En España los asintomáticos podrán ser aislados por ley, anuncian hoy los periódicos. Como los apáticos en las revoluciones. Quienes no muestran síntomas, pero están enfermos y llevan dentro la ponzoña que infecta, son el principal objeto de interés del etiólogo y el ideólogo, esas dos maneras de ser detective con ínfulas y a veces también con suerte de juez.

Y no vale excusarse en el interés general para defender el confinamiento de los primeros, mientras se aboga por la libertad de los segundos. No es obligatoriamente mejor el régimen que busca la protección de los octogenarios a los que amenaza una gripe, que el que protege a los adolescentes amenazados por conductas que el censor juzga repudiables como virus. Y aunque nos cueste verlo ahora, metidos en pandémica harina, la diferencia a estos efectos entre el político rodeado de técnicos y el dictador rodeado de sus secuaces es tan pequeña como el coronavirus este que nos quita el sueño, porque también nos quiere quitar la vida.

La harina, precisamente, la harina de trigo, escasea en la Barcelona asolada por la peste. También la levadura ha desaparecido de los anaqueles de los supermercados. Por lo visto, en el nuevo Medioevo los urbanitas quieren hacer pan en casa. Ansían sentarse con hogaza de su propia hornada ante Netflix o HBO, esos espejitos de alquiler. Ya era esta una afición que entretenía el ocio y la conversación en Occidente antes de la llegada de la pandemia. Pero ahora amenaza con convertirse en otra epidemia: la de gente con estudios, salario decente, medio pasado y un cuarto de futuro que desfila frente a las decenas de estupendas panaderías de su barrio mirándolas con desdén y un punto de suficiencia, porque prefiere enharinarse los brazos y amasar pan en la cocina de su casa mientras ronronea el gato y Siri canta los términos. Si soñabas con que «el mundo futuro» fuera más justo, ya te anuncio que no lo será con los panaderos, que serán, ¡quién lo iba a decir!, los grandes perdedores del ensimismado paisaje que sustituirá a la globalización echada a patadas por los populismos de derechas e izquierdas.

Hoy pasé una hora muy agradable invitado al programa de radio de la Casa de Rusia en Barcelona. Fue mi manera de hacer pan en semanas en las que todo el mundo habla o canta desde su casa de todo lo habido y por haber. Estos streamers de hoy que somos lo que las strippers de ayer, y de siempre. Hablamos de libros rusos y traducción, asuntos que son mi levadura y mi pan.

Ayer, desde el derecho a la pataleta que me concede mi condición de preso sanitario y agobiado por ella, no dejé de repetirme en todo el día: “Es mejor estar solo que mal acompañado”. Un viejo consejo que reconforta al confinado, engañándolo.

Hoy no conseguía sacarme de la cabeza otra frase que dijo una voz en off en Queen of the Baboons, el documental que veía mientras esperaba el momento de entrar en la emisión de radio: «Los impala son la comida rápida de las sabanas africanas». Y por mucho que lo intenté, no conseguí encajarla en mis intervenciones en el apreciable programa que nos salió gracias a mis colegas. Hilvané sobre la marcha algunas otras frases, pero no me sirvió ninguna: «La literatura clásica rusa es como esas tardes en las que el pan te sale tan bueno que es todo miga»; «Bulgákov mal traducido sabe a caviar comido con cuchara de latón»; «En el parque temático del estalinismo no ponían límite de estatura para acceder a las atracciones».

Una frase que me está ayudando mucho es otra que debería mimar el preso sin término de condena conocido: «Mañana será otro día». La redondeo antes de irme a la cama pensando en que mañana bajaré a Turris a por un pan de Viena, una hogaza de medio kilo de pagès y una barra de cuatro puntas, benditas sean.

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