Días de coronavirus (IX)

    En el hemisferio norte, en una de cuyas provincias más pintorescas estoy confinado, hoy comenzó la primavera. El reloj marcaba las 04:50 en mi dormitorio cuando se fue el invierno y a esa hora yo probablemente soñaba con un apocalipsis zombi.

    Hoy no salté de la cama, por usar la expresión. En cambio, me incorporé con las maneras de un anciano o un preso antes de sonar la diana, mientras la obediente Alexa seguía sirviéndome los suaves sonidos de lluvia que le mandamos a darnos cada noche. La lluvia que baña a los zombis que pueblan mis pesadillas en los tiempos de la peste. Afuera brillaba un bonito sol que ya puedo llamar primaveral con todo derecho y pensé en lo ridículo que me vería yo sentado en la cama, revueltas las greñas y legañoso, sonando la música del aguacero como en medio de un bosque de Turingia y con el cielo del Mediterráneo sin sombra de nubes y ese color que comparte con la paleta de Botticelli y solo con ella. Me tomaría quien me viera, pensé, por una criatura desventurada en una cama de motel preguntándose cuánto y si vale la pena vivir, como tantas de Edward Hopper.

    Aún me humillaba más el hecho de que desde ya hace unos días hay actividad diurna en la azotea del edificio que tengo enfrente. Allí los vecinos parecen haberse organizado para subir a correr y hacer gimnasia por turnos, porque nunca hay más de uno o dos y ya he distinguido a una abundante docena. Es fantástico lo que la gente hace para habituarse al encierro y entretener el tedio. De ahí que no sorprenda a nadie la perfecta disposición de los hombres a la servidumbre voluntaria y la tiranía.

    Esto último lo constaté aun con mayor fuerza de prueba observando más tarde la cola que formaban mis vecinos para entrar al supermercado en Pi i Margall. Situados a un metro de distancia unos de otros, cabizbajos, aprensivos, presas del miedo, los mandaban un par de guardias de seguridad con el rostro cubierto por mascarillas que les hacían señas con gestos hoscos y rotundos. Bruno, mi pasaporte para esas breves salidas en tiempos de reclusión administrativa, parecía un pastor alemán guardando a los zeks desde la otra acera del gulag.

    Subí a casa y a Grossman, al teclear furibundo en su máquina de escribir y a la cochina labor de los censores que le recortaron los párrafos, las líneas, ¡los adjetivos a veces!, que ahora estamos restituyendo. Hoy pasé unas nueve horas doblado sobre el trabajo, mi salvación en este confinamiento que se me ha vuelto aún más oneroso desde que tropecé anoche con la palabra “trombo”. Ahora los siento correr por mis venas como pelotitas descolgadas de la piel de un sudario en forma de jerséi.

    En estos días, uno de los asuntos más jodidos para el hipocondríaco, que es una de las maneras menos viriles pero más astutas de ser hombre, radica en la dificultad de acceder a urgencias para indagar por esas dolencias ligeras que enturbian las noches y a veces te quitan la vida: el dolorcito en el pecho, la hipertensión, la punzada en la vena que hace sospechar del trombo, etc. Estas semanas hay gente que morirá por gusto, es decir por dolencias que podrían haber sido solucionadas por un médico competente en un box de urgencias. No será poca esa gente que el virus se lleve sin contagiarla. Y eso me produce tanta rabia como angustia.

    Al volver del paseo marqué desde la calle el apartamento de M., mi anciana preferida de la escalera. Ya hemos hablado de ella aquí, de cuánto me recuerda a mamá. Como hay una cámara abajo, ella me ve y le resulta agradable y seguro conversar. No necesita nada, me dijo, porque un sobrino la proveyó de muchas cosas de comer. «Leo y camino para entretener la mente y no quedarme anquilosada», me dijo. No sé si yo había escuchado decir «anquilosada» alguna vez en una conversación casual y tendré que agradecérselo al virus. Si es que algo en el paisaje de la peste es casual, claro. «Y no he salido a la calle en ocho días, porque sé que por mi edad estoy en la casilla de partida», añadió con humor.

    En algún momento de la tarde, peleando con los censores de Vasili Grossman, entró un mensaje de La Habana. Una vieja amiga a la que alguna vez he prestado ese servicio me pedía que le enviara un libro. Enviaba los datos para comprarlo y una imagen de la cubierta. Sonreí. Lo ignoré y seguí trabajando. Dos horas más tarde, inquieta y con ese enojoso punto de impertinencia que es tan propio de las personas de aquella isla, inquirió de nuevo: “¿Qué? ¿Puedes o no puedes?”

    Ahí sí le respondí:

    Hola, X.,

    Estoy un poco ocupado ahora intentando escapar de una pandemia global y viviendo bajo una suerte de ley marcial que me mantiene confinado en casa. Encima, estando prácticamente cerradas las fronteras de España y hasta de la Unión Europea, la posibilidad de que compre y envíe un libro a 6.000 km de distancia se presenta harto remota. ¿Qué te parece si retomamos este asunto cuando mi vida haya vuelto a la normalidad y tras verificar que hemos sobrevivido ambos?

    Abrazos,

    j f

    Pensé que no era casualidad que esa isla de Cuba mantuviera abiertas tanto tiempo sus fronteras al virus ponzoñoso y asesino, desoyendo el rumor que llega de un mundo asolado por la peste. Sorda, ciega, enojosa e insolente Cuba. Y ahí, ay, recordé que no había inventariado una posesión que sumar a la intendencia con la que vivir el confinamiento. Y corrí a buscarla: un rollo de papel higiénico con la cara repetida del antiguo dictador cubano, aquel Fidel Castro. Definitivamente, la cruel pandemia amenaza con quitármelo todo, todo, incluido este souvenir traído de Miami veinte años atrás que ha ganado de repente el marxista peso de los valores de uso y cambio.

    Pero después, claro, la dignidad, la falsa hombría, que dicen. ¡Ni asediado por la peste le daré yo el culo a Fidel! Qué se divierta Bruno, mi criatura ideológicamente asintomática.

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