficiente para el polpotiano-bolchevique, el Saint-Just con acné, el Robespierre adolescente que eras. ¿Recuerdas que diste media vuelta y en silencio los mandaste al carajo?

    ***

    Te tomabas todo muy a pecho, al punto de, por ejemplo, segmentar la escuela en clases sociales, grupos, subgrupos. No era una invención de adolescente obstinado. ¡Qué va! Las divisiones estaban ahí, se advertían por todos lados, bien delimitadas, como la frontera que divide las dos Coreas. Entonces te preguntabas si alguno de tus compañeros, además de aceptarlas, las veía como tú: perfectas, infranqueables.

    En la cima, por así decirlo, estaban los retoños de familias ilustres: los llamados «hijos de mamá y papá», los «hijos de pinchos»; esos padres que uno menciona dándose golpecitos con dos dedos en el hombro, como señalando las estrellas o las ramitas de olivos dibujadas en las charreteras de sus uniformes de gala. En ese grupo estaban los nietos y bisnietos de la «generación histórica» y de algunos militares de alto rango. Ya te has olvidado de casi todos, excepto de A. y C.

    A. era nieto del comandante Juan Almeida, el hombre que llenó la cuota de negros en la jefatura blanca del Ejército Rebelde que no murió o no resultó defenestrada en los primeros años de la Revolución. En la escuela, A. resaltaba por su facha de excéntrico arrabalero, sus ausencias a clase y su chulería de pequeño matarife. Sin embargo, había otros así. Lo que realmente te llamaba la atención era que todo el tiempo buscara hacerse pasar por uno más de la clase baja, a sabiendas de que ese no era su lugar. Por más que se esforzara, no era uno de los marginados, pero le complacía pasar por uno entre los suyos.

    Su alcurnia se delataba. Los marginados suspendían una asignatura y estaban obligados a repetir el año. Él no. Los marginados eran castigados si llevaban la camisa por fuera del pantalón o la saya. Él no. Los marginados podían ser expulsados de la escuela por una pelea. Él no. Los marginados llevaban los zapatos sucios porque eran los únicos que tenían. Él llevaba sucios sus más de diez pares de zapatos de marcas caras. Los marginados fumaban a escondidas cigarros baratos. Él fumaba a la vista de todos cigarrillos extranjeros. Los marginados eran eso, marginados, un peligro para el prestigio de una escuela que se jactaba de estar entre las secundarias más prestigiosas del país. En rigor, A. era solo un simpático muchacho que transitaba la adolescencia con cierta dosis de rebeldía que debía ser tratada con tolerancia y algo de pedagogía moderna.

    C., por su parte, se comportaba como todo un principito malcriado. Su abuelo era el general de Cuerpo de Ejército Leopoldo Cintras Frías: un militar muy cercano a Raúl Castro; un hombre a quien muchos auguraban el ascenso a jefe de las Fuerzas Armadas. C. adoraba recordarlo en público, sobre todo cuando se enojaba, a manera de advertencia. Pero en una pelea esas palabras sugerían que, sin importar cuánto hiciera, era de antemano el perdedor. C. también podía faltar dos o tres días a la escuela sin recibir regaño alguno. Cierta vez, tras varias ausencias consecutivas, se presentó en el aula pidiendo disculpas por haberse visto obligado a ir a Varadero ante la escasez de gomina de pelo en La Habana, y que, bueno, ya en la playa, decidió quedarse un tiempo más. La profesora no sabía cómo reaccionar. Y antes que dijera algo, C. le recordó frente a todos que debía asistir el sábado a un almuerzo en su casa, que su familia la esperaba. Problema zanjado.

    En la misma clase social, aunque con menos abolengo, estaban los hijos de los ministros. Tenían algo de aristócratas aquellos chiquillos bitongos, todos muy blancos y de cachetes rosados, todos muy flacos o muy gordos, todos adictos a los videojuegos. Por lo general, eran bien portados y escrupulosos: rechazaban con asco la merienda escolar, mientras esperaban a que sus madres o «el chofer de papá» llegaran en las tardes con loncheras de comida decente.

    Los hijos de los ministros nunca estaban seguros en su posición. De la buena fortuna de sus padres dependía que no descendieran de estrato, lo cual podía suceder de un momento a otro. E so los convertía en una suerte de segundones frente a los de familia ilustre. Pasaron años antes de que te percataras del determinismo social, de aquella estructura que, en verdad, no era de clases, sino de castas. En ese entonces todo estaba construido para que ustedes creyesen que sus familias los definían, y que los hijos de fracasados estaban en el mundo para cargar por siempre con el fracaso de sus padres y los hijos de los exitosos para cargar con los éxitos de los suyos, sin importar lo que hicieran.

    Por esa época conociste a F., que como tú vociferaba consignas en las tribunas, en nombre de aquella obsesión de Fidel Castro denominada «Batalla de Ideas». Su padre había sido un ministro muy conocido, lo que era visto en tu círculo de pioneritos gritones como un mérito que, por herencia, también le correspondía a él. Un día, en televisión nacional, informaron la destitución del ministro. Esa noche escuchaste decir en tu casa que el padre de F. «cayó en desgracia». En verdad, no se hablaba de otra cosa en las calles. Tus compañeros voceadores de consignas no entendían bien de qué se trataba el asunto, cuáles eran las causas de la destitución, pero comenzaron a ver a F. de forma distinta. No lo rechazaron, y jamás se atrevieron a hablarle del tema, pero en los cuchicheos decían sentir pena por él: simplemente, así reaccionaban los adultos. El pobre de F. no lo sabía, pero él también había caído en desgracia.

    Luego estaba la clase media: hijos de funcionarios de poca monta o muchachos con varios familiares residiendo fuera del país. Si la clase alta habitaba entre la orilla del mar y la avenida 13, en el municipio Playa, la clase media se concentraba, sobre todo, en el espacio entre esta última y la avenida 19, que era la frontera del territorio de los marginados, junto a una porción del reparto Romerillo. La segmentación geográfica era en extremo útil para garantizar la cohesión de la clase social, puesto que los miembros de cada una se reconocían entre sí como vecinos.

    La clase baja, los marginados, eran minoría en la escuela. Sabían que aquel no era su lugar, y aquel lugar estaba siempre dispuesto a recordárselos: ustedes, casi siempre, obtenían las notas más bajas, eran los repitentes, los que más se peleaban, los negros, los que esperaban impacientes la inmundicia de la merienda escolar para matar el hambre del día que había comenzado sin desayuno.

    ***

    La última vez que viste a C. fue solo de pasada. No intercambiaron palabras y crees que no te reconoció. Te sorprendió ver su alopecia avanzada, más propia de un hombre cercano a los 50 años que de un muchacho de veintitantos. Estaba exageradamente gordo, como hinchado. Alguien te dijo después que padecía diabetes y que ahora vivía solo en un apartamento de Miramar que le regaló su familia. No pudiste averiguar qué tan cierto era todo eso, pero volviste a despreciar a este personaje de tu adolescencia que habías olvidado. Por esos días te aventurabas a hacer periodismo, a tomar en serio la profesión, y te lanzaste, nada más y nada menos, entre los escombros que dejó un tornado en Regla. Fue una semana de ir y venir entre gente cuyos ánimos se encontraban más deshechos que sus hogares. Algunos, sin embargo, te decían que esperarían a que el Gobierno les devolviera sus casas, que tenían fe en la Revolución. Entonces hubieses querido hablarles de C., de su apartamento nuevo, y ver cómo reaccionaban. Luego escribirías sobre eso, más que sobre derrumbes y hambre y pobreza.

    Mucho antes habías llegado a convivir con C. Tenían ambos entre 15 y 16 años y dormían a pocos metros el uno del otro, en el mismo pasillo de la beca, pero en diferentes cubículos. Para entonces, tus berrinches de jacobino infantil habían quedado atrás. La vida era más simple: leer por diversión, asegurarte algo de sexo furtivo, y sacar buenas notas para luego estudiar Derecho en la Universidad.

    C., por su parte, no había cambiado mucho, excepto por algunos centímetros de altura y de masa muscular. También había aumentado su necesidad de mostrarle a todos que podía hacer lo que le viniera en ganas con total impunidad. Y tenía razón: era intocable. En varias ocasiones, un profesor —vale decir que mediocre y duro celador de la disciplina— se dirigió a la dirección de la escuela para quejarse del blindaje de aquel apellido: Cintras. El profesor fue expulsado luego a causa de un escándalo sexual con una alumna; no se supieron detalles. El asunto, como era de esperarse, dio pie a especulaciones de todo tipo, más aún en un sitio donde pocas cosas eran más comunes y estaban más a la vista que las relaciones íntimas entre profesores y alumnas.

    A diferencia de los muchos que sobrevivíamos con la comida de la escuela, siempre escasa y de pésima calidad, C. tenía a su disposición enormes maletas llenas de alimentos que enviaba su familia. Mientras, en tu cubículo, se celebraban cenas colectivas donde todos compartían sus modestas reservas. Tú, que en principio contabas con muy poco o nada que aportar, no demoraste, sin embargo, en encontrar proveedor. Una tarde te escabulliste hasta el dormitorio de C. Llevabas en el bolsillo varios objetos de metal, puntiagudos, con los que intentaste forzar el candado de su maleta. Ninguno funcionó, excepto la hoja fina de una tijera rota que alguien había desechado. Tus primeras extracciones fueron medidas, pero luego advertiste que las provisiones eran tantas que C. apenas notaba los robos. Ni siquiera le alcanzaba la semana para comerse todo aquello, y por eso te pareció justo quitarle cada vez más.

    Un día se dio cuenta. A tu cubículo llegaron gritos de enojo, prometiendo una golpiza al ladrón. Eso no te detuvo. Te excitaba sentirte una suerte de Robin Hood que compartía el botín con sus compañeros, aunque te cuidabas de no decir nunca de dónde sacabas la comida. Fuiste una última vez a su cuarto, pero ya no pudiste forzar el candado nuevo que había puesto.

    Uno de los grandes amigos de C. era el Volvo, hijastro de Miguel Díaz-Canel, quien entonces era ministro de Educación Superior. Le pusieron aquel mote por la marca del auto en que, religiosamente, uno o dos tipos lo llevaban y traían. Te parecía patética la expresión que asumía a veces al bajar del auto, como de quien baja de una limusina a la alfombra roja de los Oscar cuando en realidad estaba llegando a un páramo de edificios horrendos, lleno de mierda de caballo y de humanos entre los matorrales, que se hacía llamar preuniversitario.

    Volvo se asemejaba en muchas cosas a C., aunque entonces todavía no gozase de un status tan alto. En verdad, te parecía a un guajiro tosco, algo torpe, que se esforzaba por cumplir el clásico rol de bully adolescente, que de vez en cuando zurra a uno más pequeño. Durante unos pocos meses durmió en tu cubículo. Su sola presencia molestaba a los demás y, en especial, a ti. Los chicos detestaban sus malos tratos, sus burlas, y esos privilegios que le permitían, entre otras cosas, llegar ebrio de madrugada. También recuerdas las veces en que se quejaba frente a todos de que su padrastro le había dado solo cien CUC para gastar el fin de semana. Fue la primera persona a la que escuchaste decirle «singao» a Miguel Díaz-Canel. Una noche, tú y tus compañeros se masturbaron en su cama. Luego esperaron a que entrara y se tumbase bocabajo en la sábana llena de semen. Casi mueren de risa cuando revelaron la fechoría. Era, creían, una manera de desquitarse con aquel imbécil en nombre de todos los Don Nadie de la escuela. Nunca supiste si aquella broma pesada influyó en que se cambiara de cuarto menos de una semana después. Al año siguiente se marchó de la escuela y se fue a estudiar al preuniversitario del Ministerio del Interior.

    Lo has visto otras veces, en videos, como escolta personal de su padrastro. Lo sigue a todas partes y con él ha recorrido medio mundo, siempre vestido de negro o con una guayabera ajustada. Parece haber cambiado la pose de estrella de Hollywood por la de agente del FBI en las malas películas de acción, pero sigue siendo muy patético. Hace un año te encontraste con un viejo amigo de la escuela con quien el Volvo tuvo la mala suerte de cruzarse, creyéndolo tímido y servil. Después de rememorar la paliza, bromeaste con la idea de que a tu amigo le bastarían dos puñetazos para dejar desprotegido al presidente de Cuba.

    ***

    E. era distinto. ¿No crees? Lo era tanto que ni sospechabas que pertenecía a una clase superior a la de la mayoría de los muchachos de aquel preuniversitario en el Vedado por el que también pasaste. Él no esperaba los viernes o los sábados —ya no recuerdas bien— para gastarse el equivalente al salario de tu madre de una sentada en el Hotel Capri, donde tocaban los reguetoneros más populares del momento. Y sí que podía hacerlo, pero eso no lo sabías.

    El fútbol era lo único que te servía para hacer amigos ahí, y fue eso lo que los unió. Tú, entonces fanático del Barcelona, preferías a los hinchas de otros equipos, especialmente el Real Madrid. Discutir te parece mucho más entretenido que asentir con la cabeza y decir claro, obvio, también lo creo. E. era un furibundo madridista. También compartían una gran admiración por el culo bien formado de una muchacha a la que ninguno de los dos se atrevió a conquistar, y la manía de burlarse de los bitongos de la escuela. Su blanco más común era un alumno que presumía de tener un padre italiano y de haber viajado a Italia. E. se esmeraba en las burlas y tú te doblabas de la risa. Decía que el italiano debía ser un viejo increíblemente obeso y rosáceo, quizá un cartero, un plomero o un colector de basura que descubrió que solo podría pasar por un hombre rico en un país tan miserable como Cuba. «Te juro que si vuelve a decir que su padre es italiano le voy a preguntar, como quien no quiere la cosa: ¿y tú madre qué es? ¿Una jinetera, una puta?», te decía. 

    No era especialmente brillante, pero al menos aprobaba las materias y detestaba el fraude. Tú también, y a veces hablaban del tema. «Pero no lo critiques. Tú eres cómplice», te decía medio en broma. Te molestaba que tuviese algo de razón. A veces, cuando terminabas un examen y salías del aula, afuera te esperaba un profesor con una hoja en blanco. Exigía que escribieses las respuestas y luego entraba al aula y las vendía. Nunca te negaste. Sabías que lo único que obtenías era que el profesor no se fijara mucho en ti, transitar sin contratiempos el curso escolar. Te habías ablandado, te habías vuelto un cobarde.

    Tardaste en descubrir que E. no provenía del mismo ambiente que tú. Su personalidad, y también el abrigo viejo y felpudo que usaba todos los inviernos y el par de zapatos gastados que siempre le viste, no te permitían sospecharlo. Una tarde te invitó a su casa para ver un partido de fútbol. Resultó ser una mansión. No sabías cómo reaccionar, y entonces pensaste que realmente no conocías a tu amigo. Con mucho tacto preguntaste por su familia, y así supiste que además de aquella casona tenían un penthouse en Nuevo Vedado. Todo gracias a un héroe militar. Un comandante que murió en los primeros años de la Revolución, cuyo nombre luego usaron para bautizar escuelas, centros laborales e instituciones deportivas. Aunque los vínculos de sangre no eran tan directos, mi amigo parecía una copia del mártir revolucionario, un doble quizá algo más pequeño y enjuto.

    E. te dijo entonces que no le gustaba hablar de su antepasado. No era que el tema le afectase. Simplemente era una suerte de pacto instaurado por los mayores de la familia, quienes sí habían conocido al ilustre difunto. «Él murió en combate, pero la bala que lo mató no fue del enemigo. Fue un tiro en la espalda y eso está casi prohibido hablarlo en familia». No dijo más y esquivó todos tus intentos de hacerlo hablar más al respecto.

    Fue la primera persona que te vio como periodista antes que como abogado. Cuando una serie de eventos azarosos te hicieron matricular en Periodismo, E. recordó su predicción con un «Te lo dije». También te recomendó, hace casi diez años, escribir sobre todos los nietos y bisnietos de comandantes, generales y ministros que habías conocido, pero nunca supiste si en ese momento estaba pensando en él mismo.

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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    8 COMENTARIOS

      • Yo tampoco me la creo, es pura ficción eso de que en Cuba hay gente que tenga que usar botas toscas y robadas de una Unidad Militar; igual es ficción eso de que en las escuelas se notaban las diferencias de clases sociales; en Cuba todos son iguales, todo el mundo es heredero de Fidel y por tanto vive en las mansiones de Miramar de jardines bien cuidados, cuartos climatizados y merienditas con aperitivos y refrescos …. siempre habrán algunos envidiosos que dirán que no tenemos razón Orlando Jimenez, que barrios como Cayo Hueso y El Fanguito lo demuestran, pero estan equivocados, esos barrios no son Cuba, ¿Cómo se puede ser tan hijueputa para creer que la revolución habría permitido que existiera tanta marginación? Esta es una revolución por lo humildes, para los humildes y con los humildes.

        • Eres un cretino en pensar que es ficción
          Violadores ,grandes violadores de la integridad humana
          Desgobierno abusador
          Merecen la gloria de su propia inocuidad

          QUE EL AMOR NOS UNE ❤️

    1. Yo, marginado 40 fronteras después, en las montañas del Oriente no puedo decir que en mi secundaria o preuniversitario se replicaran las castas o los privilegios tal cual aquì se describen, un «privilegiado» en mi periodo escolar era el hijo de un militar u oficial de la seguridad del estado, de un médico que cumplìa misiones en el extranjero o el que tenia familia en el Yuma, lo que sì claramente coincide son las divisiones en varios grupos sociales, los hijos de nadie igualmente equilibraban las fortunas y las jerarquìas con violencia. Que placer cuando le robabas el flan o los dulces de leche al hijo del seguroso, del dirigente, que por vulgar no disminuìa la roña del hambre y los zapatos remendados.

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