A Bill Clinton le gustaba decir que «los demócratas se enamoran, los republicanos cierran filas» («Democrats fall in love, Republicans fall in line»). Este adagio ha sido una víctima más del paso del expresidente y candidato republicano Donald Trump por la política de Estados Unidos. Trump podrá ser considerado por muchos, incluidos ya algunos historiadores, como uno de los peores presidentes en la historia del país, y también el menos popular, pues su gestión nunca sobrepasó el 50 por ciento de aprobación, pero igualmente es una de las figuras más influyentes de cuantas haya habido en la Casa Blanca. Ha marcado una década de transgresión de normas políticas y sociales que hasta su victoria en 2016 se creían esenciales para el funcionamiento del sistema político. Quizá su mayor efecto ha sido la transformación del Partido Republicano, por décadas el partido que representaba al institucionalismo, en una organización personalista dedicada a su servicio. Y por contraste, al Partido Demócrata, no con poca ironía, en la salvaguarda de las instituciones contra las que hasta hace muy poco protestaban o querían reformar.
La Convención Republicana, ya de por sí una coronación, llegó a un nivel de frenesí cuasirreligioso luego del atentado contra la vida del expresidente, en un ambiente que algunos observadores compararon con una megaiglesia. La plataforma política del partido, ya pasada por alto en 2020, consiste ahora mismo más en credos que en posiciones políticas. Entre 2016 y 2024 se han minimizado o eliminado temas que antes eran pilares esenciales. El aborto se mencionó una sola vez en 2024, correspondiendo con la creencia de Trump de que le puede costar la elección, mientras que la creciente deuda nacional, otrora estandarte de batalla republicano, se pasó completamente por alto. En su lugar encontramos las obsesiones trumpistas que lo llevaron a la Presidencia: el nacionalismo antiinmigrante, las guerras culturales contra un supuesto adoctrinamiento escolar o agenda LGBTQ+ y, sobre todo, el mesianismo apocalíptico que venera a Trump como la única figura que puede salvar al país.
La vieja guardia del partido estuvo ausente de la Convención: Bush, Romney, Cheney, Ryan, Rice, incluso su propio vicepresidente, Mike Pence. Trump presidió un evento dedicado a su alabanza, el cual finalizó con el discurso más largo que se haya dado en una convención, 92 minutos de sus temas y agravios favoritos. Más que en 2016 o en 2020, ha quedado claro con esta tercera nominación su control absoluto sobre el partido, habiendo aniquilado las aspiraciones políticas de figuras como Ron DeSantis o Nikki Haley, e incluso presentando como su candidato a vicepresidente a un antiguo crítico acérrimo suyo.
Para los observadores políticos esta transformación personalista ha sido tan inesperada como impactante. Ni siquiera Ronald Reagan, la figura republicana más venerada, alcanzó tal nivel de control sobre el destino del partido. Ningún candidato era más grande que la institución, y cada uno esperaba su turno después de una carrera al servicio de los ideales de la institución: Bush padre e hijo, Bob Dole, John McCain o Romney. Facciones insurgentes como el Tea Party eran rápidamente absorbidas. El único tema que hoy permanece vigente es el recorte de los impuestos (con el dinero no se juega). «El partido de Lincoln» no es una frase que convenga pronunciar frente a Trump.
Del otro lado, el Partido Demócrata también atraviesa una transformación, luego de la renuncia del presidente Biden a la nominación y el arranque vertiginoso de la campaña de la vicepresidenta Kamala Harris. Pero este cambio ocurre a partir de un regreso a la institucionalidad y al cauce de las normas políticas convencionales. El exitoso relevo de candidato se debe más a la organización y disciplina del partido (algo que nunca describiría al Partido Demócrata moderno) que a la personalidad de Kamala Harris, aún indefinida y para muchos vacua. Desde el espaldarazo de Biden a su vicepresidenta hasta el torrente de donaciones, pasando por la cooperación de otros posibles candidatos y la aclamación de los electores, el Partido Demócrata pasó del caos al ímpetu en solo cuatro semanas. En una convención preparada a último hora, la vieja guardia del partido —los Clinton, los Obama, el propio presidente Biden— apoyaron con entusiasmo la candidatura de Harris, mientras que líderes de facciones como Joe Manchin, Bernie Sanders o Alexandra Ocasio-Cortes también se sumaron a la causa. Buscan evitar un retorno del trumpismo a toda costa. Incluso, más de 200 figuras republicanas dieron su apoyo a Harris.
Durante décadas, tratando de repetir el milagro de Kennedy en 1960, el Partido Demócrata ha ido de figura política en figura política, a la caza del candidato perfecto por encima de cualquier otra consideración partidista. Sus dos presidentes más efectivos, Bill Clinton y Barack Obama, fueron en su momento ensalzados como el relevo del partido, una sacudida a la vieja guardia. No es casualidad que ambos fueran definidos con la palabra «hope» (esperanza), el nombre del pueblo de Arkansas donde naciera Clinton y el título de Obama en el famoso poster de Shepard Fairey. Resulta curioso que este signo de renovación no haya cuajado alrededor de la figura de Harris, lo que sería obvio por su género y su raza, sino a partir de temas no usuales en la política: la normalidad y la felicidad.
Más que personalizar la candidatura, la convención definió su propuesta desde dos puntos fundamentales: la respuesta al rechazo de los votantes a repetir la contienda geriátrica de Trump vs. Biden y el regreso a la normalidad luego del caos. Esto puede observarse tanto en el famoso calificativo de «raros», dado por Tim Walz a los republicanos, como en la adopción de temas tradicionalmente conservadores, dígase el reconocimiento de los pequeños pueblos rurales, donde los vecinos se ayudan sin importar sus diferencias, o el rescate de los valores familiares, aunque se trate de la familia gay de Pete Buttigieg.
El propio Walz no es solo un poseedor de armas de fuego, es además cazador, algo que no hace mucho lo hubiera descalificado para ser elegido como vicepresidente. Particularmente interesante fue también la apropiación del patriotismo (los gritos de «¡USA, USA!»), la invocación del ideal de la libertad («Freedom»), y sobre todo la defensa de la institución del ejército y los veteranos, algo que parecería imposible a los demócratas que protestaron contra las guerras de Vietnam, Afganistán e Iraq. La idea idílica de una América unida no solo alrededor de la normalidad, sino de la felicidad («joy»), fue el leitmotiv de la convención.
Un realineamiento de esta magnitud de los partidos políticos no se daba desde la famosa Estrategia Sureña de los años setenta, durante la cual demócratas y republicanos intercambiaron posiciones políticas alrededor de los derechos civiles. El 2024 ha traído muchos cambios —un candidato por tercera vez, un presidente en funciones que renuncia a la reelección, la posibilidad de elegir a la primera mujer presidente—, pero quizá sea esta competencia entre el personalismo y la institucionalidad lo que traiga mayores consecuencias a largo plazo para el país.